Breve historia personal de la pizza napolitana

Foto tomada de Cubahora.

Foto tomada de Cubahora.

Harina. Queso. Salsa de tomate. O mejor: Un redondel gordo de harina, una capa de queso y una salsa roja algo dulzona desparramada. Combinándose en el paladar. Explotando.

Más o menos por los años 500 (a.C.) los soldados persas antes de llevar a cabo cualquier cosa, tomaban un pan plano con queso fundido y dátiles y lo devoraban con gusto en el descanso. Mientras, en la Grecia Clásica nacía y se agrandaba la disciplina de la Retórica, que no tenía mucha más finalidad que mejorar y embellecer las técnicas de persuasión del discurso. En apariencia, no tiene que ver un hecho con el otro, pero casi nadie negará que una buena pizza es tan persuasiva como una bien lograda concatenación.

Debían cumplirse infinidad de años para que la especie humana se tomara la cocina más en serio. Era el siglo XVIII y después de varias invasiones y confluencias culturales, la ciudad italiana de Nápoles daba finalmente en el blanco.

¡Oh, la pizza! Supongan que Voltaire y Rousseau quedaran un día para cenar y, como buenos pensadores que eran, debatir sus ideas sobre la Revolución en una pizzería cualquiera. Supongan que pidieran una Margarita ya que los franceses, según dicen, son ahorrativos y es Voltaire el que invita por cierto artículo que recién le pagaron. Supongan que le dan tres mordidas a lo sumo y de pronto sienten que se iluminan. Supongan que, después de estos acontecimientos, Voltaire dejara a Cándido por la mitad y Rousseau se percatara de que el hombre no es tan libre como pensaba. Supongan que ambos se volvieran adictos confesos, viciosos redomados, y que mandaran a la mierda a la pléyade de la Ilustración y todo aquello del Siglo de las Luces. Supongan que Diderot, ya preocupado, de buena voluntad va cabizbajo y toca la puerta de Rousseau y desde el interior le contesten “Vete a hacer algo útil con tu vida”, en tanto, el hombre que hizo añicos el manuscrito de El contrato social se ha entregado a la gula, y plácidamente junto a Voltaire se zampa una de pepperoni a domicilio. Quizás el sonrosado Luis XVI hubiera conservado su cabeza sobre los hombros.

¿Cuánto se hubiera transformado la historia, los momentos cruciales? ¿Qué hubiera pasado –ya que estamos– con el archipiélago de Cuba? ¿Qué pasó con el archipiélago de Cuba?

***

Harina. Queso. Salsa de tomate. El primer recuerdo de la colisión es bastante vago, pero la memoria gustativa no me dejará mentir. C’est si bon, o como diría Louis Armstrong, It’s so good.

Era a principios de los 90. En el bloque de edificios multifamiliares de número 300 del reparto Camilo Cienfuegos (en el barrio se les llama simplemente Los 300). El edificio, si mal no recuerdo, era el 306. El Camilo Cienfuegos fue hecho con aquella óptica de pequeña ciudad socialista donde todos los servicios quedaban a distancia peatonal. Barbería, mercado, restaurantes, cremería y, ajá, la pizzería, el establecimiento más lejano y sobrio de todos. Sobre el precio no tengo claridad. Solo puedo asegurar que estaba por debajo de los 5 pesos cubanos que luego se impondrían como norma y con los que solo me volvería a encontrar una noche de 2009 en Santiago de Cuba o en una ventanilla del Cinecittà en el Vedado.

Así que por esta época de televisores Caribe y ventiladores Órbita, yo me encuentro en el 306 probando lo que serían las últimas pizzas de calidad que el Estado vendería por bajos precios. La cuenta y el efecto son ponzoñosos. Si no hubiera ido allí en aquel tiempo no me hubiera forjado el modelo mental y papilar de una pizza, digamos, correcta. Y no me hubiera desagradado tanto lo que comí en años posteriores. El sabor de aquella napolitana, la combinación que no encontraba en ningún sitio me mataba las esperanzas. Creí que nada nunca volvería a ser igual. Y nada lo fue.

