Sácate esas ideas de la cabeza

Yo llevaba tres meses enteros en La Habana sin casa, sin comida y sin amor. Y reunir tres ausencias de ese tipo en una sola línea podría resultar excesivo, pero no encuentro otra manera de decir estas cosas a no ser que les diga que yo andaba con hambre casi a toda hora y que por eso mismo comía desquiciadamente pizzas de diez pesos, porque me aterraba el movimiento de las tripas allá abajo, que cuando empezaban a retorcerse me ponían a pensar y aquellos no eran tiempos buenos para eso, al menos no eran los mejores. O a no ser que les diga que llegaba casi siempre cerca de las doce o la una de la mañana a casa de algún amigo distinto para que pensara que venía ya con el estómago lleno porque uno no puede estar abusando de los amigos me decía mi madre, vira ya  para acá que aquí naciste tú y no en esa dichosa Habana. O que les diga que yo hacía todo esto sola, y que ahora no logro recordar si tenía alguien cerca o no, pero recordarlas así, de este modo preciso, me hace pensar que yo andaba por aquellos días, como les iba diciendo, sin casa, sin comida y sin una sola traza de amor. Entonces me alquilé.

Y empecé a pagar cada jodido mes una cantidad de dinero que duplicaba cómodamente lo que ganaba en aquel momento. A ver, no lo he contado todo.  Yo sabía desde hacía un buen tiempo que las cosas iban a ser más o menos así, no porque me lo hubiese dicho nadie sino porque yo llevaba, en realidad, más de cinco años en La Habana. Pero los años de universidad no aportan mucho a estas historias porque se resisten a ser parte de cualquier otra cosa que no sean ellos mismos. Lo que importa, en realidad, es que así estaba todo cuando me la encontré en aquel bar y me dijo que yo tenía razón, que mi vida era una mierda y que ojalá tuviera, al menos, un poco de suerte.

Todo empezó de una forma bastante ordinaria, empezó como empiezan la mayoría de las veces las historias de este tipo. Era, creo recordar, una noche no muy fría de diciembre y yo llevaba sentada alrededor de una hora en un bar de allá de Cienfuegos con una amiga, hablando de algo, de lo que fuera, y mirando alrededor de las luces rojas y azules la gente que iba entrando con alguna carcajada luminosa o con un buen impermeable. Ya nos habíamos fumado media caja de unos cigarros que había comprado esa misma tarde cuando entró esa otra muchacha por la puerta y mi amiga se puso de pie en un salto y empezó a hacerle unas señas que entre el humo y todo lo demás parecían casi compulsivas. Entonces aquella muchacha, con el pelo muy negro y los ojos tan grandes que parecían desprendidos de la cara, se fue acercando con una cadencia imprevista, una cadencia que de algún modo llegó a horrorizarme. Y la noche transcurrió, les digo, en medio de un horror que se escurría desde un cuerpo hasta otro cuerpo y que a ratos tomaba unas tonalidades más azulosas y a ratos se hundía en un color púrpura.

Se sentó en la mesa y me dijo que en efecto, como mi amiga me debía haber contado, ella tenía un apartamento en La Habana, cerca de Carlos III, de un tío que se había ido del país a finales de los noventa o algo parecido, y que hacía rato andaba buscando a alguien de confianza para que le cuidara el lugar, que de tanto estar cerrado tenía una humedad terrible y le habían caído como veinte años arriba. Que le importaba poco el dinero, que si quería pagarle algo estaba bien y si no daba lo mismo. Y me preguntó el nombre.

Olga. Se lo dije y me quedé callada hasta que volvió a preguntar y le contesté que trabajaba en teatro y que escribía con cierta regularidad algunas notas que me alcanzaran para pagar el alquiler, sí, estoy alquilada en Santos Suárez, pero que mis notas en realidad nunca me habían servido para pagar ni un solo mes de alquiler. Le expliqué que tenía las dos habitaciones más grandes de la casa repletas de libros a medio terminar, libros que no concluía nunca porque eran muy largos o muy raros. O por los ojos. Eso, que la vista siempre me dolía porque no me acababan de hacer una jodida medición que valiera la pena, y que aunque no había ninguno en la cocina todos aquellos libros, todos mis libros, tenían impregnados un olor muy fuerte a comida en los lomos y que eso era una cosa rara si uno se ponía a pensar, porque yo nunca cocinaba allí, que me compraba una pizza o unas hamburguesas muy malas pero muy baratas que vendían cerca de la esquina de Toyo. Dije todo eso como se los he contado, o más o menos, y lo dije sin parar, sin cogerle una sola bocanada al cigarro que se me había apagado hacía unos segundos entre los dedos.

