Aferrarse al encanto de un alma bicolor

Foto: Sayli Sosa

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En Majagua, durante casi todo el año, la gente puede vestirse del color que quiera, pero en noviembre hay que decidir. Se es Rojo o Azul, por elección, por herencia, o porque sí, y no hay que andar citando a nadie ni convocar a demasiadas reuniones para que cada cual sepa lo que le toca. Unos bailan y otros cantan, los más comen fruta (y dulces tradicionales); los jóvenes aprenden los acordes y los pasos del Zumbantorio o El papalote, y las matronas preparan la comida del convite.

Foto: Sayli Sosa
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A ambos lados de la calle principal se dividen los afectos. Al Este el Azul, al Oeste el Rojo. El retablo recrea las fincas La Vega y La Criolla, y el guateque no se hace esperar. Pepe celebra los 40 años de matrimonio con Carmela, y su familia y amigos bailan al compás de La caringa y el Pica pica. La parranda azul toca en vivo la melodía para el baile de rescate, esta vez El abanico y el bastón.

Luego, Joaquina y Pancho preparan la fiesta para el compromiso de Venancio y Margarita. Es el fin de año de 1898, el 31 de diciembre, y hay muñecones y cerdo asado. Los jóvenes bailan el Guanché y el Zumbantorio, y rescatan de los recuerdos La ratonera.

Cuba y Liborio, desde esa suerte de pedestal de donde nunca debieran bajar la nación y su pueblo, participan de los festejos. Cuatro horas de parranda, dos por cada bando, liberan todas las pasiones de una tradición a la que no quieren dejar morir, que no pueden dejar morir, porque no solo se irían la algarabía y el alborozo de esos días, sino el espíritu mismo de la cultura que los trajo hasta aquí.

La gente siente en lo profundo la rivalidad en torno al color. Ellos creen en la competencia, en cómo se baila distinto un mismo paso, en la alegría de llevar una pañoleta, símbolo de la pertenencia.

Ganó el rojo, creo que lo mereció. Pero más allá de la competencia entre bandos y afinidades, que a mi juicio quedaría mejor reflejada si fundieran los dos espectáculos y se entablara una real controversia sobre el escenario, aunque se mantengan los espacios típicos; muchísimo más allá de los empeños que se aúnan para la fecha y que buscan complacer a grandes multitudes, Majagua debe aferrarse a lo único que salva: su tradición. Esa alegría en los rostros de los viejos y los niños, el encanto de tener un alma bicolor, la energía con que la muchacha grita ¡viva el bando rojo!, y otro le responde, ¡que viva el azul!

Foto: Sayli Sosa
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