Metamorfosis de una bodega

Foto: Archivo.

Foto: Archivo.

Era como un museo. El mostrador de formica. En los estantes, como en un carnaval, los productos que simbolizan la vida, alegremente disfrazados con etiquetas, impactaban el aire. Una fiesta del diseño y un orden pragmático donde todo estaba dispuesto para que, con solo tender la mano, tío despachara cualquier cosa.

El puré de tomate Libbys; el bonito Comodoro; las sardinas Bay; las sopas y frijoles Campbell, unidos al arroz Hon Chi, Tío Ben o Bola Roja; los cafés Regil o Pilón; las cajas de bacalao de Noruega y las pencas de tasajo de Montevideo; las angarillas de leche La Purísima; las Coca y Pepsi colas; los Ironbeer, Jupiña, Limón Tarajano; las cervezas Polar, Hatuey, Cristal y Tropical; el Bacardí y el aguardiente Peralta; el pan de leche de Los Pinos Nuevos; las golosinas de todo tipo y los caramelos para dar la contra conformaban una escenografía gracias a la cual mi hermana y yo disfrutamos sin apremios la tragicomedia de nuestra niñez con padres separados, pero con merienda de lujo.

Tío Armando nos acogió después del divorcio. Era 1955.

Armando, a la derecha, junto a su hermano Abelardo en al bodeguita. Foto: Cortesía del autor.
Armando, a la derecha, junto a su hermano Abelardo en la bodeguita. Foto: Cortesía del autor.

En la bodeguita, tío fiaba. Las familias más pobres venían con su libretica, donde él anotaba el costo de la factura hasta fin de mes. Alguna que otra cuenta perdió por evaporación del cliente, pero nunca lo vi muy angustiado por el impago. Hacia el fin de su vida, en 2008, ya sin bodega, me confesó que ese costo estaba calculado y que la ganancia se la llevaba adentro. Se golpeaba con las puntas de los dedos el lado izquierdo del tórax.

Temprano en las mañanas llegaba a la bodega Findingo. Con una guayabera blanco-terrosa, medallas artesanales prendidas a ella, su pantalón remendado por los fondillos, un descomunal sombrero de yarey sobre la testa y las encías moribundas, el buen Findi daba los buenos días y miraba a tío Armando como diciéndole –sin decirle nada: «¿Y mi desayuno?»

Entonces comenzaba el ritual: tío abría en dos una flauta de pan, le untaba la manteca rojiza de una lata de chorizos Ermiño, le ponía alguna pequeña lasca de jamón pierna, un fisco de tocino, una salchicha La Catedral, varias ruedas de tomate, y sal. Las mandíbulas rumberas del infeliz traqueaban en el aparatoso movimiento rotatorio-triturador con que mastican quienes tienen la cajeta huérfana.

Terminado el desayuno Findingo soltaba, con su curiosa dicción, una de sus estrafalarias poesías. Yo tenía apenas 6 años, pero una de ellas se me grabó con tinta indeleble en la memoria:

¿Qué le pagsa

a la maripogsa

Que no se pogsa

sobre la rogsa?

Veloz salía entonces el mandadero a cumplir los encargos de tío: cobrar una cuenta, traer un saco de limones, o de ajíes, una bolsa de caramelos, una cesta de pan, un paquete de cartuchos… Ya sobre las 11 de la mañana regresaba, tío le pagaba un real y él se iba feliz. Pero solo hasta la noche, pues regresaba, con el pajizo pelo empapado en brillantina y oliendo a colonia, para hablar por teléfono con su prometida.

La novia de Findingo era una millonaria norteamericana llamada Rosita Peñangavil Gapín de Copuer. Así se lo hicieron creer los del piquete malvado que cada tarde se reunía a beber y jugar cubilete en la bodega. «Repite y pon camarones» decían, y de un pomo de cristal tío sacaba camaroncitos salados que corrían a cuenta de la casa, para acompañar las rondas de tragos y cervezas. Una de esas tardes, maquinaron la malévola broma.

Hilda Sin Repello, una caguama lenguaraz, timbraba al teléfono de nuestra casa (adjunta a la bodega) desde la casa del frente y, devenida millonaria, le juraba amor eterno a Findingo. Un diálogo (o medio diálogo) recuerdo:

—¿Y cuándo nos casamos?— requirió Findi.

Un largo impasse durante el cual todos los reunidos en la sala, expectantes, tratábamos de traducir sus muecas y medias sonrisas.

—Bueno, tú arreglas el yate, yo me pongo la plancha postiza, y le damos candela a la colchoneta —terminaba el coloquio.

Fácilmente dedujimos que la Peñangavil ponía condiciones para presentarse de punto en blanco al altar.

