La aventura de los platos verdes en Cuba

Retadores e imaginativos, restaurantes veganos se abren paso en La Habana a merced de no pocos contratiempos, desde la burocracia hasta el cambio climático.

Hamburguesa de frijol negro y pan negro en el Shamuskia'o.

Hamburguesa de frijol negro y pan negro en el Shamuskia'o.

Son dos caras de una misma moneda. Una en el Vedado. La otra en La Habana Vieja. La primera se aposenta en una casona con jardín. La segunda se acomoda como puede en un inmueble que es casi una celda de castigo. De las paredes de una cuelgan obras de pintores cubanos. Periódicos viejos empapelan los testeros de la otra. La vedadense entrega elegantes tarjetas con caligrafía dorada. Con el boca a boca se anuncia la viejahabanera.

La mar de diferencias separa a Opera de El Shamuskia’o, pero hay puentes para cruzar las distancias entre esas dos paladares. Uno de ellos es la comida vegana, en un país sin mucha tradición y con flacas ofertas en la mayoría de los agromercados.

Otro son los avatares de hacer negocios en Cuba en tiempos de Donald Trump. Y un tercero, la ausencia de antecedentes familiares con militancias veganas o vegetarianas. Por último –y he aquí un parentesco casi de sangre– estamos ante una Aventura. Con mayúscula.

Opera

Opera. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Opera. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Es jueves. A las 3 de la tarde no hay un alma en Opera, pese a que todo está dispuesto para el primero que llegue.

¿Se siente la mala conducta de Trump?

“Demasiado, demasiado… Honestamente la diferencia entre el 2016 y este 2018 ha sido abismal”, sopesa Judith Almaguer.

Al final del mandato de Barack Obama los estadounidenses invadieron la isla. Pululaban. El turismo de curiosidad nunca tuvo mejor nombre que entonces. Finalmente la fruta prohibida, tan cercana y lejana al mismo tiempo, estaba bajo sus pies, mediante el programa People to people y otras coberturas inventadas a la carrera para permitirles venir.

“Se hacían muchísimos eventos especializados con universidades, seminarios, conciertos; fue una experiencia muy linda que ha bajado casi al 2 por ciento”, calcula Almaguer, la dueña de Opera, donde se puede escuchar bel canto, en vivo, mientras se come.

“Trump ha destrozado muchos proyectos”, lamenta esta tunera de maneras suaves y elegantes, mientras espera que algún europeo se interese por el menú.

Judith Almaguer. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Judith Almaguer. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Los europeos son ahora 90 por ciento de la clientela. Para los cubanos de paladar poco arriesgado, el negocio reserva la tradición: fricasé de cerdo y ropa vieja con las guarniciones de rigor.

Opera surgió de las ruinas. Judith Almaguer y su esposo, el chef italiano Claudio Tafarello, compraron un caserón de principios del siglo pasado en la calle 3ra. Castigado por el tiempo, la falta de mantenimiento y la corrosión del aerosol marino, el inmueble tuvo que ser primero rescatado como casa de vivienda y luego acotejado para restaurante.

Fue homérico. Tirar y levantar paredes. Resanar e impermeabilizar la cubierta. Reconstruir los pisos de mosaicos a partir de otra casa desahuciada que quedaba al fondo. Retocar la estuquería. Crear un jardín. Reponer algunas puertas y ventanas y replantear los sistemas eléctrico y sanitario.

Fachada de Opera. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Fachada de Opera. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Ante la falta de presupuesto, el mobiliario terminó siendo ecléctico. “Recopilar un poco por aquí y un poco por allá”, repasa Judith, hallando en el buscador Revolico “una silla, una mesa, el resto son nuestros muebles y lo incorporamos al estilo del restaurante”.

Fueron dos años de transformaciones y restauración que certifica un collage de fotos que cuelga en una de las paredes del bar.

