Miércoles tomando El Café

Café Cantante. Foto: Miguel A. Fernández / Cuba What´s On.

Café Cantante. Foto: Miguel A. Fernández / Cuba What´s On.

La noche macula los cuerpos con su luz de plata caprichosa.

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El único tramo ciertamente incómodo del Café Cantante del Teatro Nacional, se sufre a la entrada, por el cacheo. Los dedos del extraño palpan el área de la ingle, rebuscan en los bolsillos el objeto punzante, deletéreo; no encuentran el alcohol comprado en otro sitio que las mujeres introducen bajo sus prendas íntimas para ahorrarse la requisa.

Alguien decía que lugares para la diversión como el Café, por el precio de El Café, se habían perdido en las corrientes vertiginosas de La Habana, que viene siendo igual a que nosotros –los más–nos perdamos, nos desaprovechemos en medio de La Habana nocturna.

La Habana, selva oscura de piedra y maleza de piedra con charcos fermentados, pulsa sus interruptores en estas noches tan soberanamente suyas, dejando solo algunas escenas despiertas, como en vilo, horas de fiebre rutilantes para quienes cargan con vergüenza el par de billetes engurruñados y el carnet que la FEU le dio como a un convicto irremediable de la economía estudiantil, como disparo de gracia ufano y postrero. Cincuenta pesos cubanos para la entrada de los estudiantes universitarios. Ciento cincuenta por la entrada corriente. Precio monetario de El Café.

El Café no es una covacha de confeti. El Café, hundido en una cavidad taciturna y, en contradicción, saltarina, es un resquicio fulgurante. Pero el tacto del hombre del personal de seguridad te tensa como cuerda. Calvo, hercúleo, con manillas, la mirada hueca del oficio, engañosa, ambigua, ordena extraer las pertenencias del pantalón. Salen las llaves de la casa, el móvil, el pendrive y el encendedor. Uno se cuida de que no se asomen los billetes engurruñados, que no están hechos para el streaptease de sus miserias.

Ya el de seguridad se aparta y ordena que pase. Ya al que entra conmigo, otro convicto irremediable, acaba de cachearlo una mujer, con la formalidad de sus funciones.

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Tengamos claro que a El Café no se va a oír la voz de Silvio Rodríguez, o a acompañar el fantasma fuerte y estremecedor de Violeta Parra, o a acompañar el diafragma de fumador de Sabina.

Señor, a El Café tampoco se viene a pensar y de esto se desprende su máxima. No se viene a hablar de política. No se viene a hablar de consumo cultural, ni de Gramsci, ni de educación popular, ni de la teoría de las cuerdas, ni de Roa Bastos, ni de Piñera, ni de Corín Tellado. Si va con esas intenciones, guarde su mejor silencio, el más redondo de ellos; su mímesis de intelectual, sus anteojos sin aumento. Por su propio bien, protéjase del ridículo. Crea por unas horas que se escurren en nada, como nada, en la teoría de la relatividad. El tiempo es de caucho.

Solo escuche las cuatro palabras sobre las que se erige la fama completa de Pitbull y, por el amor de Dios, no lo olvide, DIVIÉRTASE.

Ha venido a eso.

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El miércoles, en la tarde, cinco y media, viajo a la matiné de El Café y sigo desesperado a la barra antes de que se agoten las pocas cervezas Bucanero que sacan a la venta y que cuestan, gracias al favor de los astros, 1 CUC.

Los cubanos, mañosos que somos, aprendimos en una ocasión entre guerras y ardides económicos que hay que precipitar la oferta de cerveza importada de más de 2 CUC para elevar las ganancias; por lo cual el producto nacional ha de extinguirse con la mayor brevedad posible. Cálculo básico, 2 + 2.

De cualquier manera, el dulzor germánico de la Heineken no borra a ninguna hora la fuerza bestial y criolla de la Bucanero. No obstante, en El Café queda el recurso de los tragos por el mismo precio de la cerveza cubana. Ron, refresco de cola, vaso desechable y absorbente. Tragos que son estragos. Trago estrago.

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La bebida, el efecto de desinhibición popularmente demostrado. El aleteo furioso en el pecho. El animal que tira de nosotros, empuja, destraba.

A continuación de Justin Bieber, Gente de Zona y Marc Anthony en las pantallas y bocinas, toca Qva Libre en vivo. Los largos cilindros de los sombreros de cartón. Los trajes abigarrados. Y las muchachas contoneándose. La fidelidad apretada de las curvas, la estatura elevada sobre los tacones. Las mujeres, visualidad, espectáculo, propuesta, pintura de Caravaggio. Moviéndose al compás desenfrenado, o más tímido o menos suelto.

Cuando tú dices que me amas,

que me amas, que me amas

Cuando tú dices que me amas,

que te vuelves loca por mí…

Señor, no se viene a pensar. El Café, amplio de metros, tiene varias mesas alrededor de un disco libre donde se concentran los que bailan, ondulan los capitales, los panzones con joyas o prendas de orishas.

Es la hora en que el hipster de ojos buscones se pasea orgulloso con su barba tupida de Di Caprio. El fornido, con sus bíceps torneados. El metrosexual, con su rostro imberbe de Narciso. El que no tiene encanto físico sacando por el verbo su cualidad más simpática.

Tú dices que te gustan las flores

pero no soportas su olor

Entonces me preocupo mi amor

cuando tú dices que me amas,

que me amas, que me amas…

No se viene a pensar. Un tal Luisito, desde la esquina, juzga –no piensa, sencillamente primero juzga– que una muchacha con blusa blanca y de lunares rojos lo mira fijo. Yunior le dice que avance, que ella no lo va a rechazar, y si lo rechaza no lo va a abofetear ni a morder de rabia, que no hay nada que perder y mucho que ganar. Serán la caricia y las palmaditas de la memoria; todo lo que pueda importar mañana los restos espirituales de lo que hagas hoy, en estos sagrados minutos.

El tal Luisito está petrificado, los lunares rojos de la blusa ahora son señales de Stop, de alarma. La voz no se despega fácil de él. De la garganta seca. Se preguntaría cuánto alcohol carga. Al preguntárselo se estimará menos borracho de lo que creía. Ergo traga más y se acerca. Se acerca como a buches. Se acerca y se persigna cuidándose de que no lo vean. Se acerca, pero está más lejos de lo que entiende. El espacio siempre ha sido un cálculo impreciso. Y ella ahí, en un eje abstracto, esperándolo, esperando. Si ha ido al Café, ha ido a esperar o a lanzar los dados. A él, varón elaborado, a él le toca la osadía. Se acerca más, se pone detrás y piensa. Se equivoca, piensa. Al Café no se viene a pensar, uno nada más se deja llevar.

El aleteo furioso en el pecho. El animal que tira, empuja, destraba. Se acerca. Pega los labios a la nuca, no al oído, y le dispara «Qué rico tú bailas». Ella se vira y echa atrás la cabeza y arruga la frente y se vuelve a virar, justo cuando su novio regresa de alcanzarle un trago.

Afuera y adentro sucede que la noche tiene luz de plata caprichosa.

 

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