El filósofo

Foto: Dazra Novak.

Foto: Dazra Novak.

Muchos critican al filósofo por su añeja y mala costumbre de apoyar los pies a la pared, a eso de las 3 de la tarde, cuando se guarece del sol bajo el portal de la bodega y lo vemos siempre tan pensativo exhalando el humo denso de su criollo. A esa hora le marca a las señoras en la cola para cuando empiecen a despachar de nuevo los mandados, a las cuatro (aunque jamás en punto abra la bodega). Y cambia billetes por monedas, para el ómnibus. Y vende cigarros sueltos, a deshora. Y sabe si entró el saco de cemento subrepticiamente en la casa de al lado, pero no dice nada. No echa a nadie pa’lante… o tal vez sí.

Al filósofo no se le conoce mujer alguna. Por eso bromeamos con él a cada rato, entre golpe y golpe de ficha de dominó, sobre su supuesta virilidad latina. “Es que la mujer cubana, con tanto malabar como hace para sacar un plato de comida de la cocina tres veces al día, merece una alfombra roja, un buen ramo de flores importadas de vez en cuando o unas buenas vacaciones lejos de la ciudad. Y yo, estimados, no tengo casa, no tengo carro, ya no tengo la esperanza de tenerlos a mi edad, entonces prefiero entregarme a esta silenciosa contemplación de mis semejantes, como un yogui tropical”.

Ahí nos reímos todos, incluso los que no saben el significado de sus palabras, en democrática complicidad. Brindamos de nuevo y escuchamos por enésima vez que su verdadera pasión era la antropología, que concienzudamente estudió por sus medios para luego darse cuenta (como se dieron cuenta nuestros colonizadores) de que bajo este suelo no encontraría ni pepitas de oro-ni dinosaurios-ni catacumbas, y se conformó vendiéndonos el alcohol que aprendió a destilar también por sus medios o guiando turistas por la ciudad, que es otra manera de desenterrar los tiempos viejos.

“Al César lo que es del César” masculla entre dientes, en leve protesta contra el policía que se luce al pedirle al viejito la licencia para vender las jabas que con tanto esfuerzo ha tejido su mujer. El filósofo va colocando sus preciados libros sobre el muro, esperando como cosa buena a que el policía venga a pedirle también a él su licencia para entonces decirle que no, no los vende, compañero, solo los ha sacado a tomar el sol con la vaga esperanza de que le roben alguno, a ver si la gente deja por un segundo la caja boba (que llaman televisor) y se dignan a viajar como el gran Lezama. ¿Usted sabe quién es Lezama?

El policía, claro está, no sabe, mejor no responde. Le nace, como a todos nosotros, una suerte de respeto hacia este hombre tan sabio que nunca emigró, aunque oportunidades no le faltaron, porque eso sería “como vivir agregado”. Él prefiere seguir calculando la próxima jugada de la partida de ajedrez que quedó a medias cuando murió el viejo Antonio, una que jugaron juntos muchos años mientras saboreaban vetustos danzones. Él prefiere imaginar, en lo que degusta su vino amargo (al fin y al cabo, su vino), los probables ataques del último contrincante que consideraba a su altura, o más bien, a la altura de aquellos mejores tiempos.

Recostado a la pared o sentado en el muro de algún vecino, algunos piensan que fisgonea, pero en realidad va desmontando este mundo nuestro. Repara en la tranquilizadora presencia de Rubiera en el parte meteorológico del noticiero, en el irrisorio valor de nuestros salarios, en el impacto que tiene el mundo flotante que se va alzando como clase social emergente bajo nuestras narices. No se cansa de repetir que el tiempo de la Isla es un rara avis que un buen día saltará ante nosotros con la verdad: nos vamos poniendo viejos en este tira y afloja con el vecino del norte.

Por eso me incomoda cuando la gente del barrio se pone de acuerdo, cosa que a veces sucede, para decir que le echaron mal de ojos desde que estaba en el vientre de la madre. Y por eso hoy, después de tantos años de salud y educación gratuitas, el filósofo es alguien que pudo ser muchas cosas, pero no fue ninguna. O quizás sí, quizá su destino era convertirse en un símbolo tan extrañamente nuestro como el árbol de la esquina. Ese que nos avisa que ya estamos de regreso al barrio. Ese que la tormenta más feroz desentierra y él como si nada vuelve a retoñar, aunque lleve las raíces por fuera.

Esta mañana volví a verlo, recostado a la pared desconchada, disertando sobre los sempiternos escollos de esta economía planificada para 2018, bromeando al decir que los pollos cubanos, al igual que nosotros, se han hecho tanto a la idea que ya huelen a pescado. Me recosté en la misma columna junto a él intentando verlo todo con sus ojos, y hasta le acepté un criollo. Lo fumé despacio y, testigo de su romanticismo, comprendí por qué en las madrugadas su voz ebria tira con dolor de las cuerdas de su vieja guitarra, tan empeñada en decir: “Yo me muero como viví”.

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