En paralelo, Tafarello se ocupaba del frente externo. Traía de Italia algunas semillas: rúcula, brócoli, albahaca… para sembrarlas en una parcela de los padres de Judith en Tarará, una localidad playera en el este habanero, a unos veinte kilómetros de Opera.

“Tenemos raíces campesinas. Así que sabemos manejar el cultivo”, dice la emprendedora, partidaria de una conducta ambientalista.

Ñoquis de yuca, salsa de tomate, albahaca y queso parmesano de Opera.
Ñoquis de yuca, salsa de tomate, albahaca y queso parmesano en Opera.

Nada de químicos. Son enteramente productos orgánicos los que cultivan en Tarará. Algunos, necesitados de mediatizar el incorruptible sol del Caribe, son tapados con telas debidamente traslúcidas.

Un acicate para el matrimonio fue conocer a Carlo Petrini durante su viaje a la isla. El padre del movimiento Slow Food, la contrapuesta al fast food surgida en los 80, que considera criminal al actual sistema de alimentación, reforzó su ideario naturalista y sumaron el Opera a la corriente mundial de este italiano que preconiza una “economía social”, porque “la economía de mercado matará a la gente”.

Ravioli y ñoquis de Opera.
Ravioli y ñoquis en Opera.

Hay cambios, lentos, pera los hay. La cadena de restaurantes de comida rápida McDonald’s ya vende una McVegan para adultos en países escandinavos, el gemelo vegano de la Big Mac, hecha de soja y acompañada de un pan exento de leche y huevos.

En Cuba, la agricultura registra un importante grado de estacionalidad. Por lo general, concentra el mayor periodo de producción en los primeros seis meses del año y algún pequeño resultado que se obtiene entre noviembre y diciembre.

Según la FAO, la agricultura urbana y suburbana de la isla cosecha alrededor de 1 millón 90 mil toneladas de hortalizas y vegetales y da empleo a más de 400 mil trabajadores. Las granjas urbanas proveen 70 por ciento o más de todos los vegetales frescos que se consumen en algunas de las principales ciudades. Con esto la producción de vegetales en Cuba ya cubre el 50 por ciento de la demanda, por encima de la tasa de producción nacional de alimentos con solo 20 por ciento.

Ravioli de Opera.
Ravioli en Opera.

“Toda la familia está involucrada y de alguna manera compensa un poco la carencia de los productos a la hora de elaborar los platos frescos que hacemos. Ese es nuestro pequeño tesoro”, valora Judith.

El negocio familiar requiere manejar con sabiduría las estaciones de lluvia y seca, fabricar su propio compost y estar atentos a los ciclos reproductivos de especies como el perejil y dos tipos de romeros italianos, que son un ingrediente imprescindible para elaborar tanto los panes –con levadura 100 por ciento natural– como algunos tipos de pastas, y el provenzal ratatouille, “que lo hacemos a partir de una receta del norte italiano, donde incorporan el romero como parte principal del plato en sí. Ese es el valor agregado que tiene Opera para las ofertas veganas y vegetarianas”.

Ñoquis en Opera.
Ñoquis en Opera.

Además de los ravioli rellenos, otra especialidad de la casa es el ñoqui. Originalmente de papa y harina, el platillo depone su linaje ante las privaciones cubanas. “Aquí lo hacemos de yuca e incorporamos a ese plato diferentes salsas vegetarianas”, explica Judith.

Entre los aderezos se cuenta el tomate con albahaca y los hongos. El cliente escoge su plato y también la salsa que decida para acompañarlo.

“El 80 por ciento de los vegetales provienen de nuestra fuente familiar. Cuba obliga a ser creativos, pese a que la comida vegana que ofertamos es muy sencilla y fresca, pero exige a una renovación constante”.

La ausencia de un mercado mayorista y la imposibilidad de importar en términos comerciales, está detrás de esa creatividad a prueba de hartazgos.

Opera. Foto: Ángel Marqués Dolz.

