Escríbeme un telegrama

Yo podría empezar diciendo que la historia que quiero contar es una historia real, que me sucedió a mí, que no me la contó nadie. Y es un artificio legítimo, está claro, pero no voy a decir eso por una razón estricta, irrebatible. No lo voy a decir porque de cualquier modo, empiece o no así, ahora ustedes ya saben que la historia que voy a contar es una historia real, que me sucedió a mí y que no me la contó nadie.

En el norte de Guantánamo, quería decirles, en el camino de Yumurí a San Luis, está Bahía de Mata, un lugar a primera vista infausto. Y no hay que ser un gran observador, ni siquiera un observador de talla media para percatarse de una cosa como esa. Sobre esta orilla se desliza un cielo gris y se desliza también la sombra de Osmar Suárez Durán, un hombre que está trabajando ahora en la playa, en la arena, aún de espaldas a mí. No reparo en él hasta que se me acerca y me sacude la mano y me dice que él es Osmar Suárez y Durán para lo que a mí me haga falta. Dale, pienso, otro más que me ha confundido la pinta con una española o una argentina, da lo mismo. Y yo, de imbécil, le digo que muchas gracias y que yo soy Olga, como quien dice soy cubana o no tengo un solo peso en el bolsillo o qué carajo me vendrás a preguntar.

Pero a este hombre, que ya pasa los setenta años aunque definitivamente no los setenta kilos, no le cambia la expresión en un solo músculo y me aprieta con un poco más de fuerza y me dice que lo que estoy viendo no se parece a lo que es Bahía de Mata en realidad. Me dice que estoy viendo un delirio que ya arrastra demasiados años pero que él, de muchacho, se ganaba la vida amarrando al muelle los vapores que entraban y salían cada día cargados de plátanos. Yo busco con un poco de recelo el dichoso muelle, pero no llego a distinguirlo. Bahía de Mata es un puerto bananero y ya no podrá ser otra cosa, cuando yo era muchacho, te digo, me ganaba la vida amarrando esos vapores, que a veces llegaban a ser hasta siete en un mismo día. Me daban diez pesos por cada uno. Tú no te lo puedes imaginar muy bien, pero en todo esto por aquí nosotros éramos los únicos que teníamos una conexión ferrocarrilera y día por día entraban los trenes para tirar el plátano hasta Consolación del Norte, y el puerto este era un hormiguero de hombres y mujeres y niños que se ganaban la vida en esta orilla. No había que hacer más, partirse el lomo aquí pero sin correr riesgos. Osmar Suárez Durán tiene una expresión desvaída y trastornada en el rostro que yo quisiera asociar con la locura o con alguna otra patología reconocible pero que se me escapa y roza más bien una nostalgia infranqueable.Todo eso se acabó hace muchísimo tiempo, pero a veces, en medio del silencio tembloroso de la noche, cuando se están acercando las tres de la madrugada, una hora tan terriblemente en medio de la nada como las tres de la madrugada, fíjate que no te estoy hablando de las dos o de las cuatro, que son horas que se acercan siempre a algo, al final o al principio de algo, de cualquier cosa. Te estoy diciendo que a las tres de la madrugada, cuando estoy ahí tirado en el rancho, solo, siento cómo el agua empieza a partirse y cómo se le van encajando los plátanos que caen de imprevisto de algún barco, y siento también, cómo no, cuando tiran las sogas hasta el muelle y empiezan a amarrar y a descargar. Entonces meto los dedos primero entre las sábanas pero se escurren y nunca me alcanza y cojo y me bajo de la cama y hundo los mismos dedos en la tierra que de tanto apisonarla está más dura que un tronco, y el dolor me va arrancando esos sonidos que llegan desde la orilla y así voy dejando de oír y me pierdo en un sopor viejo al pie de la cama, en un sopor amargo que se acaba con el día y que me ha ido despejando los huesos y me ha dejado esta luxación en el rostro y en la vida.

Osmar Suárez Durán sigue hablando pero ya no consigo oírlo porque me he ido, corriendo, en un temblor que me estremece las rodillas. Me he dado a la fuga porque uno debe desconfiar, me digo, de las nostalgias ajenas, es lo más saludable, uno debe esquivarlas si le salen al paso, nunca darles el frente, nunca interrogarlas. No se puede correr el riesgo, de ninguna manera, de que se le instale a uno la nostalgia de otro. Y le digo que gracias pero que es tarde y el camión debe pasar en cualquier momento y que quizás no lo vea. Pero tendrás un cigarro, me dice Osmar, y le digo que sí, que claro, y me trasteo con torpeza los bolsillos del pantalón y saco una caja estrujada de Titanes y le doy uno, no más. Fósforos, ¿tienes fósforos? No, no tengo fósforos Osmar, me voy, gracias, no le hago perder más tiempo, cuídese. Pero escríbeme un telegrama. Escribe un telegrama y pon que es para Osmar Suárez y Durán, que por aquí todo el mundo me conoce. Escribe un telegrama que diga cualquier cosa, ¿no se te va a olvidar, verdad, muchacha? No Osmar, yo le escribo. Yo escribo, no se preocupe. Yo escribo.

Entonces llego al camión que lleva cerca de cinco o seis segundos pitándome y justo ahí empiezo a entender algunas cosas. Bahía de Mata: un puerto bananero, de orientación protestante, bautista, que en los años cincuenta estaba comandado por norteamericanos que vivían en hermosas casas de madera de dos pisos. Y pienso, como si tuviese algún derecho a hacerlo, en Osmar, pienso en cuando era un niño y su niñez tiene ahora la forma persistente de esta bahía desierta. Continúa de espaldas a mí cuando el camión arranca, de frente a cuatro o cinco navíos que surcan el mar. Osmar es un muchachito de espaldas estrechas que amarra con fuerza el barco más grande a un poste y que recoge algunos plátanos que han caído accidentalmente bajo las sogas. El camión avanza repleto de chiquillos que chiflan y se gritan cosas que no alcanzo a entender. Todos nacidos aquí, en este lugar que a todas luces ya no existe. Uno de ellos se me acerca y me dice así, de pronto, que aquí se filmó Miel para Oshún, como quien dice no estamos tan jodidos o no nos mires de ese modo o lárgate de una vez. Tiene la piel un poco curtida pero no llega a los veinte. Osmar, el viejito que está ahí en la playa, fue quien limpió toda la arena, de aquella punta hasta esa. Y yo trato de no oírlo, de hacer como que atiendo al camino. Los chiquillos gritan más alto. La limpió en poquitos días, dice acercándome la boca al oído, creo que siete. Le pagaron mil pesos.

P.D: Nunca le he enviado un telegrama a nadie porque nunca le he querido enviar un telegrama a nadie, y no veo por qué hacer una excepción como esa a estas alturas de mi vida. Pero si alguien, alguna vez, se atreviera a hacerlo por mí, sepa que mi encargo sería este y no otro: Para Osmar Suárez y Durán: Ya sé que me fui corriendo. Pero siento barcos cargados en la noche. Saludos. Olga.

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