Maletas

Foto: M. Gabriela G. Camargo

Foto: M. Gabriela G. Camargo

No existe elemento que defina con mayor fidelidad la naturaleza de un pasajero cubano que la estética, volumen y sobre todo contenido de sus maletas. Nada puede contar nuestro pasado, preocupaciones, intimidades, miedos y  singularidades como ella. Ni los códigos de barra, ni los sellos, ni el escudo tatuado junto al enorme República de Cuba dice tanto de nosotros mismos como lo hace una maleta que va o regresa del exterior en las manos de un cubano. La maleta que nos contiene. La sincrética. La farmacéutica. La culinaria, la cosmética y solidaria. La prestada, como cucharada de café, como poquito de sal. La siempre obesa. La de ruedas atascadas y brazos parapléjicos. La metamórfica. Hay en nuestras maletas de viajeros una profunda definición de la nación y al mismo tiempo, en su cronología, marcadores casi genéticos de nuestra (r)evolución.

La maleta inicialmente se parece a la utopía. Es, un poco, el horizonte. Tenerla cerca representa por tanto estar un paso más cerca de él, y uno más allá de nosotros mismos. Durante algunas noches mientras te vas a dormir la miras largamente, llena de ropas viejas, de trastos sin origen y te dices: un día, un día volverás a acomodar presente y sobre todo a traer futuro. Y ese día llega.  Le sacas el pasado y en el acto comienza a  desplagarse su influencia, todo su poder. -¿Poder? –Sí, poder. Pongamos por ejemplo una pregunta básica ¿en qué línea aérea vas a viajar, qué elementos definen la opción que vas a seleccionar? Quizás en Suiza, Italia o Nueva Zelanda sea el confort, el prestigio de la aereolínea o el precio del pasaje. Pera acá, lo sabemos, tiene una  variante más poderosa la ecuación.  La maleta, ¿Ese rincón lleno de polvo al fondo del escaparate? Sí, ese mismo. ¿Cuántas maletas te dejan pasar? ¿Cuántos kilogramos por maletas? Esas son preguntas fundacionales y definitorias a la hora de seleccionar con quién vas a volar. Y entonces tienes suerte. Te enteras que hay una promoción que te permite llevar dos de 23 kilos por debajo, más la de mano. Pero tú solo tienes una. Sobreviene entonces la maleta solidaria. La que te pide sólo y si puedes una fosforera CLIPPER al regreso –porque esas se pueden rellenar y aquí ya no las venden.  Y tú afirmas que claro que la traigo, mientras miras a la veterana solidaria que se traba al rodar y tiene dientes de menos en sus zippers.

Con destino, pasajes y maletas en tus manos llega un momento cumbre, un ritual que es bidireccional como apolar. Me explico. Bidireccional: hacer maletas para salir o regresar a Cuba es en ambos caso un protocolo serio, de estricto guion en la mayoría de los casos. Apolar: la concurrencia de público varía, y así como el volumen y naturaleza de lo embalado. Este último factor depende mucho de si se trata de un principiante o de un veterano. En Cuba el ritual cuenta con la presencia de madres, padres, hijo(a)s, esposa(o)s, abuelo(a)s, tía(o)s y vecinos cercanos (de los cuales muchos te acompañarán hasta que tus pies abandonen el cristal o tu cabeza, tirada en el piso, suelte un nuevo adiós). Ese equipo de pre-viaje que te recuerda todo lo que no debes olvidar. Medicamentos –que allá son muy caros-. La ropa más viejita –para que la dejes allá y no ocupe espacio por gusto-. Algo de frío –que en esos aviones el aire lo ponen a todo lo que da (este tipo de consejos casi siempre sale de uno que nunca fue más allá que de donde daba pie en la playa). Y por supuesto, resguardos, todo tipo de resguardos: yerbas santas, piedras del Cobre, billetes de dos dólares, una vasijita bien pequeña que -¡cabe en cualquier lado mijo! llena de cascarilla. Azucenas, girasoles. Eso el principiante. El veterano va un poco más allá y viola cuantas convenciones internacionales sobre seguridad biológica en el transporte de pasajeros existen. Una rapsodia de nuestra cultura. Aguacates, tamales, mamey, chícharos porque no los encuentra iguales fuera, barras de dulce de guayaba. Botellas de ron en volúmenes permitidos o no. Cajas de tabaco para acolchonar el golpe monetario del viaje. Los ya citados respaldos, discos de todo lo que suena, y hasta de lo que no debería sonar en la isla. Un carrito sin gomas, o una muñeca sin brazo para evitar exilios de la infancia. Fotos, cientos de fotos donde mostrar a los que aún están allá y sonríen, y sobreviven en la lucha. Y una bandera. Una bandera enorme que alguien nos pidió o que está faltando en el cuarto para que sea menos frío.

Las maletas del regreso por su parte son aún más complejas. Lo sabemos. Porque su composición y estructuración están bajo nuestra total y única responsabilidad. Porque podrá haber mucha gente dispuesta a ayudarte, pero casi siempre poca a entenderte. Te tiran el cabo pero se cuestionan mudas qué haces empacando tanto jabón, pasta dental, medias, ropa interior. ¡Esponjas de fregar! Abrigos de frío para el eterno paraíso tropical que siempre le han vendido.  Observan incrédulos cómo es posible llenar una maleta de 10 kilos más dos maletas de 23, una de ellas coja y de zipper sin dientes en la que has puesto dos fosforeras CLIPPER. Unas maletas que han pasado más pesajes que un boxeador o un judoca olímpico el día de su combate. Ignoran que este también es un combate. Y tú lo sabes. Tal vez como nunca, lo sabes. Hay en ese instante, en ese ritual un momento íntimo con tu nación. Una definición.

Nadie como tú entiende ese momento. Comprendes entonces que siempre serás de allí. Respiras duro –que es más jodío que profundo-  pones los seis candados que has comprado, la docena de carteles e identificaciones de colores que indican que esas van para La Habana (como si fuera necesario) y regresas.

Allá, te esperan abrazos largos. Besos demorados. Una madre loca que te grita como si aún estuvieras a 10000 kilómetros de distancia.  Un vecino solidario que enciende su Popular con una CLIPPER y un país que no para de confesarse, salvarse, definirse y resucitarse en lo que cargan sus maletas.

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