La sal del azúcar o Repostería aberrante

Ilustración: Marla XL.

Ilustración: Marla XL.

A aquellos trotamundos que quieren entender la cubanidad o interpretar la alegría desbocada de un pueblo, con aires antropológicos, les decimos: Ante todo, devuelvan a la alacena sus hojuelas de maíz bañadas en chocolate, denle una larga tregua a Kellogg’s, a los Snickers y la Pepsi, a la lujuriosa Nutella, a los cremosos helados y derivados lácteos. Olvídense de lo que la maquinaria del consumo les ha estado embutiendo desde la primera infancia, es posible que hallen una respuesta ontológica y una teoría en lo que ingieren.
¿Leche con Frosted Flakes por la mañana? Pues no. Mucha complejidad molecular. Pruebe con una bebida de simplísima estructura que es, como se traduciría de Coldplay, “un torrente de sangre a la cabeza”. Tome, en ayunas, Agua con Azúcar (igualmente conocida por la denominación vulgar de Milordo o Miloldo, o Sopa de Gallo… sí). Modo de elaboración: Tan fácil que un invertebrado lo haría. Se trata de echar unas cucharadas de sacarosa a un vaso con agua y revolver. Si desea una textura distinta, más densa, prepárela con azúcar moreno, cuyos cristales son menos solubles y logran un parecido ya a lo que es el refresco instantáneo de cola. Garantizada su efectividad de acuerdo con los tiempos más difíciles de los cubanos, este brebaje puede llegar a emular con la poción del druida Panoramix.
Por los albores de lo que sería el reguetón nativo, creo que hubo un grupo llamado SBS. Coreaba un estribillo que decía “Chupa, chupa, chupa pirulí”. Remite al falo, no tan crudamente como se hace hoy, pero bien mirado era un poco pederasta. El Pirulí era en los recesos escolares un botín seguro, porque siempre se ha dicho que “A río revuelto, ganancia de pescadores” pero bien que se podría decir que “A receso escolar, lucro de vendedores ambulantes”. En fin, el Pirulí era un palito cubierto por un cono de pura azúcar caramelizada, al que, en efecto, había que gastar chupando, chupando y chupando.
Como un Pokémon, el pirulí evolucionó al Caramelo Rompemuelas. Apoyados en la estética de los bastoncitos navideños, dicha creación no se entendía con los empastes dentales, a estos últimos los abducía. Todavía continúan a la venta en las manos afables de alguna viejita pizpireta pregonando por las paradas de los ómnibus, pero es razonable acordar que son pertinentes igual que un cucurucho de maní garapiñado, y que, si perdieran la dureza chiclosa, dejarían de ser, y a veces se ha comentado que el ser es y no puede no ser.
Ensaye con el Durofrío, y ahora sí que un forastero puede devanar cuanto quiera. ¡Por el amor de la episteme! ¿Qué diantres es un Durofrío? Un comisionado de la RAE le contestaría con dramática parsimonia: “Ejem, du-ro-frí-o (del latín durus y del latín frigidus), dícese de una golosina insular, específicamente del Mar Caribe –más específicamente de Cuba– elaborada a partir del congelamiento de refresco instantáneo de disímiles esencias o extractos”.
Sería un escrupuloso concepto, pero ya aporto una ampliación: Helado de los humildes, envuelto en la mitad sudorosa de una lata de Tropicola, el durus frigidus acostumbra perdurar en las evocaciones de todo mataperro que pasara los días en las calles, clavándole los dientes, enviando una rauda y ufana información neuronal que se convertía en una sacudida repentina: la llamada “punzada del guajiro”, que revela la mordida inexperta a los cuerpos de temperaturas muy bajas y sus consecuencias cerebroespinales.
Paladín de la sacarosa es, después, el Coquito. Merienda, postre y etcétera. Hecho de masa de coco rallada, cascajos aupados sobre un pegote de azúcar cocido, por momentos empalagoso. Amado por los escolares y odiado por los páncreas menos permisivos, el Coquito tuvo pocos beligerantes. Entre ellos, la Raspadura, de una constitución que, confieso, no puedo explicar, pero de la cual sí consigo acaso ofrecer un símil: un jabón dulce que no sabe a jabón dulce.
Los Churros contemporáneos presentan un centro perforado, relleno con crema o chocolate, pero los primigenios eran los cilindros de harina frita rociados meramente con azúcar. Se les pudiera emparentar con las Rosquitas, que no se deben confundir con las donas, ese fetiche del policía estadounidense, aun con las analogías de elaboración. La Rosquita es el aro dispuesto, conseguido de sus reacciones al aceite hirviendo, y con solo un baño conciso y posterior de sacarosa.
Fue la harina dulce, de facto, la responsable del Masa Real (el más a-real vástago de la panetela). Ninguna relación, dícese, con la confitura filipina. Entre una mitad de masa y otra, se interpone una crema o mermelada que es un secreto reservado a los maestros panaderos de las dulcerías estatales, tal vez más siniestro que el proceder del villano de Strawberry Shortcake (Rosita Fresita). Nunca el paladar va a identificar el contenido, si es frutal o de otro tipo. Es más sano que permanezca en el desconocimiento. Ahora bien, si quiere prescindir del enigma coma un sofisticado Eclair cubano, donde al menos se puede distinguir la cubierta de chocolate endurecido y las vísceras de natilla o, más recientemente, de merengue.
Pero así será difícil que el explorador juicioso ahonde. No será mejor que el turista que pasa unas vacaciones en la playa, se aleja nadando, otea a cincuenta metros de la orilla, sostiene a la vuelta una charla con el botones o con tres lugareños. Luego, de regreso en su país, dice que conoció Cuba sin haber visto un Durofrío, lo que es, ciertamente, inaceptable: amargas lagunas del saber.

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