Los avatares de los cubanos en Ecuador

Foto: Maykel González

Foto: Maykel González

De camino al depredador metálico. Con el favor de los orishas empaquetados en el equipaje, ahí, en la terminal de La Habana, apenas sintieron correr las últimas hilachas de viento de julio, apenas se percataron de que por el astrago unos hermanitos argentinos jugaban a girar sobre valijas con ruedas, apenas conversan, ni siquiera mientras emprenden el ascenso hojeando una revista de cálidos retratos de Cancún, y ni siquiera perciben con gusto las sinestesias del viaje. Tan errático. Con tanto vértigo. Con tanto sacrificio.

Ha creído Aida Domínguez que jamás debió hacerlo: vender la casa de Luyanó donde vivió con su esposo faenando juntos, y con su hijo, por más de una veintena de años; pagar el pasaje a Quito con escala en San Salvador; sufrir el sopor y el interrogatorio del oficial de migración, que le dijo afectada, acompasadamente, bienvenida al Ecuador, y al cabo apartaba a otro cubano que olvidaba la palabra teleférico. Había trocado drásticamente sus días; esto para lanzarse a una existencia numantina en un país donde las alturas dilapidan el oxígeno, donde discriminan al cubano, donde una persona que ha pasado de los cincuenta y de piel oscura encuentra menos empleo que un pedrusco. Aida Domínguez, tiritando en la tarde, explica que se graduó de Sicología en la Universidad de La Habana y a tres meses de haber arribado a Quito aun no encuentra trabajo. En la última cita en la que fue rechazada le dijo al señor entrevistador que el problema era que los ecuatorianos rehusaban a los cubanos porque su preparación los superaba, que el problema no era más que envidia. Luego el señor le gritó váyase de aquí negra de mierda. Aida le dijo que si ella fuera hombre le hubiera roto la cara.

Por aquellas fechas pidió a los santos trabajo y salud, pidió alumbramientos, y pidió por su esposo y su hijo, que también desandaban las arterias más anebladas de Quito en busca de oferta. Buscando a quien buscara. En tres meses habían vaciado casi del todo sus arcas. Desempleados en medio del mundo, sin hogar en La Habana al que recular, la solución que se les presenta es gastar sus últimos dólares en atravesar cada frontera hasta Miami.

Como lo hizo Ariel Solís, que partió a Ecuador una segunda vez con miles de dólares estafados en Mayabeque. Allá lo pusieron en contacto con un guía que sacaba cubanos hacia México por unos seis mil. Los grupos se reunían en casas rentadas, durante una hora, fijaban una fecha de salida y en 18 días hollaban el suelo estadounidense. Solís, que ya había probado suerte en Quito, no conocía ningún oficio en particular, no había trabajado en Cuba por años, viviendo a expensas de algún puesto temporal y de escamoteos, inmiscuyéndose en negocios clandestinos; con la adición de sus mañas pagó el saldo de su primer viaje e invirtió en un carrito de hot dogs que vendía en la avenida Mariscal Sucre, al norte, contando muy pocas ganancias. En su vuelta a Ecuador iba deliberadamente a convencer a un conjunto que lo acompañara a México. Uno fue Gabriel Díaz, La loca, un joven negro homosexual que no encontraba trabajo en el norte de Quito. Por negro y por homosexual. La loca tenía una hermana en Roma que le enviaba dinero y contaban con ello para costearse el ascenso. Contaban con ello La loca, Ariel y el gordo Robertico, otro que había fracasado en Ecuador vendiendo salchipapas (salchichas con papas fritas). La hermana de La loca se negó a pagar estando al corriente del peligro de atravesar las fronteras, pero una llamada desde Colombia le hizo cambiar de parecer. La loca estaba ahí, cercada —se presume— por traficantes colombianos que iban a joderlo si no veían dinero mediante. La hermana envió a poco los dólares; la presunta salvación de los tres cubanos. Pasadas unas 72 horas, Ariel telefonearía a un conocido con residencia en el Ecuador, suplicándole que le remitiera un dinero en nombre de una vieja amistad: fueron dos mil.

Alfredo Cervi de 35 años, rubio y de ojos azules como un gringo, dio por adelantado una suma similar a un cubano que lo trasladaría en un vuelo directo hasta el D.F. Entretanto había de permanecer en Quito y de esperar indicaciones a su debido tiempo. Sin detalles por teléfono. Se distrajo, pues, sacando cuentas del tipo en quince días he comido más carne de res que en un año en Cuba y en siete días me han dicho señor y buenos días más que en siete años. Hubo un holguinero que le explicó que durante su estancia en Guayaquil un asaltante se había subido a un bus dando los buenos días antes de pedir con deferencia a cada pasajero que entregara sus alhajas. Llevaba una pistola, pero fue cortés.

