La “escoria positiva”

Foto: www.todocuba.org.

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Siquitrillado, lacra social, lumpen, gusano, merolico, mercachifle fueron algunos de los calificativos de devaluación que, a lo largo de nuestro largo diferendo político con Estados Unidos, debimos escuchar con trepidante énfasis y gesticulaciones aparatosas. No estaban dirigidos a los imperialistas, sino a nuestros compatriotas cuando les daba por expresar algo fuera del tono de reafirmación que, durante bastante tiempo, exigieron la retórica y ejecutoria revolucionarias.

Hoy sabemos que nada de eso eran muchos de aquellos clasificados, aunque entre quienes no aceptaron (o combatieron) a la revolución hubiera de todo, como en todo. Las generalizaciones absolutas son siempre injustas: ni todos aquellos eran bichos ni la masa total de los revolucionarios seres impolutos. A lo largo de casi sesenta años hemos visto a muchos de estos últimos comportarse como gusanos, sin que para tal metamorfosis sea necesario acudir a la connotación política del término.

La violencia verbal desbordada fue un arma efectiva para el combate callejero, pero revistió de vulgaridad, y hasta de actos de barbarie, una lucha que por defender la justicia social, la emancipación, los mejores derechos del ser humano, debió librarse con decencia. La grosería debimos habérsela dejado al enemigo, que con ella de seguro se devaluaría aún más de lo que ya estaba.

En materia de agresión verbal (y de otras naturalezas), ningún término como el de “escoria” sirvió para “quemar herejes”. Fue destilado en 1980, cuando los sucesos de la embajada del Perú y el posterior despelote migratorio que, con punto de embarque en el Mariel, saliera a descubrir el mundo, distante solo 90 millas. Ciento veinticinco mil almas emigraron y, con el tiempo, muchos de ellos se revelaron personas dignas, trabajadoras, solventes, bienvenidas, a quienes recibimos con los brazos abiertos cuando empezaron los viajes de la llamada Comunidad. “Se fueron gusanos –decían los mismos que los vilipendiaran– y viraron mariposas”.

La escoria, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, se identifica como “cosa vil y de ninguna estimación”. Claro, esa es su quinta acepción, pues las primeras cuatro tienen que ver con la metalurgia, aunque siempre se refieren a algo sobrante, sin utilidad. Todo el que decidió emigrar recibió el oneroso bautizo; se convirtió en escoria. Y el pueblo en andas, todo cargado de huevos y otros artefactos de las más disímiles naturalezas proyectables, manifestó con énfasis el repudio hacia aquellos que, de una rara manera, casi con orgullo, aceptaron el nombrete.

Foto: AP.
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En aquellos oscuros días podía ser natural oírle a cualquier hijo de vecino, no se sabe si contento o atribulado: “Mi hijo se fue como escoria” o “Fulano se apuntó para irse como escoria y no lo dejaban embarcar porque tenía el expediente limpio; después volvió, haciéndose pasar por pájaro, y pudo salir”. Y hasta: “Era un don nadie y ahora, como escoria, está de lo mejor”.

La cultura popular es implacable. De aquellas jornadas de tiraderas de huevos, golpes, embadurnamiento con sancocho de fachadas, recuerdo algunos galimatías deliciosos, como el de aquella “marcha del pueblo combatiente” con un himno que decía: “Vibra la Patria entera embravecida…”, y las vibraciones del autor, no sé si embravecido, fueron a expresarse en el sitio que, según su canción, generaba el embravecimiento. También me resulta inolvidable aquel compañero –bajetón, trabado, rotundo– que desfilaba gritando: “Que se vayan pa´ la escoria pa´ que los cojan los escorianos”.

Foto: AP.
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Pese a lo trágico del trasfondo (hasta muertos hubo), otros deliciosos sucesos se dieron por aquellos días. Y no sé cuál de ellos más folclórico y disparatado. De momento reseño uno. Resulta que muchos de aquellos etiquetados como escoria procedían de cárceles, y como algunos decidieron que de eso nada, que no se irían a un país donde no podrían hacer uso de su condición, tal actitud los invistió de una especie de aureola épica revolucionaria, pues preferían la prisión a irse a las entrañas del monstruo. Su actitud se hizo pública, y de tal suerte, en un solar de Centro Habana, una de aquellas tardes se dejó escuchar una movida conga –creciente en seres y voces– con el enigmático estribillo: “Nosotros somos de la escoria positiva, / y no nos vamos”.

El repentista Juan Antonio (que no se fue como escoria, pero se fue más tarde) me contó que en Cárdenas, por los días finales del fenómeno migratorio, robaron en la bodega La Victoria la cuota de café y cigarros que  daban entonces por la libreta de abastecimientos. Un poeta popular –perdona, Juan Antonio, que no recuerde el nombre– absorto ante el operativo policial no pudo contenerse y soltó la cuarteta: “Se robaron el café / y el cigarro en La Victoria / y no puede ser la escoria / porque la escoria se fue”.

Tras el afortunado 17 de diciembre de 2014 el expediente de la reconciliación carga aún con aquel lastre. Muchos, del lado de allá, no olvidan las humillaciones y maltratos –verbales o físicos– que debieron enfrentar, como muchos del lado de acá no olvidan las agresiones y las injusticias que la historia registró. Tardará aún el momento en que aquellos desencuentros solo sean, para nuestros nietos, referencias lejanas, lances desprovistos de la inmediatez que los hizo trágicos, acaso chistes.

Pero ese día llegará, tengo la certeza. No todos eran escoria ni todos fueron culpables.

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