Poesía y amor en la tierra de guajirigallo

Quemado de Güines no es Macondo, pero en él se tipifica lo real sorprendente. Tiene un Pueblo Mocho, que no es el de la novela de Feijóo; en él nació un Juan Quinquín (Julito Martínez) que tampoco es patrimonio absoluto de Samuel, porque lo trasplantó con gracia, para el cine, Julio García Espinosa. Pero sobre todo tiene su símbolo local: “El guajirigallo”.

Ese híbrido no es un personaje –aunque sí– sino un sello de identidad: su representación física se corresponde con una escultura de barro que, desde el 26 de diciembre de 1983, posee el Parque Martí.

Obra del artista Oscar Rodríguez Lassaria, entrelaza en un solo cuerpo un porrón, las espuelas de un gallo, su cola y la cabeza de un guajiro con sombrero. Su lectura, dicen, sugiere que las labores de la caña de azúcar –principal renglón económico del territorio por mucho tiempo– obligaban al campesino a levantarse con el cantío del gallo y cargar siempre con el porrón. También que constituye un homenaje al emigrante interno, quien en la etapa republicana marchaba de pueblo en pueblo con el jolongo a cuestas en busca de trabajo.

Tanta es la identificación con ese símbolo económico-surrealista, que en algunas referencias documentales y virtuales se nombra a Quemado de Güines como “El pueblo del guajirigallo”.

Pero Quemado también pudiera ser –de hecho es– el pueblo de Sarita, pintoresca poetisa ya sexagenaria en los años 90, que en el mismo momento en que la conocí me fulminó con esta lapidaria sentencia:

—Si Matanzas tiene su Carilda, Quemado tiene su Sarita.

Y para que no quedaran dudas me declamó su estrofa emblemática:

Me despresillo, amor, me despresillo

cada vez que veo un calzoncillo.

Con cierto pudor escribo sobre esta locación, pues no es mi pueblo natal, aunque a él me unen recuerdos inefables. Allí tienen auténticas personalidades de la cultura a quienes, con justicia, los quemadenses rinden culto: Enrique Núñez Rodríguez, Iván Mulkay, Carlos Fundora, o el propio Julito (oriundos del pueblo) y hasta el célebre guitarrista alcoyano Vicente Gelabert –inhumado en la necrópolis municipal. Pero me desentiendo con todo respeto de las celebridades para evocar a otros personajes populares, quizás sin tanta altura en la fama, pero con mucha profundidad en el cariño de los pobladores.

Quemado de Güines fue el segundo pueblo fundado en Villa Clara, en 1667, después de Remedios. Un sitio amable. En mi peregrinar como promotor literario durante toda la década de los 90, viví en él momentos de pintoresca y jocosa intensidad. Rememoro hoy apenas unas pocas situaciones y anécdotas.

Finalizaba 1993. Atravesábamos el segmento más crudo del Período Especial. En el Centro Provincial del Libro y la Literatura teníamos la asignación de 1 litro de combustible diario para mover una camioneta rumana marca Haro, especie de dragón tragapetróleo que ni el mismísimo San Jorge hubiera podido decapitar.

El director municipal de Cultura en Quemado, Gregorio Ferrán, gracias al prestigio de que gozaba en el territorio, había logrado, con lo que denominaba “soluciones locales”, la reparación y pintura de la librería, cerrada desde hacía tres años. Nos solicitó entonces una actividad literaria –con todos los hierros, nos dijo– para reinaugurarla.

La idea nos entusiasmó, pero el más insalvable escollo no lo vimos en la falta de libros o de autores, sino la insuficiencia petrolera crónica. Paralizamos la camioneta durante veinte días para acumular algo, pero la cifra ahorrada, si acaso, daba para la ida, no para el regreso.

—No hay escache –replicó Ferrán– aplico “soluciones locales”.

Y así mismo fue. A Quemado acudí en la triple condición de autor, editor y presentador. Se lanzó mi libro La próxima persona y diserté sobre un volumen de testimonio del que fui editor, Camilo en el Frente Norte, de René Batista Moreno. Al partir de Santa Clara, a primo amanecer, pensábamos que el dragón no regresaría.

Apenas desembarcamos en la cabecera del municipio, Ferrán nos llamó a Blas Rodríguez Alemán –inolvidable director del Centro del Provincial del Libro y la Literatura– y a mí, con mucho sigilo. Como el espía que revelará un gran secreto, o como el niño que robará de la cocina una fritura de ñame, nos condujo a una especie de trastienda bien camuflada que tenía tras su despacho, abrió la cortina de un closet, y nos dio la gran sorpresa:

—Miren qué cosa más linda –nos decía mientras escanciaba con ternura, valiéndose de una latica de compotas, el aceitoso contenido de un tanque de 55 galones (208 litros) lleno de fuel oil hasta la nariz.