Cervi contaba los disparos en la noche. Quito es una ciudad tranquila donde descerrajan tiros por las noches, decía. Cervi primero había hecho ocio en una renta de quince dólares diarios sin sumar los gastos en comida, y ahí permaneció viendo adelgazar los fajos hasta que se movió a un hostal que le cobraba doce, incluyendo desayunos y cenas, pero aun persistiendo el desmedro de sus fondos. De modo que padeció insomnio, arrebujándose en las noches sobre la cama, alternando las madrugadas entre insularidades y parloteos con sus acompañantes de habitación. Solo le dieron el número de una intermediaria en Honduras, que no hacía otra que pedirle calma e insistir en que todo iba a salir perfecto. Y sin embargo desde el comienzo nada estaba saliendo perfecto. De hecho la estancia efímera que le prometieron en el Ecuador fue a fin de cuentas tan espaciosa que invirtió en una visa 12-IX de comercio en el Ministerio de Relaciones Exteriores en Quito, haciéndose de provisiones. En caso de jugarretas, cabía reconstruir su ser en aquel medio del mundo.

Al menos cuatro noches de la semana sentía gemir a su esposa y sus niños menores de quince del otro lado de la línea. Esas cuatro noches dominaba las lágrimas en Quito, y la contrición por haberlos abandonado. Esas cuatro noches se dijo a sí mismo y al resto que pasara lo que pasara el retorno a Cuba era, por demás, insostenible. Después de dieciocho días de oír redundar la insistencia de la mujer de Honduras, un grupo del hostal constituyó una partida hacia los Estados Unidos un lunes de agosto. A mediados de semana, Cervi cruzaba Colombia.

Las marchas de los cubanos por el Ecuador están labradas por testimonios desalentadores, de racismo y de xenofobia, violencia, robos, estafas, falsificaciones de documentos, drogas y prostitución. Para Jorgito Mena, en el Ecuador no hay oportunidades, solo descalabros. Tuvo un amigo internado en un hospital, y le negaron visitarlo y entregarle comida, entonces levantó la voz de cólera. Como en Quito fastidian las subidas de tono, desde una sala empezaron a corearle unos ecuatorianos que se fuera a su país cubano chupavergas. Lo jodido es que ellos van a La Habana, y hacen carreras y se operan gratis, sin líos, dice Mena. Y lo cómico es que el cubano nunca es xenófobo, apunta Hugo, el amigo del hospital, recién dado de alta.

Dice Yaser que su propio padrino de santo le robó. Lo llevó a una renta y le cobró ciento cincuenta cuando valía cien. Por eso advierte a quien estima que no se fíe de los cubanos, que han ido a hacinarse en grandes cantidades en una zona deletérea que llaman La Florida, introduciéndose en el lodo de las drogas, aprovechándose de los nuevos para sustraerles dinero a golpe de fraudes. Yaser falsificó un título universitario para hacerse de una residencia (A los profesionales cubanos en Ecuador se les presenta este resquicio, luego de gastar una pequeña fortuna en legalizaciones y procesos umbríos) y al término de cuatro años ha determinado remedar lo de otros tantos, trazar su singladura hasta los Estados Unidos, con su mujer y su hijo. Va con Yandira, una amiga que trabajó de puta un tiempo en un chongo (prostíbulo) por el centro de la ciudad, donde las cubanas fueron desbancando a las colombianas, incluso a las de dieciocho. Yandira dice que a los colombianos los quieren menos que a los cubanos, y que las putas cubanas, cuando revolotean con su yesca caribeña, son absueltas hasta por el más regulado de los serranos.

De las migraciones que hoy más irrigan el Ecuador constan las de Colombia, Venezuela y Cuba. El dato es comunicado a Sergio Carrión, el esposo de Aida Domínguez, por un taxista que pega volantazos a ratos por la avenida Amazonas. En Quito se conduce aprisa, por lo que la ciudad es un hormiguero de autos y buses escandalizando en las intersecciones y semáforos, donde se deslizan los vendedores de frutas y agua y los malabaristas callejeros. Sergio se dirige a una entrevista de trabajo, lleva el currículum vitae doblado en pliegues meticulosos sobre los muslos. Pregunta al taxista por qué el rechazo de los ecuatorianos a los cubanos. El taxista, sin desalinear la vista del camino, le dice a Sergio que no es rechazo así, que son celos nomás, puesto que el cubano le quita el trabajo y las mujeres al ecuatoriano.

Sergio retiene una risa que en la tarde compartiría con su esposa y unos amigos costeños que son de un carácter semejante al de los cubanos, y que tampoco, en sesenta días, han conseguido empleo en la capital.

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