Apuntes para un utópico glosario de mortificaciones

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Entendemos por «pituita», en Cuba, la insistencia implacable sobre algún asunto incómodo. No importa que la Real Academia de la Lengua Española la defina como: «secreción de las mucosas y especialmente la de la nariz». El término también es asimilado muchas veces como sinónimo de «barrenillo», al cual la alta institución sí le confiere, para nuestro país, un sentido: «idea fija, preocupación obsesiva». Asimismo «talanquera», en algunos de los campos por donde he deambulado, además de «puerta rústica», tipifica la terca persistencia en un proyecto sin futuro.

Bien vistos los tres términos, en realidad, no son tan sinónimos, sino que comparten similitudes axiomáticas que, pese a la gruesa igualdad, deslizan sutiles filtraciones hacia territorios semánticos opuestos. Argumento: en el caso de la pituita la acción que la complementa es empezar. «Ya empezaste otra vez con la pituita», escuchamos muchas veces. La expresión barrenillo se aparea, por lo general, con el verbo caer.

Con frecuencia en nuestra infancia, cuando faltó un níquel (moneda de 5 centavos) e insistimos en que nos compraran una paletica de chocolate, debimos enfrentar el regaño: «Te parecía poco y caíste con el barrenillo». En honor a la ley de la gravitación universal, pesa más, y golpea más duro, lo que cae que lo que empieza, de ahí que el barrenillo moleste más que la pituita. Atendiendo también a la horizontalidad en que se desliza uno y la verticalidad con que discurre el otro, empezar y caer acaban cruzándose perpendicularmente.

La talanquera, por su parte, se hace acompañar de otro verbo: coger; no en el sentido que se le da en casi toda América Latina, sino en el que le damos en Cuba, equivalente a agarrar. Entonces afirmamos que una persona, cuando se atasca en una empresa sin perspectivas, «cogió talanquera». En el campo más campo del ayer más ayer, muchas damiselas se marchitaban durante décadas esperando la declaración amatoria de un galán. Con cierta frecuencia, por timidez del pretendiente, el rogativo no cobraba verbo nunca y la fémina quedaba solterona. «Fulana se quedó con su talanquera» era la sentencia cruel que concluía el episodio.

Finalmente, «coger matraca» se acerca bastante a «coger talanquera», aunque es más castiza, como lo demuestra el que don Francisco de Quevedo y Villegas la utilizara en una de las décimas que escribió contra don Luis de Góngora y Argote:

Ya que coplas componéis,

ved que dicen los poetas,

que siendo para secretas

bien públicas las hacéis.

Cólico dicen tenéis,

pues por la boca purgáis;

satírico diz que estáis,

a todo nos dais matraca;

descubierto habéis la caca

con las coplas que cantáis.

Como única diferencia entre las dos frases tenemos que, en nuestro entorno, la matraca connota bulla, mientras la talanquera refiere padecimiento silencioso. En relación con la matraca resulta curioso que uno de sus diminutivos: «matraquilla», no implica disminución sino crecimiento, condición superlativa. La matraquilla supera a la matraca en intensidad, y hasta ha servido para bautizar a un alter ego colectivo, representante del colmo de la insistencia: Yiya Matraquilla.

Pero hay otra expresión sumamente enigmática para caracterizar en nuestro país al paisano que, como perro de presa, muerde y no afloja: la «singuilla». Constituye, al igual que la matraquilla, un acto de repetición de solicitudes, pero a diferencia de aquella, no se deriva del término de igual raíz (singar), pues este sugiere un acto placentero mientras aquella produce urticaria.

Otra diferencia cardinal es que la singuilla no es algo que se ejecuta (como el coito) sino una jodienda que, al igual que el barrenillo, nos cae. ¿Cuántas veces no hemos escuchado, en el más tronante modo imperativo: «Asere, no me caigas más con la singuilla esa». Aunque también es de uso común hallar a la palabreja amancebada con el verbo ser. Ejemplo: «Eres una singuilla».

Y siguiendo por ese camino, el verbo «resingar», a mi modo de ver, contiene el componente doloso de quien jode a conciencia. Quizás aluda también al factor temporal, a la prolongación sin control de la singuilla. También he observado que la circunstancia en que más se pronuncia es en los momentos en que algún sapo saca de concentración a quien trabaja en una labor compleja. A la imprecación «¡Coño, no me resingues más!» y un intercambio boxístico solo los separan la inmutabilidad del resingante.

Resingar pudiera equivaler a que se lo tiemplen a uno por partida doble, como sugiere el prefijo «re»; por eso es un vocablo con uso exclusivo en el ámbito heterosexual masculino. Ignoro de dónde salió la derivación del sentido primigenio, la subversión de las sensaciones placenteras a que convoca, en la mayoría del género humano, el fornicio.