Aquellos jodedores bebían y, entre las carabinas y las cinco jevas al tiro, nutrían con pesetas la vitrola: Ñico Membiela, Panchito Riset, el Benny, Los Panchos, Orlando Contreras, Roberto Faz… Todo un desfile. El último número lo tarareaba siempre tío Armando: «Toma chocolate, paga lo que debes…».

Rolando Laserie, El guapo de la canción, fue alguna vez parroquiano de la bodeguita de tío Armando, allá por 1957. Por entonces triunfaba ya en la Habana, en el cabaret Sans-Souci con la orquesta de Ernesto Duarte. Frecuentemente visitaba Santa Clara, donde inició su carrera artística. Lo vi beber y jugar a los dados en la bodeguita, y hasta cantar a capella su hit del momento: «Sabor a mí».

Un buen día vino a verlo Régulo, alias Meneo, otro personaje pintoresco que lo retó a un duelo musical. Según Meneo, su interpretación del bolero de Álvaro Carrillo superaba la del Guapo. El gran cantante accedió, con generosidad, a escucharlo.

Lo que cantó el valiente, acompañándose de un lego tamborileo sobre el mostrador, casi lo mata de risa:

Tanto tiempo sin usar jabón de olor

que en mi cuerpo se pegó la suciedad,

tanto churre acumulé

que en tu cuerpo tienes ya

olor a mí.

No pretendo, ser tan limpio,

soy tan puerco, yo no tengo sanidad,

en mi vida, que me acuerde

me he bañado cuatro veces nada más.

Pasarán más de mil años, muchos más,

yo no sé si alguna vez me bañaré,

pero huye si me ves

o en el cuerpo cogerás

olor a mí.

—¡Repite y pon camarones!— gritó el bolerista levantándole el brazo al retador.

Cheo Pérez, empleado de la fábrica de cigarros Trinidad y Hermano, en Ranchuelo, era punto fijo todas las tardes. Esa fábrica fue famosa en Cuba por los generosos sueldos que el dueño pagaba; baste saber que el más bajo correspondía al mozo de limpieza: 200 pesos mensuales, equivalentes a 200 dólares. Más o menos la mitad de ese sueldo la dejaba Cheo en la caja contadora de tío Armando. Cogía fiado, pero siempre liquidó puntualmente, a fin de mes, el saldo de la libretica.

Me resulta imposible olvidar la tarde en que, secundado por Humberto –un mecánico automotriz de armas tomar– tras beber copiosamente, ambos se encapricharon en brindar con el caballo que tiraba de un carretón atestado con botellones de agua mineral La Cotorra. Lo habían atado a la puerta de la bodeguita. Por el resoplido que pegó la bestia pude inferir que no le gustó mucho el «hidromiel», pues también reculó bruscamente y faltó un tilín para que atropellara a Findigo, agachado detrás del vehículo en pos chapas de cerveza con las que seguro confeccionaría medallas para la novia.

En 1958 mi madre se graduó de telegrafista, consiguió empleo como tal y nos mudamos de la bodeguita. Allá quedó tío Armando, recién casado. Tras el triunfo de la Revolución y el arribo de la escasez, el racionamiento y el cambio de perspectiva general del comercio, el establecimiento fue perdiendo su cualidad festiva. Ya no se fiaba, solo se vendían los mandados de la cuota, la leche para los niños y algún otro producto salido de la imaginación de mi tío. Cuando la intervinieron, en 1968, durante la Ofensiva Revolucionaria, allí solo se vendía limonada. La cerraron y, por suerte, tío no perdió el local.

Todo el resto de su vida laboral tío Armando administró bodegas del Estado. Siempre admiré su esmero en embellecer los estantes, el orden que imponía. Fue un hombre que amó mucho su oficio. En 1988 se jubiló, y cuando el Período Especial se hizo sentir de verdad en el 94, tío abrió un parqueo de bicicletas en lo que fue su bodeguita. Sobrevivió con decoro sus últimos años.

Yo lo visitaba mucho. Evocábamos con frecuencia aquellos días, más otros pasajes de la historia familiar, entre los cuales nunca faltó alguna anécdota de su actividad conspirativa contra la dictadura de Batista. Al morir, Armando Rojas ostentaba con orgullo la condición de combatiente de la lucha en el llano. Le rindieron honores.

En agosto de 2005, apenas me vio llegar a su casa, sacó del refrigerador unas cervezas Mayabe, de esas de 18 pesos. Me propuso entonces el brindis por los 50 años de la bodeguita, su efeméride íntima. Nos tomamos la primera ronda, vimos algunas fotos de época, y como me percaté de que tenía otras latas en el refrigerador, lo provoqué:

—¿Repetimos?

Sin pensarlo mucho abrió dos cervezas más, me entregó la mía, alzó su brazo para brindar de nuevo y, con lo ojos aguados, concluyó:

—Te debo los camarones.

 

Salir de la versión móvil