Misericordia, señor

Iglesia de Reina. Foto: Dazra Novak.

Iglesia de Reina. Foto: Dazra Novak.

Ayer por la tarde me despertaron los gritos de Iluminada. Parada con los brazos en jarra, con el jabuco de los mandados colgando de un hombro y del otro unos trapos de nueve colores, regañaba a los chiquillos que iban por el medio de la calle, persiguiendo al de la chivichana, sin importarles el camión que venía de frente. “¡Se lo voy a decir a tu papá!”, le gritaba Iluminada a uno de ellos, “¡mira que ya estoy muy vieja para este chanchullo!” Sin hacer el menor caso los chiquillos siguieron gritando, se perdieron al doblar la esquina. Y ella también avanzó, con su contoneo casi obeso, rezongando bajito rumbo a la cola del agromercado.

La escena se me quedó dando vueltas en la cabeza, quizá, por puro sentimiento, que es como ando en estos días por un viejo amigo que ha vuelto a pisar el barrio después de muchos años. Yulay (de más está decir que se llamaba así por el mes de julio en inglés) fue de los balseros que recalaron en la base naval y ahí estuvieron retenidos, para angustia del resto de la familia, hasta que llegaron a su destino soñado largos meses después. Dicen que el hijo de Iluminada también fue de esos intrépidos que se lanzaron por esos días hacia las costas del norte, pero no corrió la misma suerte. El mar se lo tragó para siempre, enterrando, junto al sueño americano, la única luz de Iluminada.

A partir de entonces dejó de ser la mulata zalamera que hacía torcer pescuezos machos, y alguno que otro femenino, por qué no, al paso de su abundante contoneo nalgatorio. Convertida en un remedo de sí misma, desandaba el barrio hablando a ratos con voces imaginarias, a ratos, con los mismísimos muertos. Andaba por todos lados, como si gozara del don de la ubicuidad, dándole la caridad a vecinos y conocidos, dicen que hasta curando enfermos con sus solas manos. Demostrando que en el fondo, pase lo que pase con la vida, uno va a seguir siendo siempre lo que lleva por dentro.

Iluminada siempre tuvo dotes de adivina. Desde muy joven echaba la suerte en las cartas, santiguaba a los niños pequeños, y algunos aseguraban que tenía en su casa un majá grandísimo que se paseaba muy orondo por debajo de los muebles. En ocasiones, hasta entraba a la casa de los vecinos cuando estaban durmiendo. Nadie se atrevía a meterse con ella, también, por sus malas pulgas, por sus ojos capaces del mal de ojos más terrible y porque a más de un marido lo sacó para la calle a planazo limpio. De no ser por esos exabruptos y por las malas palabras que trae amarradas a la boca, sin dudas sería una segunda madre Teresa, aseguran algunos.

Por su parte Yulay regresó bien fornido, con los mismos ojos inquietos y aún más despiertos, con actitud desenfada de yo me como el mundo (más bien de… el mundo es mío). Masticaba aparatosamente un chiclet y me hizo recordar cuando éramos niños y llegaba la familia de visita y se perdía por unos días para luego aparecer usando zapatos nuevos que no necesitaban cordones, perfumes alardosos, gomas de borrar con forma de árbol de navidad. Demostrando que en el fondo, pase lo que pase con la vida, uno va a seguir siendo siempre lo que lleva por dentro.

Yulay repartió chiclets y regaló casi toda su ropa, entró hasta en las casas que nunca entraba cuando vivía en Cuba, desbordando una nostalgia particular. Compró un puerco para asar en púa y varias cajas de cervezas y pidió armar un juego de dominó en medio de la calle, con permiso de nadie, cosa que los vecinos hicimos gustosamente. Y escuchando anécdotas comparativas de “allá es así” y “acá es asao”, donde allá sin dudas todo es mucho mejor, en algún punto de la madrugada a Yulay se le perdieron el chiclet y la gorra y le aparecieron tres novias de la infancia que yo jamás tuve el gusto de conocer.

Al día siguiente amanecí con revoltura de estómago y de conciencia, pues había olvidado lo mal que me sientan las comilonas y para colmo, en mitad de la noche y de la borrachera, yo había sentido una mezcla de admiración y pena por mi amigo cuando, desplazado el olor de su perfume por el humo del carbón, confesó, “es que el puerco de allá no sabe igual”. Y comprendí por qué había regresado al barrio, aunque ya no le quedaba aquí familia alguna para visitar. Mi amigo, como yo cuando se me va la mano con estos deliciosos, pero tan indigestos chicharrones, había venido a sanar su empacho.

Para rematar un rato después, mientras me reclinaba en el sofá maltrecho de Iluminada viéndola deslizar sus dedos embarrados de aceite por mis piernas, mi mal de estómago se ligó con otro mal. Su voz insistía “sálvanos, Dios mío, sálvanos”, y era como si le anduviera esa oración a su hijo que nunca llegó. Reparé en el perfecto desconocido que era Yulay, después de tantos años, y sentí esta necesidad de los puentes para evitar que la vida se nos parta en dos de esa manera. Presentí al majá arrastrándose silencioso, vaticinando “tu mal no tiene cura”, y quizá por eso acabé repitiendo, como Iluminada …misericordia, señor.

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