Machenka

Foto: Dazra Novak.

Foto: Dazra Novak.

En la geografía de mi barrio todo se mueve sospechosamente de lugar. Basta media vez que alguien pronuncie la zeta, para que sea gallego, del mismo modo en que todos los rasgos asiáticos provienen de la cuna de San Fan Kong. Nadie conoce el verdadero nombre del pregonero, ni el apellido de Mercedita picadillo, aunque todos sepan a qué se dedican. Del pasado de Machenka solo se sabe que vino detrás de un cubano, estudiante de intercambio de los que viajaron todo un mes en buque hasta la antigua URSS, cuya hermosa piel de ébano y entrepierna colosal la dejaron trastornada.
Veinte años después, Machenka se pasea por mi barrio con sus pisadas firmes dando qué decir todavía a sus cincuenta. A su paso María Elena se tapa la nariz con aparatoso, ridículo gesto a estas alturas; Pepe casi le limpia el camino con la jabita de los mandados y Aurora le vaticina un muerto oscuro por andar alebrestando maridos ajenos; Dagoberto se persigna chillando “¡Alabado seas, Dostoyevski!”, en lo que el hijo, que además de tocar la guitarra se hace llamar el filósofo, se cuestiona el hecho de que unos nazcan tan apaleados bajo este sol mientras otros andan tan rozagantes solo por haber llegado desde aquella nieve.
Cuentan los más viejos que Machenka no encontró al susodicho a su llegada a La Habana, pero sí a otros príncipes emergentes, ávidos de desposarla. Felices de pernoctar por turnos bajo su techo y de poner colorados sus cachetes como si fueran el mismísimo sol, pasando olímpicamente por alto sus sobacos y muslos peludos –tan criticados por las mujeres en las guardias nocturnas y reuniones del CDR–, divertidos con esa erre brutal que, pronunciada a viva voz en mitad de un apagón, hacía sonar los prrroductos de la librrreta de rrracionamento doblemente restringidos.
Machenka se ha adaptado tanto a nuestro estilo de vida que, como suele decir mi madre, lo saca a uno de abajo de una piedra para saludarlo. Hace guardias, va a reuniones y trabajos voluntarios. Adora la caldosa y aprendió a bailar salsa. Uno de sus amantes la enseñó a tocar las claves y la puedes matar, pero prefiere el aguardiente antes que el ron Havana Club. De más está decir que le encanta el toca toca cubano y dice “qué volá” con soltura y cuando la cosa se pone mala-malísima, no duda en soltar con su vozarrón acostumbrado al alfabeto cirílico “camarrradas, esto está de pinga”.
“Son claras muestras de lo que puede lograr la colaboración desinteresada entre los pueblos hermanos”, se llena la boca Dagoberto mientras tuerce el pescuezo al verla pasar. María Elena, en cambio, argumenta que “mira que venirse a vivir a este país teniendo pasaporte, con lo grande que es el mundo”. A lo que Machenka responde, con los brazos en jarra como dispuesta a bailar una polka, que lo más grande de este mundo lo encontró aquí, en este suburbio pequeño donde todo el mundo se conoce y se señala con el dedo, para bien o para mal. Donde la gente se emborracha y no llora, como sus coterráneos, sino que ríe hasta soltar la gandinga, hasta olvidar sus desgracias.
Antes de venirse a nuestro barrio, Machenka vivió en Alamar. Dicen las malas lenguas que se levantaba a las cuatro de la madrugada para poder disfrutar sin apuros, vieja costumbre de su tierra, de un suculento desayuno y así poder llegar temprano al trabajo con lo difícil que se ponía (se pone) el transporte en esta ciudad. Nadie supo jamás en qué trabajaba, dónde radicaba su “oficina”, mucho menos cómo llegaban a sus manos aquellas latas de carne, entre otros productos, que vendían sus príncipes por todo el barrio sin atreverse a ponerles ni un centavo por encima.
Su piel de un blanco puro nunca se adaptó al clima, cuyos sudores le valieron, en acuerdo tácito con el escrupuloso olfato cubano, el primer puesto en todas las colas. Sus portentosos senos probaron que Spencer Tunick, al menos en mi barrio, nunca podrá hacer sus fotos de desnudos masivos, pues ella solita provocaba, tras el chiflido que detonaba todos los domingos, que saliéramos corriendo abandonando la pelota o la chivichana y nos encaramáramos en la azotea contigua a la suya, con el pretexto de las palomas, para verla tomarse extensísimos baños de sol como Dios la trajo a este mundo.
Muchos dicen que se mudó para borrar sus huellas en el mercado negro. Otros, que es informante. Pero lo cierto es que de Machenka se sabe tan poco y en mi barrio se inventa tanto que uno no sabe si creerse este cuento. A fin de cuentas, si alguien tiene la culpa de que ella cocine en cueros es el calor. Si los demás ponen música alta, ¿por qué ella no? La verdad, uno hasta agradece sus viajes relámpago a Moscú para traer esas ropas de brillo con que se adornan las mujeres del barrio, los sazones y colonias que perfuman nuestras casas, y hasta los hilos con que las viejas tejen estas bufandas para un frío que no existe.

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