Las fotos

Foto: Jessica Domínguez / Posdata.

Foto: Jessica Domínguez / Posdata.

Mucha tela hay donde cortar en materia de imagen. La mayoría de nosotros cuida de ella, sobre todo cuando se trata de mostrar fotografías. Hay quienes son más exigentes que otros, y llegan a la majadería, y hay quienes restan importancia al tema de la foto, simplemente permitiendo que se enseñe la misma, una y otra vez. Que es una forma de preservarse, aunque sea en papel cromo. Unos pocos adoptan lo que Mañach denominaba “postura estatuaria”, que consiste en posar mirando al infinito, en una consagración tan absoluta que no se la cree ni el que posa, ni el que capta la instantánea.

Resulta graciosa la perpetuación de una misma foto luego de treinta años. Esas que aparecen en solapas de libros, en perfiles biográficos, en grandes carteles promocionales. Como si el tiempo no pasara, e hiciera los estragos que todos conocemos (y padecemos). Se comprende cuando se trata de alguien fallecido, pero los vivos debieran actualizar la imagen pública que ofrece su foto. Eso evitaría grandes desilusiones. Por ejemplo, leemos un buen libro, y en la medida de lo posible, queremos conocer al autor o la autora. Vamos entonces a la solapa, leemos la nota biográfica, y claro está, nos fijamos en los detalles que permite la fotografía. Fulano tiene cara de buena gente, y nos gustaría ser su amiga(o). Mengana parece media hippie, y eso anima también. Esperancejo, aunque algo ajado, conserva cierto atractivo, y quién sabe qué más, y Ciclana tiene ojos de mucha inteligencia: dan ganas de estrecharle la mano y decirle “enséñame”.

Con mucha suerte, y solo en contadas ocasiones, se logra el milagro de conocer la persona que escribió el libro que tanto nos gustó. Y resulta que Fulano ya ha perdido no solo el cabello, sino aquella bondad que su foto insinuaba; la ex hippie ya es una abuelita conservadora; Esperancejo parece una pasa seca, y Ciclana tiene una artritis de tal envergadura, que sí, le damos la mano, pero para ayudarla. La compasión nos embarga, pero también la sensación de haber sido estafados, por una foto de cuando el malecón era de palo. Es sabido que la belleza física ha sido sobreestimada, y no hago el elogio banal a dicha cualidad: me limito a contar desilusiones.

Las que se colocan en las redes sociales, casi nunca resultan verosímiles: O muestran una felicidad exagerada, o la proximidad de la muerte. Da lo mismo sin salen de cabeza o medio borrosas, el asunto es demostrar que las amistades siguen ahí: Da gusto mirar esas fotos, aun cuando se trate de extremos. Las comunicaciones podrán seguir siendo pésimas y carísimas, siempre el consuelo de ver a alguien querido, nos mantiene con cierta alegría.

El documento de identidad de cada adulto, nómbrese como se quiera (DNI, Carnet de Identidad, etcétera) merece comentario aparte. En teoría, debe actualizarse cada cierto tiempo, en aras de que nos vayamos pareciendo a la foto que encabeza nuestra firma. En la práctica, no sabemos ni cuándo hay que hacer lo que de todas formas no haremos. En Cuba, el modelo de dicho documento es cambiante. Como si se tratara de una moda, cada cierto tiempo (X años; imposible de predecir) nos instan a adoptar la nueva modalidad que acaba de surgir. Y allá vamos, a las oficinas de los cambios, a cumplir una ordenanza que poco nos atañe, con el mismo entusiasmo con el cual acudimos al registro civil. O sea, con ninguno. Inteligentemente, siempre que nos sugieren el nuevo modelo, los trámites se agilizan de forma sorprendente, la verdad sea dicha. Vamos ya por la tercera forma: Primero, en 1975, era un librito de 12 páginas, luego un carné plastificado de forma rudimentaria (recuerdo que antes de recibirlo, contemplábamos atónitos la maniobra artesanal de apisonarlo entre dos planchas de hierro que despedían el mismo humo de cuando se alisaba la ropa con carbón), y ahora tenemos lo último en tecnología: una cosita pequeña durísima (al menos el anterior servía de mondadientes), donde es casi imposible entender dónde queda nuestra casa. Al respecto, he escuchado quejas de funcionarios a quienes mostramos nuestra identidad envuelta en plástico: “Oiga, pero en este carné no se puede leer bien la dirección”, como si fuéramos culpables de la diminuta letra. O como si esa misma persona no portara en su cartera un documento idéntico al nuestro.

Ante tal confusión, se admiten las tres modalidades de carné de identidad en Cuba, lo cual beneficia a los ancianos(as), muy mayores ya para tanto ajetreo. Volviendo al tema de la foto: hace un par de días, presencié un hecho insólito, que no resisto la tentación de contarlo. Un viejito esperaba delante de mí por la muchacha de la agencia bancaria de nuestro barrio. Él necesitaba cobrar su pensión de jubilado, y yo, la de mis padres. Llegado el turno, el señor mostró su documento de identidad, casi una reliquia. Es de la época de los libritos, y acto seguido, ante la mirada atónita de la funcionaria, sacó de un bolsillo un recorte de periódico, que adjuntó al carné. “¿Y esto qué es?” preguntó ella, al tiempo que desplegaba la hoja amarillenta del periódico. “Es una nota que dice que el librito sirve para identificar a las personas. La traigo siempre encima, por el aquello de que no me reconozcan en la foto.” “Bueno, realmente, usted no se parece en nada a este que estoy mirando” dijo ella. “¿Y qué usted quiere, señorita, si han pasado más de cuarenta años?” “Ah…” dijo ella, “Fácil. Usted va a las oficinas donde hacen este tipo de documentación, y dice así: ‘Yo quiero renovar mi carné’”. “Pero toca la casualidad de que yo no quiero, ¿qué le parece?”, se defendió el viejito. “Me parece mal, compañero, porque usted ya no es esta persona que dice aquí”. “Por eso mismo ando con el recorte del Granma de hace doce años, señorita”.

Yo no daba crédito a la escena. Cansada del vaivén de razonamientos, me atreví a intervenir: “Hagamos lo siguiente, si se me permite: Esta vez, señorita, usted le paga al señor. Ya la próxima chequera él la cobrará con un nuevo carné”. (Y le guiñé un ojo al viejito, quien, con mucha galantería, me sonrió). Cuando hice mi gestión y salí del Banco, me esperaba el señor. “Gracias”, me dijo. “Pero tenga por seguro que no voy a cambiar nada de nada”. “Eso lo sabe hasta el gato, señor. Buenos días”. Y me fui. Total, si escritores, cineastas y pintores mantienen la misma fotografía de cuando no existían móviles, y nos comunicábamos con cartas de papel, ¿quién dice que los ancianos no son quienes dicen ser? Hacia ellos: ¡Un poquito de Por Favor!

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