Maestro del Seguimiento

Foto: Getty Images.

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Fui maestro de primera enseñanza en mis noches juveniles. Coloridas noches. El estado me pagaba 25 pesos al mes por enseñar en el programa oficialmente conocido como “Seguimiento”.

Durante el día, como alumno de décimo grado, me trasladaba desde el Central Carmita hasta Camajuaní para recibir lecciones. En horario nocturno, tras el baño y la comida, batallaba con mis ocambos, la mayor parte alfabetizados en 1961. El certificado de sexto grado era el tesoro a extraer de las profundidades del cerebro y las horas de relax de aquellos que debían seguir cultivándose.

Corría 1967. Se hablaba mucho de la guerra en Viet Nam, de la guerrilla del Che, de los Juegos Panamericanos de Winnipeg. ¡Ah, aquellos juegos! Todavía me duele la derrota de Manuel Alarcón, quien pese a enseñar el número estampado en su espalda al hacer el wind-up, cayó en el partido decisivo frente al gringo John Curtis. Tuvimos que conformarnos con una medalla de plata, que nos supo a zapato.

Mis pobres alumnos, la mayoría obreros del central, tras cumplir sus duras jornadas, renunciaban a la data de dominó; a oír por radio a Chan Li-Po; a ver la telenovela Horizontes en la TV colectiva del sindicato. O a azuzar calenturas en las cruentas porfías desatadas en el portal de la Tienda del Pueblo, a veces sobre fenómenos insólitos. Una noche –lo recuerdo bien– Zoilo Mondeja le “demostró” a Toribio el modo en que las estrellas zumban, de madrugada, por los terraplenes.

Con eficaz modorra y escasa asimilación se sometían a mis lecciones. Partía el alma ver cómo trataban de atornillarse a la sien los quebrados y pretéritos pluscuamperfectos. Muy pocos alcanzaron a comprender las complejidades del máximo común divisor y el mínimo común múltiplo; o a descifrar oraciones con formas compuestas. El verbo “haber”, en función auxiliar, con  sus conjugaciones “he”, “había”, “hube” y “habré”, les inoculaba tropezosos enigmas.

Necesitaban aquel certificado, entre otras cosas, para que no los jodieran más. Pero también para una evaluación laboral que les mejoraría el salario. Ese era el caso, por ejemplo, de Pascual Zulueta, un negro de 54 años, cerca de 1.90 metros de estatura y hablar melódico. Desde aquella época, hasta el final de su vida aquel titán de chapapote me dijo “Maestro”, pese a que me llevaba 37 años.

Oficiaba como carpintero “B” de grúas y romanas, con un jornal diario de 5.36; por supuesto que aspiraba a que lo evaluaran de “A”, para subir a 6.32. Pero Pablo Mederos, responsable de personal, le dijo casi con saña: “Sin el certificado de sexto grado, ni vengas a verme, que no hay arreglo”.

Esa familia, los Zulueta, era muy pintoresca: decentes y trabajadores como pocos, a cada rato nos hacían reír sus ocurrencias. Por mucho que me empeñé, nunca logré que Pascual desembarcara en el mapa sobre la isla de Turiguanó; ese viaje por las inmensidades del pizarrón lo alteraba tanto como si estuviera circunvalando la Tierra, todo un Magallanes en el puente de mando.

Se perdía Pascual por el archipiélago Jardines del Rey y, tras sobrevolar toda la cartografía, posaba su mano sobre el cayo equivocado y escribía: “Iganó”. Resulta evidente, por tanto, que nunca conseguí, pese a mi empeño, que escribiera el nombre de la isla con cada una de sus letras en el sitio correcto.

Pero él no era culpable. Había nacido pobre y negro en 1913, y por supuesto que debió abandonar la escuela temprano para dar su aporte a la economía familiar. Cuando aún era pichoncito y su padre lo mantenía, se encaprichó en que le regalara, el día del cumpleaños, un cinto con una “P” en la hebilla. Tanta fue la pejiguera que en la fecha señalada el viejo le dio la sorpresa. Pero tras el alegrón, un detalle hundió a Pascual en el desconsuelo: la hebilla no traía una “P” sino una “R”. Montó un buen berrinche:

—Pero me trajiste el cinto con una “R”, y yo me llamo Pascual.

El padre se encogió de hombros, lo miró con una mezcla de tristeza, indiferencia y autoridad.

Tajante, concluyó:

—Da igual Pascual que Rascual, lo importante es que no se te caigan los pantalones, así que déjate de insolencias y piérdete de mi vista.

Ya antes mi alumno había dado señales de precocidad, pues un día, mientras cursaba el segundo grado, la maestra –una sola para todos los niveles– preguntó a los alumnos de sexto:

—A ver, quién de ustedes me dice cuál es la parte más importante del cuerpo humano.

Ninguno de los implicados se manifestó dispuesto a responder. Solo Pascual, con el brazo en alto, insistía.

—Parece mentira –refunfuñó la prestigiosa maestra normalista– que solo Pascualito, de segundo grado, lo sepa, y ustedes, tan zangaletones, no… A ver, hijo, diles cuál es la parte más importante del cuerpo humano.

—El bofe, maestra –respondió el infeliz y se formó la gorda.

Basilisio León era uno de mis alumnos más activos. Septuagenario, pero con lecturas, siempre buscó agarrarme en falta y enmendarme la plana. Él no necesitaba evaluación ni la cabeza de un guanajo, pues llevaba años cobrando el retiro, pero nunca faltó una noche, no sé si por joder o por verdadero afán de aprendizaje. Tal vez fuera –pero yo lo ignoraba– un polemista en ciernes.