De seguro nadie pensó en la segunda mitad de los 80 que la pizza iba a convertirse en una tabla de salvación en medio del período especial. Cuando el Estado miró su economía arrinconada, decidió otorgar licencias de cuentapropistas, una forma de propiedad privada de la cual el socialismo estalinista había renegado con furor. Entonces empezó el boom de la pizza en Cuba. Montones de quioscos colocándola en el menú como un Torá, como si un nuevo Moisés se hubiera encontrado con otra zarza ardiente.

Pizza cuando el niño tenía hambre y clamaba en medio de la calle. Pizza cuando la familia iba a visitar al enfermo al hospital. Pizza cuando querías tener un detalle con alguien. En lugar de flores, pizza. Pizza cuando no tenías nada que almorzar en la casa. Pizza cuando querías ganar dinero y hacerte de una pequeña fortuna. Pizza para las distintas clases sociales. Lánguidas pizzas salvavidas. Paliduchas pizzas flotando entre las manos de la gente. Trasegando de un lado a otro.

Una noche acompañé a un amigo y a sus padres en un viaje a la panadería. Ellos, los mayores, iban inquietos. Giraban las cabezas, se rascaban un poco las manos o se las frotaban en el muslo. Después casi cuchichearían con uno de los panaderos y él los guiaría por algunos pasadizos en penumbras hasta ordenarles que se detuvieran. El panadero vendría dentro de unos minutos a entregarles unos sacos con harina, levadura y otros materiales. Los padres de mi amigo iban a montar, en efecto, un quiosco de pizzas.

¿De dónde nos vendría el antepasado italiano? se preguntó una señora, al parecer, saturada de tanta pizza ahora anunciada hasta con luces de neón, en lo que esperaba la llegada del transporte. Otro, un hombretón risueño, le respondió: Del hambre.

En Estados Unidos, punta del consumo global, la población ingiere en 24 horas más de 40 millones de pizzas. Pero en Cuba hemos establecido la cultura de la pizza, el fenómeno sociológico, antropológico de la pizza. En mi caso, pasé el Técnico Medio de la Manzana de Gómez amortiguando el ruido de las tripas al mediodía con napolitanas, siempre más demandada por razones económicas. Siempre más salvadora que sus parientes. Era en el bulevar de San Rafael, a un lado del Cinecito. Empezaron con el ya conocido precio de 5 pesos hasta subir y estancarse en los 10. No eran unas malas pizzas, no tenían el toque necesario, pero no eran malas, a veces uno las agarraba con la mano por el papel amarillento que las envolvía y se doblaban lento como en una hipoglucemia, derramando el queso y la grasa en los zapatos o el uniforme, y parecía un gesto enternecedor, semejante a un bebé que se nos orina encima.

Pero cuando uno de los nuestros, algún estudiante presuntuoso se paraba como en un Gainsborough y ordenaba una con jamón, no podíamos menos que mirarlo con más desprecio que envidia.

***

Todavía La Habana se acordará de la fiebre del Barrio Chino por la noche. De la noche del restaurante de Los Tres Chinitos. Se acordará de que en las ocasiones especiales –cumpleaños, aniversario, visas, celebraciones cualesquiera– las familias se acicalaban y salían a comer pizzas que rondaban el valor de los 3 CUC. Mucha napolitana. Unas pizzas que un gran número de comensales engullía a medias y se llevaba el resto a la casa para recalentarla, porque sus proporciones eran tales que la mayoría de los estómagos no las soportaban. La epidemia siguió y siguió, al punto de que hoy es muy difícil pensar en un restaurante que no contenga la opción de la napolitana y las demás en su carta. Algunos, incluso, se han atrevido a profanarlas. En la misma pequeña ciudad del Camilo Cienfuegos, entre los edificios de su entrada, una cafetería pone en su tablilla una pizza de queso por 25 pesos y, a la derecha, anuncia otra con queso, pero del tipo gouda, que duplica el precio. Yo he comido de las dos. He comido de mil sitios más, pero no he reencontrado la combinación tan singular de la primera. Cuando pruebo por azar una del establecimiento que sea y el sabor se acerca a las del 306, hago lo siguiente: mastico despacio, la zarandeo un poco, la retengo entre los molares y finalmente trago con decepción. Así sé que no he perdido el juicio.

 

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