Del país y ciertas despedidas

Foto: Amílcar Pérez Riverol

Foto: Amílcar Pérez Riverol

La escena es rápida. Nada cinematográfica. Para demasiadas cosas ha desaparecido el ¡Corten! aunque parezcan ficción. Converso con un gran amigo. A nuestro lado, su hija (¡tan!) única, tan de 18, estudia. Quiere ir a una la universidad –me dice.  Graduarse. ¡Y viajar!, como su prima –me dice. Eso me tiene mal. Me han caído diez años desde que me lo confesó –me dice.

Puedo notarlo. Más, puedo entenderlo. Y jode, jode bien lejos la idea de un padre que ha comenzado a despedir a su hija de 25 años, cuando aún es una jovencita de 18. Nadie debería despedirse de un hijo, en realidad de ningún ser querido durante tanto tiempo. Entiendo entonces por qué le ha venido toda la vejez de un golpe. Al contrario de lo que muchos piensan, la vejez no empieza con el óxido en las articulaciones, con las canas, los surcos escoltando el borde de los ojos o el colesterol anillando el diámetro interior de las arterias. La vejez, al menos la más grave de todas sus variantes, comienza cuando nos despedimos por primera vez.

Yo lo supe cuando fue mediodía y no hubo siesta, ni abuelo en el cuarto de mi abuelo. Lo supe la tarde de lunes en que mi sobrino, con una voz que aún me arde, ofreció dejarme batear a cambio de que jugáramos diez minutos más. Diez minutos por los cientos que nos robarían mi primera salida del país. Diez minutos –hoy sé– por los miles que ya no tendríamos cuando –¡tan joven!–, rumbo a Inglaterra, también él salió de aquí. De hecho lo supe ya tantas veces que lo último que envejecerá en mí serán las articulaciones. El último síntoma de mi vejez serán sus fiebres.

Muerde tanta despedida. Las propias sí, y también  todas las que poco a poco desgranan al país.

Hace algunos días sentí un temblor agridulce tras la lectura de un informe del Pew Research Center (1) que reflejaba que durante el año fiscal 2015 arribaron más de 43 000 cubanos a los Estados Unidos. Agri –porque esas son muchas, ¡demasiadas, despedidas! Dulce porque como cubano sé que hay en cada una de ellas una victoria individual. Y cuando aún no me recuperaba de la sacudida inicial llegó una réplica más intensa al pensar en todas las salidas (despedidas) que ocurrieron y que el Pew Research Center no va a contabilizar –quizás nadie lo haga– porque no  acabaron en un arribo.

Algunos intentan ponerle a esta rabia el bálsamo de los números ajenos. También lo he intentado. Datos de México, El Salvador, Honduras, el Medio Oriente. Sucede que una cosa es analizar lógicas semejantes –o diferentes– y otra curar dolores propios con el dolor vecino. Un millón de despedidas ajenas no sirven para anestesiar las nuestras. La tristeza no se cura con tristeza.

Hemos dicho adiós tantas veces y de tan diversas formas que hoy existe en Cuba un inventario no escrito –pero operativo–  para las despedidas. Un inventario que tiene su núcleo en nuestra condición insular –en la “maldita circunstancia del agua”– pero que se ha engrosado por la maldita circunstancia de este tiempo. Un catálogo que va desde el monte hasta la playa, de la playa al horizonte. Desde el monte hasta otros montes. Del cordón familiar en el vidrio de la Terminal 3, o en las afueras de la 2, al silencio de las despedidas que no fueron porque hay despedidas que para que sean, han de andar ocultas.

Mi estilo siempre ha sido el optimismo. Me quiero –y me sueño– ciudadano de un país que se despida menos. Que se reencuentre más. Que cambie ciertas estadísticas. Y si así no fuera, que sea por la sobrada disponibilidad de alternativas, y no por su completa falta.

Pero hoy no estoy para optimismos. Quizás porque se fueron los Gourriel y no se despidieron. Quizás por la incomodidad que me genera la idea de alguno de sus compañeros despidiéndose a sí mismo y en silencio, en medio del “acto de repudio” que dicen, sobrevino. Quizás por el país, que sólo en el año fiscal 2015 envejeció más de 43 000 veces. Quizás, en fin,  porque al optimismo la edad de mis despedidas a veces lo adormece.

Salir de la versión móvil