Todas las expresiones relacionadas hasta aquí pudiéramos considerarlas entonces oblicuamente tributarias de «dar cuero» o «dar chucho». Claro, estas dos son una manera amable de resingar en broma con verdades dolorosas. Para ello es requisito indispensable conocer de antemano el índice de tolerancia del receptor.

Valiéndonos del verbo «dar» construimos el modismo «dar vaselina», cuyo resbaloso significado nos conduce a un método para administrar paliativo antes de la matraquilla. Se erige especie de profilaxis para que podamos soportar la «resingueta». También «damos cordel» cuando dejamos que el que nos importuna hable solo, hasta el agotamiento.

En ocasiones, sin que nos percatemos, atentamos contra el medio ambiente cuando no soportamos más y le exigimos al indeseable: «¡Compadre, dele un palo a la cotorra!». Lo más común en estos casos es usar el tratamiento respetuoso (usted), aunque la gesticulación con que se emite la orden nos remita a la terapia de choque que llamamos «empingue».

La nobleza del verbo «dar» (sinónimo de entregar) permite que escapemos del daño al entorno. Con el mismo sentido, en vez de a la cotorra podemos solicitar que le den el palo a la suegra de quien cae con el barrenillo. Aunque lo más frecuente es defecar sobre ella.

Ilustración: Alfredo Martirena.
Ilustración: Alfredo Martirena.

La muletilla, tan usada en la comunicación audiovisual moderna, es la misma singuilla, pero espaciada por frecuencia diaria o semanal, lo que no la hace menos irritante. Ejemplos sobran en nuestra práctica televisiva actual: los «¿dónde si no?», «¡qué bueno que están con nosotros!», «nos vamos y nos vemos», «esto es entre tú y yo», «¡balón que sube, balón que baja!», «¡vuela, pelota que va volando!», «la dulce gramínea», «saque usted sus propias conclusiones» y muchas otras, además de definir una marca de identidad, consiguen que nos sintamos presos en una jaula donde los barrotes son las palabras.

Pero no todas las muletillas son malas. Lamentablemente, el autor de la más graciosa ya falleció. En una viejísima revista Somos Jóvenes la vi reseñada, no recuerdo si por Luis Manuel García. Se acuñó, dentro del pronóstico del tiempo, en el Noticiero Nacional de Televisión. Armando Lima, especialista frecuentemente seleccionado para comunicarlo, cerraba su predicción climática con el apocalíptico augurio: «Hasta aquí, el tiempo». Es decir: la catástrofe.

Claro, Lima lo decía con tremenda cara de jodedor cubano y al parecer con conciencia irónica del doble valor de la frase, por eso la pituita, aunque la repitiera mil veces, lejos de la ira, nos sumía en la sonrisa cómplice.

Sin dudas un purista hispanohablante resumiría todas estas mortificaciones con un solo verbo: «joder». O con la también castiza «teque», de uso cubano en los tiempos en que la matraquilla se regía por una punzante unilateralidad política. Ya se usa menos en nuestro entorno, pero sigue operando en la evaluación popular cuando desde cualquier tribuna nos asalta la planicie discursiva de oradores que aún no han aprendido que una verdad repetida sin gracia muchas veces se convierte en un sofisma.

El ejemplar más curioso de esa tipología –hipérbole insuperada– se corporizó en un orador, ya en retiro, que dada su facultad de proyectar, de los dientes para afuera, más de veinticinco lugares comunes por minuto, recibió el calificativo de «metralleta».

El teque, ya despojado de la incómoda remisión a lo político se metamorfoseó en «leque-leque», con ganancia onomatopéyica. En ese mismo nivel sonoro sitúo al «rintintín». En ambos casos, el rechazo a la facundia estéril se genera por repetición de sílabas de percutir estridente. Pensándolo bien, en relación con el segundo vocablo, es probable que no sea como lo consigné y, para beneficio del mediático perro, se trate del también aceptado «retintín». La armonía imitativa no se resiente, sino que se refuerza con el consabido «re».

Pienso en todos aquellos que nos han venido mortificando con su lenguaje durante bastante tiempo, y les doy crédito en este glosario. A cambio les ruego que mejoren, o en todo caso atenúen sus pituitas, matraquillas, barrenillos, talanqueras, resinguetas, retintines y leque-leques y elaboren opúsculos más productivos. Quizás entonces podamos complacerlos en algo de lo que nos piden; o con más justicia: en nada. En esa circunstancia, tal vez lo más sabio sea instarlos a la fuga, con la exhortación derivada de aquel añejo programa de la época en que los niños aún creían en los canguros:

–¡Escapa como Skippy!

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