Al revés

La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés.

Antonio Machado

 

La discusión sobre el papel de los medios no es en modo alguno nueva en los Estados Unidos. No por azar tuvo uno de sus momentos más álgidos durante el proyecto de recomposición ideopolítica y cultural de la administración Reagan (1981-1989), en medio de nuevas técnicas de persuasión que cuajaron por entonces y de individuos como Michael Deaver, un talento del media management que trabajó para un ex actor de cuarta categoría conocido por sus dotes de “gran comunicador”. En ese entonces, el pensamiento neoconservador los responsabilizó en gran medida por el American lack of will (“falta de voluntad norteamericana”), construcción ideada para explicar la derrota de Vietnam, según esta perspectiva, ocurrida más por “el enemigo interno” que por un ejército popular enfrentado a la gran potencia y a su maquinaria tecnológico-militar.

Este es el ángulo de entrada para entender la dinámica de la administración Trump con los medios, un capítulo específico de un programa para “hacer grandes a los Estados Unidos de nuevo”, lema por cierto nada original, sino proveniente de la campaña del mismo Reagan, empeñado en transmitir optimismo a un receptor marcado por la estanflación y el desencanto, lo cual incluía el impeachment de un presidente y el rechazo a instituciones y prácticas políticas desleales y espurias.

La relación del trumpismo con la prensa se sustenta en ciertas apoyaturas. En primer lugar, la preside una formulación sin precedentes: la idea de que existen “hechos alternativos”, una de sus cartas de presentación en medio del triunfalismo y la euforia por haber ganado unas elecciones a contrapelo de todo pronóstico, y por el afán de presentar la asistencia a su acto inaugural como algo sin precedentes en la historia moderna de los Estados Unidos. En contra de la evidencia, el secretario de Prensa, Sean Spicer, sostuvo –como es lógico– la posición de su jefe: era “la mayor audiencia que jamás había testimoniado una inauguración”. Y remató con una palabra tan corta como definitiva, que encendió una luz roja dentro y fuera del DC: “Y punto” –dijo, anulando así la factualidad, demostrada sin embargo por fotos y otros indicadores aportados por los medios. De entonces a acá, el cuestionamiento / negación de casi cualquier hecho ajeno al discurso oficial ha sido, en efecto, uno de los rasgos de ese enfrentamiento con el llamado cuarto poder y, correlativamente, la no validación del patrón factográfico en el que los medios están entrenados, al margen de sus preferencias editoriales. Por un conjunto de intereses que van del ocultamiento a la manipulación, el trumpismo trata de negar o deconstruir todo lo que desafía sus presunciones. Esa es, en definitiva, su naturaleza.

En segundo, las etiquetas. El punto de partida es una perspectiva denostadora de medios liberales como The New York Times, The Washington Post, CNN, MSNBC o ABC, a los que el estratega en jefe Steve Bannon categorizó desde temprano como “la oposición”. Vistas en retrospectiva, aquellas discurren, grosso modo, por tres carriles específicos que valdría la pena resumir, a saber: a) la descalificación ético-moral: Trump ha aludido a “los medios deshonestos”, una de sus expresiones predilectas antes y después de posesionarse del ejecutivo, y por lo mismo reiteradas en intervenciones públicas y tuits tan madrugadores como estruendosos; b) la ideopolítica, es decir, calificarlos  como “los medios de la ultraizquierda”, categoría difícil de aceptar en el caso de instituciones que, como norma, suelen excluir perspectivas de ese tipo  y funcionar con filtros que determinan lo publicable o no, lejos de órganos como Counterpunch, Mother Jones u otros del espectro mediático de la izquierda norteamericana; c) la patologización de los periodistas (“minded psicopatic journalists”), buzzword socializado por órganos de la ultraderecha –pero no exclusivo de estos–, como Breitbart News y Fox News, ahora tenidos (a menudo) como fuentes válidas y legítimas por el nuevo equipo administrativo.

Un analista escribió no hace mucho que la relación inestable y difícil con la verdad ha sido, junto a sus fracasos, una de las causas del atolladero en que se encuentra la administración Trump. Aún no han concluido los famosos primeros cien días y ha sido como un gran descarrilamiento. Tiene récords de leaks, un indicador de fracturas y divisiones internas. Los medios, por su parte, han venido reactivando una de sus mejores armas –el periodismo de investigación, vestido de largo en Watergate– y sacado a flote cosas que los nuevos mandarines preferirían no ver sobre sus contactos con los rusos. Hoy el problema incluye, entre otros, a un ex asesor de seguridad nacional pidiendo inmunidad para declarar, a un Secretario de Justicia inhabilitado para intervenir en las investigaciones sobre el tema y a otros miembros del anillo interno. Y están saliendo nombres adicionales. Y afirmaciones de posible prisión en el ambiente. Ese cerco, sin dudas, va a continuar estrechándose.

Actúan en medio de contradicciones, incongruencias y cabezazos, tanto dentro como fuera del ring. Y con dos órdenes ejecutivas sobre inmigración y refugiados paradas en seco por el poder judicial. La bestia negra, el Obamacare, continúa moviendo su cola después del gran fracaso en el legislativo, irónicamente en gran medida debido a los correligionarios del Freedom Caucus. Los demócratas cantaron victoria. Los más necesitados también.

Por lo demás, siguen desmontando todo lo que pueden. No hay sorpresas: para eso llegaron ahí. Pero la vida sí se les da. Una encuesta de Investor’s Business Daily / Technometrica Market Intelligence arrojó, de nuevo, malas nuevas: los niveles desaprobación de Donald Trump eran del 56 por ciento, otra de Quinnipiac University los colocó un punto más arriba. Solo el 35 por ciento de los norteamericanos están satisfechos con su trabajo. Y no deja de llamar la atención un dato: la mayoría de los hombres y votantes blancos lo rechazan. Seis de cada 10 votantes registrados nacionalmente creen que el presidente es deshonesto.

En cuanto a la realidad y los medios, les resultará muy difícil, si no imposible, hacerse eco de Ron Ziegler, el secretario de Prensa del presidente Nixon: “A veces es necesario endulzar. Uno tiene que dar respuestas políticas. Y también no dar respuestas. Pero nunca bajarse del podio habiendo mentido”. No tienen manera de probar que Barack Obama les mandara a “pinchar” sus teléfonos en la Torre Trump, y tratan de aferrarse a tablitas de salvación y sutilezas semánticas en medio de un mar crecientemente revuelto. Ya hay testimonios técnicos subrayando la falta de evidencia. Spicer se ha comportado en su sala de prensa como un equilibrista en apuros de un circo provinciano, mientras los integrantes del gremio ríen –o se les cae el tabaco de la boca. Programas televisivos como Saturday Night Live y The Rachel Maddow Show, de humor e investigación periodística, respectivamente, aumentan sus índices de audiencia en toda la Unión.

Abraham Lincoln lo dijo mucho antes: “se puede engañar a todo el pueblo parte del tiempo, y a algunas personas todo el tiempo, pero no se puede engañar a toda la gente todo el tiempo”.

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