¿Qué será de mis calles?

Arco de Belén. Foto: Dazra Novak.

Arco de Belén. Foto: Dazra Novak.

Cada calle de mi barrio es como la continuidad de un parque improvisado, como el brazo de algún vecino amable que se extiende para ofrecernos el azúcar o el poquito de sal que nos hacía falta. La calle por donde desfilan todas las mañanas girasoles y azucenas, es mudable y caprichosa, provocando que mi barrio se convierta en plaza o mercado donde cualquiera planta un carrito de ventas, una pipa de cerveza, una mesa de dominó. No se cansa de ser la misma calle que tantas veces en chancletas partimos por el medio corriendo a buscar el pan de la bodega antes de que empezaran los muñe.

A veces me asalta la nostalgia de solo recordar aquellos “plan de la calle” donde hacíamos carreras de saco o saltábamos unos por encima de los otros ¿Recuerdan cómo gozaba el barrio la noche de la guardia pioneril? Es la misma calle cariada de hoy con abscesos que tanto duelen y se convierten en piscinas –con suerte, de chorro limpio– en días alternos, es decir, los días que entra el agua. Calles de superficie lunar que todavía deberían servirnos para bailar trompos, jugar a las bolas y bañarnos, a pesar de los truenos, bajo algún caprichoso aguacero.

Ciertas calles de mi barrio se convierten, gracias a la imaginación, en pistas de patinaje, terrenos de fútbol o de pelota, una lija que raspa alevosamente cualquier rodilla si se está aprendiendo a montar bicicleta. Esa por donde transita, en las tardes de los fines de semana, aquel vívido recuerdo de carricoche que va recogiendo niños chiquitos para darles la vuelta a la manzana y deja a su paso un indolente rastro de bosta de caballo que perfuma las horas de telenovela y del que todo el mundo se quejaba entonces: “caballero, qué cosa esta… ¡el barrio huele a mierda!”

Todas, absolutamente todas las calles de mi barrio han sido siempre la calle de la primera vez. Quién no recuerda, quién no se ha llevado en su equipaje la primera vez que la cruzó a solas con la voz de mamá advirtiendo en la cabeza “mira bien para los dos lados, espera a que no venga ningún carro para cruzar”. La misma calle donde el carrito del helado se nos convirtió en bicicleta y de la que el helado Coppelia emigró para siempre. La que sirvió de pasarela a la dolorosa y tristemente célebre Forever Bycicle.

Mi calle es esa calle-Macondo a la que las viejas se asomarán eternamente, imbuidas del maravilloso y triste realismo que emana de sus balcones o desde el infatigable mecimiento de sus sillones, para luego dar cuenta de lo que ven y hasta imaginar lo que no ven. Esa que se barría y chapeaba y veía a no pocos untando sus contenes de pintura de cal en las mañanas de trabajo voluntario, era la misma que se vigilaba a conciencia las noches en que queríamos hacer, a toda costa y tan majaderos, la guardia del comité con nuestros mayores.

A veces me pregunto qué ha sido de estas calles que al principio eran, más que calles, el barrio entero… ¡eran el país! ¿Será una suerte de venganza su basura y su indolencia? Cómo es posible que hayan crecido abandonándonos en el intento bobo de ser iguales. Total, por gusto. Iguales no son ni los dedos de una misma mano, pero al menos antes esa mano con dedos distintos lavaba la otra y entre las dos, lo recuerdo como si fuera hoy, primaba el gesto noble con que nos lavábamos la cara.

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