—La mitad es de ustedes –dijo generosamente– pero eso no es todo…

Descorrió entonces la cortina de otro closet menor y nos mostró una repisa donde, parados en atención, unos 25 sábados cortos de “ron artesanal” nos pedían que les dijéramos: “¡En su lugar, descansen!”.

—El petróleo me lo dio el Plan Plátano y el calambuco el Central Riquelme; todo con “soluciones locales” –sonrió, triunfador.

Hicimos la actividad, bella y concurrida, y regresamos a Santa Clara con la asignación de 104 días de combustible y una alta concentración de subproducto azucarero en la sangre. Empezamos a creer que de verdad eran posibles aquellas soluciones.

Otra actividad inolvidable sucedió al año siguiente –más duro aún que el anterior. Nos vuelve a convocar Ferrán para una jornada literaria. Invitó también al poeta y narrador Félix Luis Viera, pues recién habíamos editado, por Ediciones Capiro, su libro Poemas de amor y de olvido. Las “soluciones locales” funcionaron bien en los renglones esperados. Pero se produjo lo que en los medios literarios de Quemado se conoció entonces como “El grito del Yara”.

Echando mano a su prolijo arsenal de relaciones, el irrepetible director de Cultura nos reservó el almuerzo en el mejor restaurante del pueblo, “El Yara”. Finalizada la sesión matutina, fuimos en busca del yantar. Viera y yo compartimos mesa con Blas e Iván Chaviano, este último mano derecha de Blas en asuntos de logística.

Empieza Iván a decirnos lo que ofertaba la carta:

—Potaje de lentejas. Arroz blanco. Yuca con mojo. Fufú de plátanos. Boniato hervido. Lechuga. Habichuelas. Quimbombó…

Lo interrumpe Viera, inquieto:

—Hasta ahora no me has dicho nada –y queda expectante.

—Es que no hay más nada que decir –concluye Iván.

Y se produce entonces el connotado grito:

–¡Coño, pero yo no soy vegetariano!

Fue mucho lo que le dijo Viera después, en una “cortica”, al secretario del Partido del municipio; entre sus reclamaciones recuerdo que expuso: “Si hubieran sido Los Van Van seguro matan un puerco”.

No obstante el desaguisado, Ferrán halló una media “solución local” pues aquella tarde nos fuimos de Quemado con un racimo de plátanos burros per cápita, regalo de las autoridades.

El recuento lo cierro con lo ocurrido en 1996, ya algo menos agobiante la precariedad material. Me invitan como escritor a una actividad nocturna llamada “Poesía, amor… y algo más”. Hacía poco Blas me había solicitado el texto Con tantos palos de Fayad Jamís, pues su hondo dramatismo lo cautivaba y quería aprenderlo para darle algún matiz cultural a los discursos que siempre le pedían. Iba preparado para la ocasión.

Llegamos temprano y lo primero que oímos por el audio fue un parlamento delicioso pronunciado por Tulio, inveterado locutor de todas las actividades del municipio, instructor de teatro, guajiro apuesto de ojos claros y bien modulada voz:

—Los compañeros de la pipa de cerveza, favor de parquearse por el lateral del frente.

Quedamos perplejos.

Tras tomar algunas pergas comimos bien en el “El Yara” –tres tipos de carne en oferta– y fuimos para la librería “El Arpa y la Sombra”, sede de la actividad.

Comenzamos puntuales, a las 9 pm. Leí mis poemas de amor. Se subastó la edición de 1969 de Poesías de amor hispanoamericanas. Acompañándose al piano, el solista Juan Cañas cantó números del filin; se ejecutaron juegos de participación… Agarra entonces el micrófono Tulio y suelta otro bocadillo:

—En esta noche nocturna hemos dejado lo último para el final: el compañero Blas nos dirá unas palabras.

Reímos mucho con el galimatías. Y una vez calmados, Blas se para frente al nutrido auditorio, prescinde del micrófono, y proyecta su voz:

—Bueno, siempre me piden un discurso. Pero esta no es una noche de discursos, es una noche de poesía; está bueno ya de teques y profanaciones. Yo prefiero decir un poema que siempre me emociona: Con tanto palos, de Fayad Jamís…

No había terminado Blas de decir “Jamís” cuando salta de la última fila Sarita y reclama:

—Un momento, que yo le puse música a ese poema… Juan Cañas, ¡sube!

Muerto de risa se sienta Juan Cañas al piano, empieza el acompañamiento y terminamos la noche con Sarita, cantando en compás sonero de 4 x 4 y contorsiones rumberas, el hondo texto del ídolo de Guayos… Fue creativa, pues incorporó un tumbaíto tras el verso final, que como sabemos dice “Y aún no te cansas de decir te quiero”:

Te quiero

y no te digo adiós.

Te canto,

pero perdí la voz.

Aquello fue apoteósico. Hasta Blas, medio cortado todavía, tarareó el estribillo.

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