Una línea de cobertura

Y si un caballo ladra no lo sabremos nunca porque los caballos no ladran.

El cinco de febrero de cada año, y ya cuentan veintitrés de estos, después de una semana y un día recorriendo monte y excavándose las voces en dos o más funciones diarias, los Cruzados salen hacia Vega del Toro: un hueco que se escurre al pie de unas montañas sin sosiego por disimular este paraje que nadie sabe muy bien desde qué imaginación aumentada desemboca. El Toa enfila por aquí un cauce muy poco estrepitoso, pero cuidadosamente provisto de piedras centelleantes, a ratos verdes o azules o negras, que terminan por desvanecerse fuera del agua en un mate inofensivo, como algunas certezas cuando se les respira casi arriba.

Las mañanas se van alzando lentamente, como si llegasen aquí extenuadas uno no sabe bien por qué. Las crías andan juntas y sueltas por los alrededores. A veces desaparece un macho durante un par de meses y luego vuelve, enflaquecido y maltrecho como el más ferviente hijo pródigo, resuelto a negociar su libre albedrío por la canoa llena que lo arrima quién sabe a dónde. Las montañas se recortan contra el cielo en las noches incluso más ferozmente cerradas. Uno podría quedarse a vivir aquí toda la vida. Este no es, aunque me gustaría aprovechar la ocasión y soltarlo, un lugar conveniente para chocarle el hombro a la muerte, pero uno podría quedarse a vivir aquí toda la vida.

El seis de febrero es el primer día de descanso de los actores, que ya el siete se enrumban hacia los pueblos de San Antonio del Sur a continuar un ritmo desquiciado de trabajo. En este paraje, se entiende, los teléfonos no alcanzan una sola línea de cobertura, y cuando ya ha oscurecido bastante algunos salimos a buscar altura en el camión que nos traslada cada día de un lugar a otro. Somos cinco dando brincos en la parte de carga mientras el vehículo bordea durante unos cuatro kilómetros estas lomas. Llegamos, finalmente, al centro de la nada. El camión apaga las luces y solo distinguimos el parpadeo desamparado de los celulares.

Ahora bien. Desde hace mucho, muchísimo tiempo en el que he tenido que viajar a cualquier hora para llegar a una beca de preuniversitario o a una beca universitaria o a una ciudad que no es la mía para empezar a trabajar cuando arranquen las primeras  luces, vengo haciéndome  una pregunta, intrascendente si quieren, que gira, por demás, alrededor de un miedo muy poco sofisticado. ¿Qué hacer en el medio de la noche, de una noche cualquiera, en el medio del monte, de un monte cualquiera, solo, sin luz, sin viso de luz, sin otro sonido que el sonido punzante del monte? ¿Qué hacer ahí, aquí, solo, bajo una noche sin traza de luna? Y en eso estamos los cinco alrededor de nuestros móviles, mientras hacemos como que buscamos cobertura cuando en realidad estamos relamiendo el filo socorrido de nuestros miedos comunes. Hemos ido resueltamente ahí, al medio de la nada, a pretender que enterramos nuestras turbaciones mientras sonreímos bajo el parpadeo fatuo de los celulares.

Entonces, de repente, una voz ensarta una canción. Una voz que no es la voz de uno mismo ni es la voz de ninguno de los cuatro sujetos que rodean a cada uno de nosotros. Y no es ¿estará de más decirlo? la voz del chofer de turno. Un tema de la trova cubana de los veinte, estoy segura. Y todos hacemos como que no oímos, no podemos explicárnoslo y hacemos como que no oímos, claro. ¿Quién no se sabe este truco? Del mismo modo en que los caballos no ladrarán nunca, tampoco habrán hombres solos, en el corazón de los cerros, enhebrando una canción tan aciaga. Sin una sola choza alrededor, sin un solo objeto astronómico visible que largue no ya un vestigio de civilización, sino al menos de realidad. Entonces hacemos, sin decir nada, sin rozarnos los ojos y bajo la certeza absoluta de la invención individual, cada una de nuestras llamadas en este sitio al que hemos ido, precisamente, a confirmar nuestro linaje humano, nuestra proximidad con madres, hermanos, hijos que reposan ahora mismo en el venerado seno de lo posible.

Vamos colgando uno detrás del otro hasta que no queda ninguna voz del lado de allá de una añoranza que ahora mismo agradecemos impunemente. El camión enciende sus luces amarillas y avanza un poco para abrirse y retroceder. Y esta luz amarilla nos descubre, bajo un cielo negrísimo contra el que las montañas apenas se recortan, una obra sin umbral y sin término, una pieza con la escenografía que he descrito y que no consigue un lugar definido en nuestros cerebros larga y cuidadosamente mutilados, en nuestras memorias ancestrales. El espectro delgado de una línea de cobertura extraviada.  El camión, en efecto, avanza hacia esa voz que sin camisa se dobla con toda la fuerza del cuerpo enflaquecido y maltrecho y resurge con un machete que traza unos movimientos difusos en el aire. El hombre en cuestión mueve la cabeza hacia un lado y el otro. Está  borracho y eso nos alcanza. Quizás en ese estado uno pueda, dejando atrás un mal de amores de los que desangran el sentido común y los instintos más elementales, arrojarse a un mar sin luna o arrojarse a un cerro sin estrellas…mira que si muriendo tu voz escucho pueda después de muerto que te responda… Las mañanas aquí, les digo, deben alzarse con tanta dificultad porque la noche permanece horas enteras sin dar crédito a estos arrojos, a este libre albedrío.

Se desprende, de imprevisto, una lluvia recia que no es otra cosa que el fallo certero de los movimientos borrosos de su arma. Y el camión gira bruscamente en el cruce exacto del camino hacia Vega del Toro, donde permanecen nuestros contactos más inmediatos con todo lo conocido, donde olvidaremos en uno o dos cuartos de hora cualquier rezago cortazariano. Giramos en el momento justo, porque detrás de ese hombre sesgado en el centro de la nada, que probablemente no haya tenido en sangre una sola gota de alcohol, se precipitaba lo innombrable. Se precipitaba el infinito, sin telones. Y es muy tarde para imaginarnos un teatro de ese tipo.

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