La conveniente medio locura

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Con el mismo respeto que merecen todas las enfermedades, sea cual sea su naturaleza, y la consideración que debe acompañar el sufrimiento, me referiré a la conveniencia de algunas personas al aparentar patologías que no padecen. Como no existe el dolorímetro, cualquier dolor puede fingirse –eso es sabido–, y el seudodolor (lumbalgia, migraña, otalgia) es utilizado como excusa para ausentarse a reuniones y compromisos.

Además existe una dolencia fingida (y muy bien actuada) tras la cual se escudan montones de pícaros, y que resulta apoyada por una corte peculiar: la medio locura. Estar medio loco implica justificaciones de todo tipo. Puede ocurrir que un miembro de dicha cofradía insulte a alguien, y cuando el agredido vaya a ripostar, surja la clásica respuesta: “Disculpa, chico, es que estoy medio loco, no me hagas caso”.

Escuchamos disparates de gran calibre, la mayoría de los cuales enfurecen, y justo antes de elaborar una respuesta, se aparece un miembro de la corte de la medio enferma, para atajar posibles consecuencias, y suelta la parrafada correspondiente, que suele concluir con “…está medio loca, la pobre”. A los medio locos se les permite, se les perdona, se les deja pasar cualquier cosa. Nunca superan el acomodaticio límite del “medio” (saben que existe el estigma de la locura en sí), ni echan mano a su fingida enfermedad si de actividades festivas se trata.

Se les ve en ferias, en la playa, en cumpleaños colectivos, en clubes, en bailoteos y en las llamadas “descargas”, tan sanos como el resto de la concurrencia. La razón es simple: la medio locura no es útil para  tomar cerveza. No sirve para bailar, ni conviene ventilarla en espacios abiertos. No, la medio locura se oculta en la cartera, como el abanico en verano. Es un por si acaso, un apero. Los medio locos no se atreven a manifestarse frente a la Policía. Son mansos ante la autoridad, inofensivos si temen ser descubiertos, y, sobre todo, inspiradores de lástima cuando quieren lograr algún objetivo, casi siempre de orden material. “Estoy medio loco, tú sabes, así que te lo digo sin rodeos: ¿Me regalas ese jarrón de porcelana?”.

Conozco una peluquera a quien le han “cogido la baja” dos medio locas. Se aparecen sin previo aviso, se arreglan el pelo, las uñas de las manos, las cejas y las pestañas, y luego se retiran tan campantes. No pagan porque están medio locas, y todo el personal del salón de belleza teme sufrir los escándalos típicos que genera esta seudoenfermedad.

Los ejemplos antes expuestos palidecen ante la más deleznable expresión de la medio locura: el abandono a enfermos de verdad, o a gente en desgracia, a quienes antes, en tiempos de bonanza y de salud, los medio locos hicieron creer que eran sus amigos incondicionales. Basta que termine el estado que solía convenir al medio loco, para que éste desaparezca del mapa. Cuando son conminados a visitar a quien por una u otra razón se encuentra débil, sacan el as que hasta entonces guardaban, y con total tranquilidad aducen: “Es que la quiero tanto que no soporto verla sufrir. Soy así, medio loca”.

Otra situación similar ocurre cuando se tienen problemas serios, ya sean económicos, de duelo, laborales, etc. El medio loco no asiste ni acompaña al doliente por la misma razón que explica su abandono al enfermo: “Lo amo tanto, tan intensamente, que no me es posible verlo en desgracia”.

Cabe preguntarse el atractivo que poseen los medio locos. Ah, (sería la respuesta) la corte que los rodea considera muy graciosas las actitudes, los comportamientos, el desenfado de este tipo social. Y sí, no hay que negar el asombro que producen las irreverencias de los locos a medias, que no tiene nada que ver con la real conmiseración que despiertan los débiles, los sufrientes.

Hasta el momento en que son descubiertos, van por la vida acumulando simpatías y consentimientos. Pero el deslumbre llega: nadie puede fingir todo el tiempo. Y cuando uno de nosotros un día cae en desdicha, o se enferma, o pierde algo importante, ha llegado el instante del desenmascaramiento. Aquellos que nos acompañan, que nos tienden su mano, que están ahí, justo donde los necesitamos, son verdaderos amigos. Los orates partidos por la mitad se esfuman, para concentrarse en la búsqueda de nuevas víctimas que les prodiguen aplausos. Merecen soledad los fingidores. Indiferencia rotunda, y que la vida les muestre su cara fea, esa que asoma cuando menos se le espera.

La característica fundamental de este tipo de persona es el egoísmo. O sea, el individualismo crudo, que ni es demencia ni es a medias, sino íntegramente una lamentable carencia de empatía hacia el prójimo, lo opuesto al altruismo. Pobres seres, que estarán solos cuando necesiten lo que no fueron capaces de ofrecer. La frase: “Una cosa que no puedes ocultar es estar lisiado por dentro”, atribuida a John Lennon, resume el verdadero mal que padecen estos fingidores de pacotilla.

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