La teacher

Su nombre es Leonor Miranda pero nadie la llamaba así. Para los demás profesores de la Lenin y para todos nosotros, sus alumnos, era La teacher.

Aunque nos parecía una mujer “mayor” a la vista de nuestros doce años, no debía pasar de los treinta. Tenía dos hijos, que veíamos muy esporádicamente porque no estudiaban en nuestra misma escuela, y poseía tantas cualidades que resulta difícil resumirlas.

Empecemos por lo que llamábamos “porte y aspecto” en términos disciplinarios. Creo que jamás conoceré a nadie a quien le importe menos. La teacher –quien obviamente impartía clases de inglés– se vestía digamos de forma tradicional para su género solo cuando le tocaba su turno de clases. En esos breves momentos, lucía un vestidito de algodón que debió heredar de su madre, y calzaba unos zapatos comunes, gastados, ajenos a toda moda. El resto del tiempo, que era la mayoría, usaba ropa de campesina educada al estilo militar. Sombrero de yarey, pantalones verdes o de camuflaje, camisa de mangas largas abotonada como para resguardar el busto de la Monroe, y botas altas, de teniente, casi siempre sin acordonar hasta arriba. Dicho así, parece la imagen de alguien férreo, sin atributos femeninos, pero no es la verdad.

La teacher era una criatura consagrada a su trabajo –o sea, a educarnos a nosotros, diablillos terribles–, exigente consigo misma y por consiguiente, con el resto del planeta, una maestra durísima y maravillosa a la vez. Concentraba todo lo que la sociedad impone como “dulzura de mujer” en su gentileza maternal. Si bien no era fácil provocarle una sonrisa, cuando se lograba, su rostro adquiría una luminosidad particular. Los ojos, pequeños, adiestrados para observar hasta lo más nimio, se le achinaban, y su boca dibujaba una pícara mueca, que bien sabíamos efímera. Su sentido del humor era, también, peculiar. No mostraba alegría, ni siquiera complacencia a menudo, pero dominaba la ironía a la perfección. No era raro escucharle decir, por ejemplo: “Se nota que te divertiste mucho en el pase, pero el estudio te importa poco. ¿Qué tal si pones el mismo empeño de la playa en aprender?”

Nos trataba a todos(as) por igual, algo significativo en una escuela donde, como en la sociedad misma, los niños(as) proveníamos de distintos niveles tanto instructivos como económicos. A La teacher no le importaba de qué familia procedíamos, sino cual era nuestra conducta en la escuela. Su nivel de exigencia, el rigor que pautaba su vida, era insobornable. Llegó a responsabilizarse con la dirección de nuestro grado, de modo que además de ser nuestra profesora de inglés, era la jefa de toda la unidad cuatro. O sea, la máxima autoridad a la cual teníamos acceso los alumnos, y el resto del colectivo de profesores.

Su prestigio jamás fue puesto en duda: era, en el buen sentido, dueña de todo cuanto sucedía en nuestro curso. A ella acudían maestros, alumnos, jefes de albergues, instructores, dirigentes de la FEEM y cuanto ser existiera, para que aconsejara, deshiciera entuertos o tomara medidas de castigo. Incluso los Tíos y Tías encargados de nuestra actividad agrícola también solían pedirle ayuda –o dar quejas– a La teacher. Esa sabia mujer decidía por todos, con un sentido de la justicia y también del honor dignos de reconocer. Jamás castigó a nadie que no lo mereciera, y, sobre todo, se ocupó de resolver ella misma cuanta dificultad apareciera en el camino, de manera que la dirección central de la escuela –un sitio al que le teníamos pavor– nunca supo de nuestra existencia. Enviar un alumno a la dirección central era para nosotros, una expulsión segura, y supongo que para La teacher, un fracaso. Nunca sucedió algo semejante.

Sé que alguien podrá acusarme de mitómana, pero mis colegas no me dejarán mentir: ella se aprendió los nombres y los apellidos de cada uno de nosotros, algo pantagruélico si se tiene en cuenta que éramos unos mil alumnos. Y no solo eso, sino que además, memorizaba los horarios de cada turno de clase que tuviéramos. Esta capacidad única le permitía sorprendernos a cada paso, o mejor dicho, impedía cualquier intento de engaño de nuestra parte. Si, por ejemplo, encontraba a Esther María deambulando por uno de los jardines, La teacher le decía “Esther María Hernández Arocha…paseando a esta hora…hum ¿no debía estar usted en el aula, en el turno de Química?”

Cuando cumplía su turno de guardia nocturna, era implacable con el horario, que a partir de las diez de la noche se consideraba “de silencio”. Los demás miembros del claustro, cuando estaban de guardia, nos gritaban desde los bajos de los albergues “!Cállense ya, y apaguen las luces!”, pero La teacher hacía mucho más. Subrepticiamente entraba al albergue hasta llegar a quienes conversábamos, oíamos música, o nos reíamos. La oscuridad era tremenda, de forma que nos sorprendía “en el brinco”, citando nombres y apellidos de los (as) indisciplinados(as). Era algo vergonzoso y cómico a la vez. Decía, por ejemplo: “Muy bien. Son las once y quince minutos, y resulta que Aurora Rodríguez, Beatriz Polanco, Karen Yelin, Celeste Echevarría y Bertha Fernández no tienen sueño y conversan como si estuvieran en el portal de una cafetería. Hagan el favor de cumplir con el horario de silencio y CÁLLENSE”. De más está decir que la obedecíamos sin chistar. No nos amenazaba con determinado castigo, simplemente nos hacía cumplir el reglamento con su presencia.

Durante seis definitorios años se mantuvo a nuestro lado sin faltar un solo día. Crecimos mientras ella envejecía. Nos convertimos en adultos jóvenes, escogimos nuestro futuro estudio, nos graduamos en una ceremonia espléndida luego de estampar nuestras firmas en el Pico Turquino, el más alto de Cuba, y La teacher nos acompañó siempre. Incluso en aquella escalada, que si para la juvenilia resultó dura, para ella debió ser descomunal.

No es posible hablar de nuestros años en La Lenin sin evocar a esta mujer irrepetible, a quien debemos gran parte de la sobrevida. Como suele suceder, no tuvimos oportunidad –ni madurez suficiente– para agradecerle su generosa educación, su modestia, su sentido de la justicia.

Hace diez años la vi por última vez, en un encuentro que se llevó a cabo en los bajos de la Facultad de Economía. Me emocionó muchísimo reencontrarme con ella. Apenas había cambiado, seguía siendo la dama majestuosa de los zapatos viejos, la gran maestra que se consumió mostrándonos el cenagoso camino de la vida. Alejada de todo glamour, nos fue saludando a medida que entrábamos al local de la reunión, y entre risas repetía la mayoría de nuestros nombres. Ay, teacher, es hora de que sepas cuán intensa es la huella que dejaste en nosotros, y permíteme el irrespeto de tutearte. Aunque muy tardíamente, estés donde estés, quiero que sepas que tu imagen permanece en nuestra memoria como lo que siempre fuiste: una indiscutible reina.

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