Entonces, en una clase donde leíamos que el café lo había traído a Cuba José Antonio Gelabert, en 1748, me interrumpe súbitamente:

—¡Pues no, señor, el café lo trajo a Cuba el abuelo de Maceo, que era francés, y vino en un bergantín de tres palos!

¿Quién podía tener réplica para eso? Ni siquiera porque el libro de texto respaldaba mi lección, Basilisio se dio por vencido. Le prometí investigar.

Buscando “donde nunca jamás se lo imaginan” pasé como una semana, hasta que di con un viejo folleto de décimas, titulado El combate, edición de 1924, de una controversia sostenida por los célebres improvisadores de inicios del siglo XX: Juan Ruperto Delgado Limendoux (El vate sagüero) y Octavio Ordóñez Santana. Allí encontré el origen del error, o parte de él: lo referido al abuelo de Maceo. Lo del bergantín de tres palos lo llevé a mundiales, y aún tengo la asignatura pendiente.

Limendoux y Santana –también Gregorio Morejón y Miguel Puertas Salgado– se hicieron famosos en los albores del siglo pasado por sus controversias didácticas. Disertaban, con preguntas y respuestas en décimas, sobre astronomía, mitología, literatura, historia…

En un pasaje del ajado folleto, Ordóñez pregunta y Limendoux responde:

Ordoñez

Dime, pues, vate querido,

¿por dónde vino el café,

de dónde, en qué siglo fue

y por quién fue remitido?

¿De dónde y cuándo ha venido

la caña, fruto eminente,

que surgiendo floreciente

en mi Cuba idolatrada

hizo que fuese apreciada

en el nuevo continente?

 

Limendoux

La caña aquí de Canarias

en el siglo quince vino,

por Haití según convino

España en eras precarias.

Trajo el café y frutas varias

el siglo dieciocho a Oriente

Maceo, francés que indulgente

emigró por Martinica

a esta patria, hoy la más rica

en el nuevo continente.

René Batista Moreno, investigador folclórico ya fallecido, estudió en profundidad la figura de Limendoux. Resultado de sus indagaciones es el libro Limendoux: leyenda y realidad (Editorial Capiro, 2009). Siempre me habló sobre la influencia de esos materiales en la cultura de los campesinos de la época.

Por supuesto que no saqué a Basilisio de su error, pero le pedí encarecidamente que cuando hiciéramos la prueba final, si esa pregunta salía, respondiera con mi versión, no con la suya.

Marino Sarduy Vega era otro discípulo muy querido. Su estrepitoso sentido del humor y su limpia bondad contrastaban con sus malas pulgas. De hecho, si era mi alumno se lo debía a que en una discusión en una cola para comprar una bicicleta le “bajó un testero” a Felo Rodríguez con un uppercut en el ojo izquierdo. A él también le sonaron su gaznatón, pero en la mandíbula, más resistente.

Al juicio popular asistió todo el batey. Felo declaró que aunque Marino le había dado “un piñazo prácticamente a traición” estaba dispuesto a ser su amigo. Marino, pronunciando las “eses” como “zetas” –peculiaridad de su dicción– y con un encabronamiento de tres pares, desplegó su defensa:

—Señor juez –se dirigía a Moropo, juez lego que presidía el tribunal– yo solo le voy a hacer dos preguntas.

Absurdo jurídico: el acusado interroga al juez:

—La primera es que me diga cómo se le puede dar un piñazo a traición a un hombre… ¡por un ojo! Y la segunda es que me diga por qué aquí nada más que se habla del piñazo que yo le di a Felo y nadie menciona el piñazo que Felo me dio a mí, que, mire… ¡llevo una semana sin poder bostezar!

Bueno, la sentencia fue que Felo estudiaría hasta el tercer grado y Marino –por infligir la mayor lesión– hasta el quinto.

Otros alumnos y alumnas les daban color y sabor a aquellas noches mías de fervor pedagógico: Cucú Guardado, que de tan recatada, quiso parir con el blúmer puesto y ante cada pregunta que yo formulara repetía sin cesar: “yo lo sé, yo lo sé, pero me pongo nerviosa”; Tera Montiel, alias Macora, la única persona que he visto atorada con harina, muy buena en Matemática pero fatal en Historia; Giraldo Segredo, alias Cholo, músico empírico, muy afinado, cuya interpretación más socorrida era el himno de las Brigadas Conrado Benítez, acompañado por los pedos rítmicos que hacía soplar con la mano debajo del sobaco, aleteando; Andrés Moreno, un zurdo que en un tope boxístico que organizó Lalo Milián, del Inder de Camajuaní, derrotó a cuatro rivales, uno detrás del otro, en menos de tres minutos; María la Panadera; Delfina la Lajera; Juan Lamé, escaso de vista desde chiquito, que a la pregunta de “¿Qué letra es está?”, respondió: “Maestro, por mi madre que veo nada, pero para mí que es la me”, y Mongo Picha plana. Todos sin excepción –con un tilín de ayuda–, aprobaron la prueba final, en su momento.

Yo impartía cuarto, quinto y sexto grado en un mismo local. En mi aula, Marino debía extinguir su sentencia pero le faltó muy poco para desgraciarse.

Explicaba yo una suma de números mixtos y Basilisio León arranca a impugnar la forma en que se debía convertir un mixto en quebrado impropio. Tanto, y con tanto manoteo me discutió, que Marino, sentado junto a él, no pudo aguantarse:

—¡Le ronca, ya usted quiere saber más que el maestro! ¡Verdad que hay que tener sangre de pato para aguantar sus pesadeces! Mire, salga para afuera…

Ya Basilisio se subía las mangas, con bufidos de león, y se ponía de pie…

Suerte que logré aplacarlos:

—¡Calma, por favor, compañeros, que los condenan a aprobar la secundaria!

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