“Hay que abrirse un poquito hacia otras estrategias para que de alguna manera cada cual, ya sea propietario de un restaurante, o de cualquier otra institución, o el propio Estado, cree fuentes de ingresos para el país”, propone la cuentapropista, mientras muestra la galería que sostienen las paredes de Opera: Óleos, acuarelas, plumilla, acrílicos y fotos de importantes firmas: René Francisco, Herrera, Nodarse, Lleras y Griñán, entre otros, pertenecientes a la colección de la revista canadiense Cuba Plus, con la cual el restaurante mantiene un acuerdo de colaboración.

Opera. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Opera. Foto: Ángel Marqués Dolz.

A los obstáculos cotidianos se suman los excesos del mar, para algunos, resultado del cambio climático.

En 2018, dos inundaciones costeras en el bajo Vedado los obligó a cerrar el local. La segunda, recién en diciembre, solo por un par de días. La primera, en mayo, por un par de meses. El agua subió hasta 60 centímetros. A la carrera tuvieron que encaramar mobiliario y logística. Fue tal la presión hidráulica que torció la compuerta metálica. A la 1 de la madrugada el mar entró como Pedro por su casa.

“La fase de recuperación fue difícil. Sacar la sal de las paredes, restaurar los muebles dañados y el sistema eléctrico. Fue una experiencia devastadora”, recuerda Judith y contrapesa con un “no hay que perder las esperanzas de que esta mala racha se termine”, apoyada sobre la imponente mesa de caoba tapizada con paño azul que domina el centro del comedor. Es puro decorado. No hay bolas, ni tacos. El juego de billar está prohibido.

El Shamuskia’o

Juan Manuel Valdés Sosa. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Juan Manuel Valdés Sosa. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Juan Manuel Valdés Sosa trabajaba en el puerto de La Habana como agente de seguridad cuando su jefa le dijo: “Piensa en grande y tus sueños se harán realidad, piensa en pequeño y te quedarás atrás”.

Hoy, lejos de ese día, la sentencia ha presidido sus ambiciones hasta levantar, casi de la nada, El Shamuskia´o, un proyecto que no tuvo capital extranjero ni parcela familiar que le permitiera conectar rápidamente con el éxito.

“Yo era constructor y restaurador y mi esposa es peluquera, y con el esfuerzo de ambos hemos logrado este lugar. Eran cuatro paredes. No había nada. Aquí todo lo he hecho yo. Soy el hombre orquesta”, proclama este emprendedor robusto y pequeño, cercano a los 45 años, cuyas manos callosas se las ven ahora con la suavidad vegetal de sus platos.

Boronia en el Shamuskia'o.
Boronia en el Shamuskia’o.

Aquí la rusticidad campea. O la humildad. Tal vez algunos lo aprecien como un atractivo. Mesas improvisadas sobre bases de antiguas máquinas de coser, un recurso muy socorrido en las paladares cubanas, asientos que fueron cajas de cerveza, una escalera esquelética, con peldaños de madera y paredes de mampuesto, a la usanza colonial del inmueble, al que un incendio en los 90 dejó en un cascarón ennegrecido.

Antes de convertirse en un nicho de comida vegana y vegetariana, el proyecto era hacer una peluquería con cafetería, pero ambos negocios, por higiene, se excluían. Después de dar vueltas al asunto, la familia terminó optando por un restaurante.

Musaka de berenjena, boniato, perejil y salsa boloñesa en el Shamuskia'o.
Musaka de berenjena, boniato, perejil y salsa boloñesa en el Shamuskia’o.

“Muchas personas venían preguntando por un menú vegetal, así que decidí marcar la diferencia en la zona”, recuerda Juan Manuel, quien acaba de llegar en su montañesa cargada de productos, luego de recorrer varios agromercados en La Habana Vieja, Centro Habana y Plaza, los tres municipios hilvanados en su rutina diaria en procura de insumos.

“No tengo suministradores. Soy un pequeño comerciante. Mi poder adquisitivo es bajo”, admite.

Garbanzo, calabaza y pimiento en el Shamuskia'o.
Garbanzo, calabaza y pimiento en el Shamuskia’o.

