Antonio y los danzones

Foto: Dazra Novak.

Foto: Dazra Novak.

¡Fulanito! –me gritó tempranísimo la vecina haciéndome abrir los ojos sin querer abrirlos. Y yo hice oídos sordos (una de las más efectivas armas para sobrevivirle el modus vivendi de este barrio), pero ella insistió: ¡Fulanitooo! No, aquí no hay almohada en la cabeza que valga cuando de vecinos se trata. Gracias a la voz de la vecina se comprobó la vigilancia del custodio del jardín infantil que afirmó dos veces: “Yo no lo he visto salir hoy”. Luego las omnipresentes voces de Aurora y María Elena acabaron de declararme víctima de aquel ataque sónico y, no sé por qué, recordé al difunto Antonio.

Sería, quizá, porque el día anterior, un tranquilo domingo en que yo cocinaba y escuchaba un programa de radio, pasaron unos danzones. Al momento advertí que yo estrujaba la lechuga bajo el agua y la flauta de la orquesta Aragón, aunque no le correspondía, iba estrujando de facto mi corazón. La melodía me catapultaba a un pasado remoto, liviano, deliciosamente pueril, que me renovó los deseos de hacer rápido las tareas para irme a mataperrear, a tirar piedras, a amarrar un hilo de pita desde el árbol de la esquina y ver tropezar, también, a aquel viejo que escuchaba danzones.

Claro que en mi recuerdo –mala costumbre heredada de las teorías– todo era más bonito. Antonio era un alma de Dios que ningún mal hacía pasando horas acodado en el muro de su portal, viendo la vida y las mulatas pasar (no necesariamente en ese orden porque la vida y las mulatas para él eran una misma cosa) por entre el humo velado de su tabaco. Vecino que, faltaba más, ponía en alto a nuestra cultura otorgándole un lugar protagónico a la música cubana, en especial a los danzones, lo que le valió el título honorífico, sobrentendido por los habitantes de nuestro barrio, de viejo verde musical y romántico.

Pero la práctica no es realidad por gusto. Contradictoriamente desfilaron delante de mis ojos, como las lágrimas involuntarias que me provocaba el picor de las cebollas, viejas escenas de rotundo encabronamiento. Aquel viejo solitario que recogía cabos de tabaco y reparaba radios VEF y televisores Caribe en blanco y negro para ganarse unos pesos extra, dejaba puesto el patrón de imagen y sonido (cuando aquello la programación solo duraba unas horas) y el pitido me torturaba largamente los oídos. Tantas veces como soñé que lo estaba asfixiando con mis propias manos, ¿entonces cómo era posible que yo extrañara ahora al difunto Antonio?

Fulanito, me dije en alta voz como acostumbro a hablarme mí mismo y por eso mi madre asegura que soy poeta: Sin dudas la vida en este barrio está hecha de muchas cosas, pequeñas, aunque no tan silenciosas. Sencillas y atronadoras como los alaridos del juego del quema’o y de los cobradores de la luz, de las fichas de dominó y los chiflidos a las muchachas, del ataja que pisa los talones y la chancleta que chupa los calcañales, del ruido de la patineta y el camión de la basura, del silbato que anuncia el pan y el pregón del carretillero, de la elocuencia de la vulgarcita que nos vive en cada cuadra.

Esta mañana comprendí que mi barrio está hecho, también, de mi nombre. Y tal vez por eso mis vecinos no dejaban de gritarlo. Y hasta a Dagoberto, con el fatalismo que le caracteriza, se le quebró la voz anunciando “Fulanito ha pasado a mejor vida y por eso no responde” (cosa que me puso los pelos de punta porque diciendo esto el perro aulló). Y a la par de los gritos gritando mi nombre escurríase una angustia común en un gesto inexplicablemente solidario. ¿Tanto me quieren mis vecinos?

Me destapé los oídos para escuchar mejor aquel ensayo de mi propia muerte: el último grito con mi nombre. Y un breve epitafio con piedra caliza en la acera de mi mente rezaba: así murió Fulanito, inocente de haber puesto danzones u otra música alta; nunca aprendió a chiflar; no sembró árbol ni escribió libro ni concibió hijos; sus únicos destellos de solidaridad fueron cargar alguna bolsa de mandados ajenos y ayudar a una viejita a cruzar la avenida… De golpe entendí que la bulla de mi barrio también deja huellas de nostalgia, por eso respondí a gritos, aunque ya nadie me estuviera llamando.

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