Y ahí, no sé bien por qué, empezamos a calcularnos desde uno y otro lado de la mesa. Ella me miró la postura descuidada, la piel reseca, el pelo medio quemado. Yo no me atreví a tanto porque algo en mí, supongo, se sentía en franca desventaja. La verdad es que en aquellos tiempos me había percatado ya de que cualquier semejanza en mi rostro con alguna de esas piadosas ideas sobre la belleza se había ido a la mierda y ella tenía eso a su favor, porque no solo parecía una condenada versión de Madame Pogany en bronce, sino que además era unos tres o cuatro años más joven que yo y en aquel momento, en aquel instante preciso de la vida, cuatro años contaban como cuatro sacos de harina mojada.

Entonces me percaté de que algo no andaba bien. Puede que me haya percatado un poco después o un poco antes, pero algo, definitivamente, no andaba bien para esa hora de la noche. Ella, de algún modo, había entendido que todo era una maldita mentira, que yo tenía los dedos muy cortos o las manos demasiado anchas para haber escrito y sobre todo leído tanto. Pero no dijo nada, se limitó a mirar el lugar, la gente que entraba y salía cada seis o siete minutos, a marcar el ritmo de la canción de fondo. Yo, como les he dicho, solo había hablado de mis insufribles notas en un periódico de teatro, pero por alguna razón ella entendió que yo le había dicho que escribía poemas, poemas larguísimos que nunca le enseñaba a nadie porque eran ideas muy viejas, que no tomaban por sorpresa, que salían de un foso común, que en cualquier caso daban un poco de risa o un poco de lástima.

Ella, les digo, debió entender estas cosas, porque subió con el cigarro entre los dientes hasta un escenario muy reducido que había en aquel lugar y le dio dos golpes al micrófono para comprobar que no servía en lo absoluto, que allí no se había parado nadie en cualquier cantidad de años, pero de todas maneras se arrancó el cigarro de la boca y se acercó a aquella armazón inservible que se iba tragando las palabras ferozmente y empezó a hablar, a decirme que no podía ser triste, que no lo era en ningún sentido. Podrás decir lamentable pero triste no. O sea, a quién le provoca una depresión enterarse de que el maldito poema que le ha estado estrujando los ojos durante dos o tres noches no es más que una reescritura, buena o mala, qué más da. Solo estoy diciendo que nadie debería sentirse mal por tropezarse con un poema que ha estado exprimiéndose durante madrugadas enteras. Podrás horrorizarte con la fecha, cuarenta, cincuenta, ciento veinte años antes se había dado de bruces contra cualquier otro discernimiento, pero piensa, tú ni siquiera estabas viva, qué más da. No hay nada de malo en eso, así que no pretendas que sea algo triste. Quiero decir que otros llevan dos mil, tres mil años antes que tú por aquí y se te ocurre que es bueno, que es una razón para estar realmente feliz que un poema cualquiera, sin más, se te venga a reventar a ti en los dedos en una noche ni muy clara ni muy oscura, como estas últimas de diciembre. No sientes ninguna compasión por la literatura. Lamentas, en realidad, que la literatura entera no hubiese zozobrado antes de llegar a ti. Pero no redimimos nada, sácate esas ideas de la cabeza, no inventamos nada, vamos tropezando por ahí, con suerte, a ciegas con las cosas. Y no hay nada que hacer. Hay poco que decir en la misma medida en que hay mucho que decir. Todo está en el clima y en la cantidad de café y comida y alcohol que tengas en el estómago y en cuanta gente tengas en ese minuto alrededor tuyo. Sí, todo está en eso. Y si lo piensas bien, es un alivio.

Dijo cada una de estas cosas con aquellos ojos tremebundos hundidos en los míos a través de las luces azules y rojas y enderezó el cuerpo hacia donde yo estaba sentada todavía y me dijo que no había estado tan mal ¿verdad?, que nunca se podía resistir a los karaokes y que ella siempre escogía esa canción no por nada en especial, sino porque creía que la afinaba un poco. Y mi amiga, que es la muchacha sonriente de la foto que puse arriba porque esa foto es lo único que me queda de esa noche de diciembre, asintió varias veces con la cabeza y alegó que, en efecto, lo había hecho muy bien. Entonces aquella cantante de karaoke que parecía una condenada versión de Madame Pogany en bronce, aplastó el cigarro contra la mesa y me dijo que me olvidara de eso, que buscara algo más, que ella nunca había tenido un solo cuarto en La Habana, que si había ido dos o tres veces era mucho y  que de algún modo lo sentía. Se subió el zíper del impermeable hasta el cuello y fue caminando hasta la puerta con aquella cadencia que había empezado a horrorizarme hacía una hora exacta. Y solo cuando estuvo casi completamente del otro lado se volteó y me miró de una forma bastante compasiva, como se miran las cosas que no interesan mucho, como se leen los poemas menores, y me gritó suerte, que tengas un poco de suerte, o al menos eso entendí yo.

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