Menos mal

Picadillo de soya.

Picadillo de soya.

Los cubanos somos personas conformes, pacientes, capaces de asumir soluciones parciales como si fueran rotundas. No por gusto algunas de las frases más socorridas y concluyentes en nuestro argot son: menos mal; más o menos; ahí-ahí; machacando en baja; mirando y dejando; en el quieto; ñato, pero que respire…

Desde mi niñez, en los años 50, degusto esas joyas dialectales, unas veces como testimonio de que no sucedió lo peor, otras como llamado a conformarnos con un pelo de la tronante melena del león. Somos los reyes de la media contentura y del dolor completo, porque también nos pertenecen las siguientes joyas expresivas: cuando se jodió, se jodió; ñámpiti gorrión; recoge que nos mudamos; apaga y vamos. Los 50 por cientos que nos tocan se concretan en lo que fue posible echar en el jolongo, nunca en el tropezón que saca el boniato entero, nos parte la uña y, mientras brincamos de dolor, el boniato queda, sonriente, sobre la acera. Nuestro vaso, cuando tiene algo, siempre nos parece medio lleno, pues los vacíos los asume sin medias tintas.

Vivía yo mi colorida adolescencia en el batey del Central Carmita cuando Casildo García, un guajiro sabichoso, me contó la siguiente anécdota: “A Tino el sordo un potrico le dio una patada y le partió dos costillas; no había carro para llevarlo al pueblo (¡qué va a haber ambulancia!), pero menos mal que el viejo Tano Mederos, componedor de huesos, le entizó la caja del cuerpo con una venda elástica y más o menos resolvió; anda medio descachimbado, pero no se escoró completo”.

Cuando la Revolución triunfó y un tiempo después empezaron a escasear las medicinas, usted llegaba a una farmacia, pedía un Alka-Seltzer y el empleado (o la muchacha con el moño a lo Gina León) tenía la gentileza de ofrecerle “un similar” (más o menos la mitad de lo que usted necesitaba). Lo mismo le proponía un pomo de Citrogal que unas pastillas de Intestinol  o jarabe Pepsinerín. Aquello dio origen a un chiste que vaya usted a saber por qué razón nunca olvidé: se refiere a un chino vendutero a quien le preguntaron si tenía malanga y respondió: “tiene una similá: molonga”.

De aquella misma etapa, cuando el arroz y la manteca ingresaron a la lista de productos prófugos (todavía no existía la libreta de racionamiento), una cuarteta anónima circuló, proponiendo la media solución, esta vez cubano-soviética:

Dice Nikita Kruschov

que se dejen de fandango

y que le metan al mango

hasta que llegue el arroz.

– Liliana, ¿vino el pollo a la carnicería? –escucho a través de mi ventana en un amanecer esplendente de 1994. Es Albertina, la del tercer piso, ingenuamente ilusionada.

– No, hija, pero menos mal que por lo menos mandaron la mortadella líquida.

Una imposible combinación del pintoresco diálogo –mortadella líquida seguramente le resultará intraducible a jóvenes, extranjeros, o no villaclareños. Claro, si preciso que se trata de lo que también se conoció por masa cárnica (nombre más eufemístico) algo habremos adelantado. No obstante, defino: no era mortadella, ni jamonada, ni pasta de bocaditos, y sí un simulacro de hez donde el elemento masa contenía abundante harina de trigo –y pimentón– mientras el componente cárnico tendía a cero. Todos los habaneros de más de 25 años seguramente archivan vivencias de aquello que nuestra gozosa prensa saludó como “nueva opción alimentaria”.

Aquella media mortadella, junto al picadillo de soya (le decían extendido cuando debió ser constreñido) constituyeron la tabla salvadora, el mal menor que, acompañado por la pastillita de vitaminas aportada por el CDR, libró a muchos de contraer polineuropatía o neuritis óptica.

Una de las recetas culinarias más impresionantes que he podido presenciar se la agradezco a Vidilia Casañas, cocinera de un comedor cañero. Con metro y medio de paño la augusta mujer cosió una especie de condón gigante, lo rellenó con la bazofia aquella, le remató la punta, puso el desmollejado torpedo en baño de María (si quiere, créalo) y logró que se compactara para luego rebanarlo y mitigar el hambre de los más de sesenta macheteros voluntarios que esperábamos por la oferta gourmet.

A nivel de los hogares, es decir, a escala menor, el envoltorio se confeccionaba con un calcetín. Un día en casa de un amigo, pese a mi resistencia, prácticamente me obligaron a almorzar. Sacaron del caldero la escabrosa salchicha y la señora de la casa comentó: “Mortadella no será, pero tiene la pinta, menos mal que se cuaja”.

Otro de los puntos en que nos conformamos con “innovaciones” de bajo perfil es el transporte. En los años que tengo y en el entorno provincial donde me muevo, no es muy frecuente escuchar la gozosa exclamación: “¡Qué bueno, viene la guagua!”. Lo que más registran nuestros oídos es: “¡Menos mal, pusieron una guarandinga!”. O: “¡Nos salvamos, el superbús!”. Aunque peque de obvio y prolijo, aclaro: guarandinga no es más que un adefesio de estética tortuosa, mitad guagua, mitad camión, mientras el superbús se conforma con una rastra que carga en una cabina el triple de cabezas de personas que caben en una guagua. El superbús de la Cuba profunda y el capitalino camello son gemelos bicigóticos. Menos mal que nos han salvado de estar en el quieto más allá de las dos horas promedio que exigen nuestras terminales.

De los almendrones solo diré que más o menos (más más que menos) resuelven.

– ¿Renovaste por fin el carné de identidad? –oí que le preguntaba mi amigo Banguela a su primo Ramón, ayer mismo por la tarde.

– Más o menos –respondió el aludido–, ya estaba en punta para que me atendiera la registradora, pero se cayó el sistema (incredulidad en el rostro de Banguela), menos mal que mañana no tengo que hacer la cola otra vez. Estuve ahí-ahí de resolver, pero qué remedio, mañana, cuando restauren el sistema, me dan prioridad (recupera el interlocutor la compostura).

Tengo un amigo especialista en la mitad de todo. Escribió un libro mitad suyo y mitad de otros. Y menos mal que pudo publicarlo en una duplicadora Risograph (algo así como media imprenta), tras quince años de espera. También se relacionó con una de las muchachas más lindas del gremio, y medio que fue su mujer –así nos dijo. Aunque no sabemos cuánto echaron para adelante y cuánto para atrás, ni en qué sentido se desplazó cada uno, más o menos comprendimos que se gustaron mucho y se lo confesaron, pero la sangre no llegó al río.

Mi amigo tiene un televisor que cuando se ve no se oye (y también viceversa); un molino de café que hace rollón con los granos; un ventilador que gira al revés y él usa en invierno porque dice que le saca el frío. Cada vez que lo visito le preguntó cuándo coño va a enderezar su ruta, y ¿saben qué me responde?:

– Yo sigo en el quieto, mirando y dejando, machacando en baja, lo mío es que respire aunque sea ñato. Peor están esos que aquí mismo, en la capital de la provincia, a la salida del trabajo que hacen por 250 pesos tienen que montarse en un carretón de caballos, y además soltar 5 baros. Y hasta dicen, cuando el animal que cobra el pasaje le pega el chuchazo a la otra bestia: “Menos mal que no tengo que irme a pie bajo este solazo”.

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