Juan Manuel es el chef. Idea y prepara los platillos, luego de consultar bibliografía por Internet. Primero los somete al paladar de su familia y de sus empleados. Estos últimos son solo cuatro. Un cocinero, un bartender, un mesero y un fregador. La contabilidad la lleva la esposa del dueño.

“Hacemos hamburguesas de legumbres, espaguetis de vegetales, usamos mucho la berenjena, con ella hacemos un plato típico de Grecia que es la musaka en su versión vegetariana”.

¿Eres fiel a la gastronomía vegana? “Sí, como no, trato todos los días de ser lo más fiel posible… Aunque he tenido que innovar. Hay productos que se dificultan mucho en Cuba.” Así que en la musaka, hecha a partir de berenjena, papa y salsa boloñesa, un platillo gratinado al horno, tuvo que reemplazar la patata por boniato y, para sorpresa de todos, “es uno de los platos que más vendo aquí”, dice Valdés Sosa, quien ha tenido que lidiar con inspectores a la caza de bonificaciones. “Yo tengo un lema: Conmigo van presos”.

Jesse, su hijo y el saxofonista. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Jesse, su hijo y el saxofonista. Foto: Ángel Marqués Dolz.

El restaurante tiene siete mesas. Alemanes, españoles, ingleses, estadounidenses, franceses, chinos y japoneses han degustado sobre sus tablones la oferta de jugos de frutabomba, apio, melón, zanahoria, toronja y espinaca, entre otros; y escalivadas, quesadillas, lasañas, paellas, emparedados y ensaladas y parrilladas al pesto, todo de vegetales frescos.

La etimología de Shamuskia’o hay que buscarla en la jerga popular. Aunque proviene de chamuscado, algo quemado superficialmente, la norma la usa en el sentido de desarreglado, tosco o falto de terminación, como es el caso de la paladar de Valdés Sosa, cuyo nombre lo propuso una de sus hijas.

El Shamuskia'o, planta alta. Foto: Ángel Marqués Dolz.
El Shamuskia’o, planta alta. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Una funcionaria de la Oficina del Historiador consideró vulgar el rótulo de El Shamuskia’o, de modo que Juan Manuel no ha podido radicar un anuncio en la puerta de su restaurante. Como alternativa diseñó un cartel con Vegan Food, tampoco admitido por la burocracia aduciendo que no puede haber identificaciones en idioma extranjero.

De modo que la intuición, la curiosidad o la suerte fue la que condujo los pasos de Jesse y su hijo a degustar un almuerzo en la calle Muralla, donde hay que ser un fisgón de primera para detectar la existencia de esta paladar, donde su dueño le rinde culto a sus ídolos de infancia: Tatanka Yotanka o Toro Sentado y Quanah Parker, este último tatuado en su musculoso brazo.

Jesse vive en Florida y en inglés dice que la comida le parece increíble. “Muy fresca y muy barata comparada con la que obtengo en Tampa”, evalúa con una sonrisa, luego de confraternizar con el saxofonista y el guitarrista de ocasión, dos músicos ambulantes que entre otros estándares han acompañado el almuerzo de Jesse con “Careless Whisper”, uno de los hits de George Michael en los 80.

El Shamuskia'o. Foto: Ángel Marqués Dolz.
El Shamuskia’o. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Juan Manuel despide a los visitantes con un apretón de manos. Aunque crucifica a Trump, “que fastidió el negocio” y glorifica a Obama, “porque todo estaba a full”, algún que otro estadounidense pasa por El Shamuskia’o, ahora que según los últimos informes están discretamente aumentado sus escapadas a la isla.

“Son los mejores clientes: te pagan un Cubalibre que vale 2.50 (CUC) con un billete de 20 y te dejan el vuelto”.

¿Entonces saldrás adelante? “Es muy temprano aún para decirlo. Hasta ahora lo único que me da es para comer”, dice encogiéndose de hombros.

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