Entre copas

Foto: ibtimes.com.

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Supe que tenía trabajo cuando descubrí que Mohamed había insistido todo el día en el teléfono. Dos semanas antes habíamos recorrido el circuito de restaurantes de la parte alta de Tarragona, donde él había “currado” cuando no disponía de un contrato indefinido con una empresa en la que al fin pondría en práctica lo que estudió durante años.

Esa noche apenas fuimos a tres locales. En cada uno nos tomamos una cerveza y le dejamos mi currículo al encargado o al propietario, sin hacer distinciones. Es una de las cortesías o deferencias que se debe tener con un futuro empleador en el mundo de la gastronomía: la de ofrecer nuestros servicios laborales mientras bebemos algo en el local en el que aspiramos a conseguir colocación. Al menos eso me recomendó Mohamed.

Finalmente, cuando me llamaron no me hicieron ninguna entrevista. El dueño decidió que fuese dos días después, vestido de negro y con zapatos de cuero, listo ya para trabajar como camarero. Comenzaba el aprendizaje.

El trabajo como tal, pensaba, sería muy sencillo. Tendría que recibir las llamadas. Anotar las reservaciones que se concertaran vía telefónica. Recibir a los clientes. Acompañarlos hasta la mesa. Entregarles la carta con el menú del día o la noche. Servirle agua, pan y una copa de vino, con una actitud bíblica de servicio al otro. Esperar atento a que estuviesen listos para ordenar el primer y el segundo platos. Más tarde el postre. Luego el café. Finalmente la cuenta. Eso imaginaba, ingenuo.

En realidad, lo primero que uno descubre es que un camarero es algo más que un mesero. Debe dominar la técnica del barrido. También el fregado de platos. Debe ayudar en la cocina en lo que sea necesario, respetando una jerarquía donde el camarero es el plancton, el escalón más bajo de la cadena alimenticia. Luego tendrá que poner a prueba sus habilidades atléticas y capacidades circenses, en un trabajo que apenas da tiempo para respirar.

Las oleadas de comensales golosos se suceden una tras otras en pocos minutos. Lo mismo mesas de dos para parejas de enamorados que cenas de negocios con al menos una veintena de empleados nada frugales y sí muy ruidosos. Muchas veces, más por Semana Santa, cuando los aires de familia se renuevan, los clientes van escoltados, como aderezo de última hora, por su descendencia. Atender las necesidades nutricionales de un niño en un restaurante de menú es sencillo: patatas y pollo frito. No hace falta más porque ellos no piden otra cosa, así que sus platos salen antes.

Lo peor son las reuniones de amigos y colegas, cuando se juntan unos cuantos chistosos con ganas de pasarla bien a costa de lo que sea, sin importarle nada ni nadie en lo más mínimo. Es preciso entender que los grupos grandes, como generan más ingresos en menos tiempo, reciben mucha atención de los dueños y encargados de restaurantes. Por ello hay que insistir en mantenerlos contentos, a pesar de la opresión a que someten al personal de servicio, con peticiones constantes y a ratos absurdas.

Cuando se producen tantas reservas con antelación sabes que será un día duro, apenas partido a la mitad por el momento de respiro que se produce tras el cierre del turno de mediodía, a eso de las cuatro y media de la tarde. Conocer, a su vez, que la noche será intensa y larga obliga a tornar una hora antes, para tener listos los cubiertos, los de cocinar y los de comer, que serán bruñidos con una fórmula artesanal, propia del local, a base de agua y ginebra. Deben quedar refulgentes, como si estuviesen acabados de sacar del estuche. Igual sucede con las copas y vasos, de un cristal extremadamente fino, quebradizo y sonoro, que amenaza con segar tu vida en caso de romperse entre tus manos.

Lo más difícil para mí fue aprender a transportar hasta ocho copas en una mano. Es una caja de música tintineante que corre el riesgo de romperse sin esfuerzo. Además, no pueden quedar huellas dactilares en la superficie del cristal traslúcido; cada copa o vaso deben ser tomados con un esmero especial.

La parte más escatológica del trabajo tiene que ver con el fregado. Centenas de bandejas, cacharros, fuentes, platos, se acumulan en pilas enormes, en un orden aleatorio, en un equilibrio precario; son altas columnas que amenazan con venirse abajo y aplastarte. Aun cuando se utiliza un friegaplatos industrial, de esos que parecen una lavadora gigante, la experiencia puede llegar a ser desesperante y nauseabunda.

Capas y más capas de grasa requemada se adhieren a cuanta superficie de arcilla o metal caiga en el fregadero. El cocinero y su ayudante están ocupados en lo suyo y no les toca asistirte. Se desentienden de lo que no sea estar pendiente de los pedidos y las salidas de los platos a su tiempo. Estás solo.

Es una infinita línea de montaje, en serie, en la que el camarero debe desdoblarse, varias veces, para pasar de usar un delantal grasiento en la cocina a cortar el pan recién horneado y llevarlo hasta la mesa, siempre con la mejor sonrisa en los labios y la ropa negra sin manchar. No importa que uno se haya zambullido de cabeza en la piscina de estiércol del fregadero o el latón de la basura orgánica.

En el mundo de la gastronomía lo más común es no disponer de un contrato fijo. Apenas te convocan por teléfono, por unas pocas horas al día. Sin previo aviso, debes salir corriendo a cubrir una vacante como camarero si acaso el encargado o el dueño precisan ayuda ante una inusitada afluencia de comensales, ya sean habituales o extranjeros: turistas alemanes, galos, ingleses, de paso por la ciudad.

En un mercado laboral más que deprimido y desregulado, los dueños juegan con ventaja, pero me despojo rápido de mis pruritos clasistas. Trabajar y ganar ocho euros la hora es mucho mejor que estar domando el sofá en casa sin generar ningún ingreso. Mis amigos al otro lado del Atlántico me animan. Se burlan de mí, pero solo para desearme lo mejor y felicitarme por la noticia. Piensan que ganaré algún dinero extra con las propinas de los clientes satisfechos pero en España eso no se estila demasiado. Aunque algunos dejan calderilla al final todo va a parar al bolsillo del propietario, que es quien arriesga el capital invertido.

Cuando los clientes se marchan tras una larga sobremesa, es madrugada. Llega el momento de recoger el desastre, sin apuro, con mucho cuidado para no quebrar un plato, mucho menos una copa o un vaso. Me siento como un elefante en una cristalería. A punto de caer en una trampa de la que no podré salir. Al menos no sin resultar herido.

Pienso que acabo de sobrevivir otro día. Pero no es así. El cansancio y mi falta de entrenamiento –más bien de experiencia– me pasan factura. Quiero dejar una bandeja de copas sucias sobre la barra del bar pero me falla el pulso, la vista. Caen dos al suelo y se desintegran en mil pedazos. El dueño me mira y no dice nada. Espera que termine y me llama por mi nombre, en francés, en inglés. Saca un sobre con dinero y me lo entrega por las buenas. Es lo que he ganado en estos pocos días.

“Mañana no será necesario que vengas”, me advierte y no detecto insatisfacción ni mal humor, tal vez algo de frustración. “Debes esforzarte un poco más”, me sugiere. “Quizás hacer algunas horas extras. Trabajar gratis en un bar de copas o tapas para desarrollar ciertas habilidades”, insiste. Me extiende la mano y concluye la conversación y mi contrato temporal. Le agradezco la oportunidad e intento marcharme pero él me dice antes de salir: “No olvides sacar la basura”.

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