Secuelas en el campo

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Se acabaron las vacaciones. Nuestros hijos se reincorporan a sus escuelas. El nuevo curso promete ser el mejor de la historia si nos atenemos al hecho de oír año tras año, en los últimos días de agosto, en boca de los directivos del Ministerio de Educación, que este período lectivo será mejor que el anterior. Pero la realidad no marcha a la par de la propaganda.

El sistema educacional cubano, frente al babyboom de los sesenta dio un vuelco con la creación, a comienzos de la década de los setenta del pasado siglo, de las escuelas en el campo. El sistema constructivo Girón germinó en las sabanas cubanas y fueron cientos los centros que, con la denominación de ESBEC (Escuela Secundaria Básica en el Campo) e IPUEC (Instituto Preuniversitario en el Campo) pasaron a formar parte del paisaje nacional de este a oeste y de norte a sur.

Todo ello presupuso el crecimiento acelerado del personal docente; buena parte de este se nutrió del Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech, constituido, al igual que el de los llamados “maestros emergentes” de los dos mil, por jóvenes muy jóvenes.

La diferencia: aquellos de los setenta dieron “el paso al frente” ante una campaña que los colocaba como abanderados de una colosal revolución educacional; resultaron ser lo mejor de una generación de maestros formada por algunos destacados intelectuales cubanos.

Estos otros maestros de principios de los dos mil y que pueblan hoy las aulas, en su mayoría, eran muchachos sin vínculo laboral ni educacional, que fueron “salvados” por la sociedad; arrastraban los desatinos de las crisis de los noventa y de una enseñanza que perdió sus raíces en los propios surcos en los que pretendió afincarse.

Es deuda de la sociología cubana estudiar cuánta mella hizo, entre otras cosas, el hecho de separar a los hijos de sus padres, precisamente cuando arreciaba la crisis económica, con la supuesta “garantía” de tener asegurados en la beca la alimentación, la salud y la instrucción.

“Una escuela en el campo y un fin de semana en La Habana”, como dijo Formell, fue lo que quedó como vínculo entre los adolescentes y sus familias. En estas condiciones, la concepción estudio-trabajo, lejos de despertar el amor por este último, creó en buena parte de los jóvenes animadversión ante todo lo que significara tierra, ampollas y sudor. Ni siquiera en términos económicos esta vinculación a tareas agrícolas fue siempre positiva. Al cabo de los años se entendió que a veces los estudiantes en el campo, trabajando media jornada, sin motivación, sin habilidades ni la especialización necesaria, terminaban dañando cultivos o incrementando costos.

El experimento fue posible en los setentas y ochentas gracias a una economía apuntalada por el campo socialista. Al fin, colapsaron los dos casi al unísono, pero los IPUEC desaparecieron bastante más adelante, a pesar del insistente reclamo de la sociedad de reabrir preuniversitarios urbanos. Durante años solo los muchach@s “enfermos” o muy bien apalancados pudieron evitar lo que para algunos era un suplicio: la beca.

La experimentación continuó cuando se vio que sobraron los planteles pero faltaban los maestros. La crisis económica hizo que los salarios de los educadores se convirtieran en sal y agua, y miles de ellos emigraron hacia otros sectores ocupacionales o fuera del país.

En tiempo record entonces se fabricaron maestros emergentes que surgieron para apoyar un propósito que le quedaba muy grande a un país que todavía tenía pendiente levantarse de la catástrofe económica de los últimos años: cada maestro tendría no más de veinte alumnos, y contaría, como complemento-sustituto, con un “moderno” sistema de impartición de clases basado en un televisor en cada aula y teleclases a través de dos canales de alcance nacional. Los resultados no fueron los esperados.

La educación cubana sigue siendo ejemplo para los países del Tercer Mundo, por su cobertura y su calidad, pero se aleja de los índices que la situaron con estándares de país desarrollado.

De un curso a otro las deficiencias se hacen sentir: las instalaciones escolares, los maestros, los programas docentes; los padres se quejan y un por ciento cada vez mayor, paga repasadores.

Este curso 2016-2017 comenzará para un millón 700 mil alumnos en 10 600 instituciones educacionales, según explicó hace pocos días en la televisión cubana la Ministra de Educación Ena Elsa Velázquez Cobiella. También afirmó que está garantizado el 94 por ciento de los educadores, mientras que están “inactivos” –así dijo— más de 11 mil maestros. No quieren volver a las aulas.

De año en año la disponibilidad de maestros en Cuba decrece. “En ocasiones la cifra de los que no nos siguen acompañando es mayor que los que egresan de los centros formadores”, explicó la funcionaria.

Hace una semana matriculé a mi hijo en su nuevo centro escolar, donde comienza a formarse en estos días como técnico medio. Me animó observar un colectivo de maestros bien preparado y con vocación, cualidad ausente en los que le precedieron; hay que tener mucha vocación para permanecer en esa institución medio en ruinas, cobrando una miseria y cargar, además, con la responsabilidad de formar el futuro.

Al regreso de las gestiones me topé con una profesora de la Vocacional Lenin, en la que cursé mi enseñanza secundaria y preuniversitaria entre los años 1974 y 1980. Me contó lo que ya sabía yo: gran parte de la amada escuela de mi adolescencia está inutilizada, sus piscinas son terrenos improvisados de fútbol, su inmenso policlínico solo sirve hoy para consultas de urgencia… Si la institución que ayer fue vitrina del sistema educacional cubano está así: ¿puedo exigirle algo a la modesta escuela de mi hijo?

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