Unos hombres y otros

En casi todos los accidentes que han ocurrido en las últimas semanas han estado involucrados camiones adaptados para transportar pasajeros. Foto: Gaspar Francés.

En casi todos los accidentes que han ocurrido en las últimas semanas han estado involucrados camiones adaptados para transportar pasajeros. Foto: Gaspar Francés.

De La Campana entran y salen muchísimos camiones de carga, grandes rastras con contenedores, algunos jeeps militares y motores marca Suzuki. Se les ve por la carretera estrecha haciendo siempre igual recorrido. Entran al pueblo, silenciosos, y luego salen del mismo modo. Nadie allí se fija en esto. Las personas en La Campana entran y salen del pueblo, silenciosas, igual que los camiones de carga. Uno no sabe lo que llevan, solo puede inferir que llevan algo, que siempre llevan algo dentro, pero uno no alcanza a definir exactamente qué es.

En la Campana la gente es seria. Muy seria y concentrada. Por eso no todo el mundo puede vivir en La Campana. Hay que tener, al menos, el requisito de la discreción.  El parlanchín y el hablador no pueden vivir en la Campana. El imprudente no puede vivir en La Campana. Quien no guarde secretos o la persona poco comprometida, que se busque casa en otro lugar del Escambray, pero no precisamente en La Campana.

Así es que me recomiendan allí que si mi tesis es de teatro, me circunscriba a hablar de teatro, una manifestación artística interesante y bonita, y que no averigüe más nada. No conviene.

-¿Y por qué no?

-Porque es mejor que no. Pero tú tienes un buen tema, el Grupo Escambray vino a hacer teatro aquí cuando eso no se conocía, actuaban al aire libre, hablaban de la vida del campesino…

-¿Y en qué año es que usted viene a vivir aquí?

-En el 62, cuando hicieron estos edificios para la gente que iba a trabajar en la fábrica. Y déjame decirte, tenían que haberle hecho un busto a Sergio Corrieri allí en la Macagua.

-Bueno, él quiso que sus restos los tiraran al mar, en la playa de Jaimanitas, donde vivía. ¿Y usted qué puesto ocupaba en la fábrica?

-Era mecánico. Ahora si tú me dices que eres del grupo yo hasta me lo creo, porque ya no conozco ni quiénes son los artistas, ya no hay esa relación con la comunidad. Antes sí, antes los conocían en todo el Escambray.

-¿Hasta qué año usted trabajó en la fábrica?

-Hasta el 2003. Oye, de verdad, ya ese grupo no es como antes. Todavía aquí en este pueblo se vive mejor, porque cuando yo llegué por primera vez al Escambray no había ni carreteras, ni hospitales, ni escuelas, ni luz, y si ha habido un lugar en la montaña con cambios es este, pero hay comunidades más arriba a las que sería bueno que el teatro fuera. Antes lo hacían pero ya no veo que hagan nada.

-¿Y qué es exactamente lo que se hace en esa fábrica?

-Ah, no, no te puedo dar detalles. Si tienes que poner algo en la tesis, pon que es la Empresa Militar Ernesto Che Guevara y ya.

-Pero si todo el mundo aquí sabe que es una fábrica de armas.

-¿Sí? Ah, no sé. Todo el que trabaje en la fábrica tiene que guardar el secreto. Allí se hace de todo.

-Ya, ¿cuál es su nombre?

-Alberto Pérez López.

-¿Y también estuvo en la limpia del Escambray?

-Cuando tenía 16 años. Estaba en el batallón 302.

-¿Con qué edad es que empieza a trabajar en la fábrica?

-Con 18. Oye, ¿por fin tu tesis es del teatro, de los bandidos, o de la fábrica? Mi niña, eso sí, si es para tu tesis, habla bastante del teatro, pero de la empresa pon que es la fábrica Ernesto Che Guevara, y no te metas en más nada.

No sé utilizar el flash de la Nikon para ambientes cerrados. Alberto lleva 47 años casado con su mujer, es delgado y usa lentes, y parece un tipo confiable. La foto de Alberto Pérez sale oscura. Pese a la falta de calidad, al menos puede notarse que Alberto parece un tipo confiable, y que debe tener algo dentro, como la gente en La Campana y como los camiones de carga. De cualquier manera, una mala foto.

La Campana, foto sin calidad
La Campana, foto sin calidad

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El sol es muy fuerte en La Campana. Te toca la piel, penetra suavemente, uno apenas se da cuenta, luego arde en los hombros y en el pecho, y luego las mejillas son de un rojo horrible. Tampoco sé manejar mi Nikon prestada bajo el sol de las dos y media casi tres de la tarde. No sé regular lente, abrir diafragma, ajustar temperatura. Lo más que puedo decirle a Chicho el Guardia es que vayamos bajo una escalera para retratarlo y que, por favor, relaje los hombros y la boca y no se ponga tan tieso.

-Pero yo soy así, no es que esté tenso, yo soy así.

Pudo haber sido una buena foto pero es realmente mala. Blanca y opaca, mal encuadrada. Lo único que de allí sirve es la imagen tiesa de Chicho el Guardia. Los hombros rectos, la vista paralizada en algún sitio, el rostro severo e inexpresivo, como situado del lado de acá del paredón de fusilamiento.

Chicho, el guardia
Chicho, el guardia

-¿Su edad?

-83.

-¿Y su nombre?

-Chicho El Guardia.

-Sí, pero el nombre, su nombre.

-Rafael Antonio del Sol Leyva, pero dime Chicho el Guardia.

Chicho el Guardia vive en La Campana desde 1960 y camina recto y muy pausado. Veo que pasa y lo llamo, le digo que quiero hablar con gente que estuvo en la lucha contra bandidos y pregunta que qué quiero saber. Cualquier cosa, le digo. Por ejemplo, dónde fue que fusilaron aquí en La Campana a los primeros bandidos que atraparon en el Escambray. En qué lugar exacto, porque ahora  me ponga observar, y veo que La Campana no parece el lugar indicado para matar a nadie. Tiene una escuela primaria grande, un círculo infantil cerca de la escuela, parques donde sentarse, muchísimos edificios que se suceden, uno al lado, otro detrás, uno a izquierda, otro a derecha, y entran y salen, como dije, motos, rastras, jeeps y camiones de carga. Así no se puede matar. Los lugares para matar son, o debieran ser, desolados y distantes, de una convencida solemnidad. Propios para un acto que lleva siempre la mayor sumisión. Cualquier condenado a muerte merece, minutos antes del disparo, que se le venere. El condenado a muerte luce en ese instante una persona respetable, y aparece de pronto la inocencia, último rostro de cualquier condenado.

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Para el 8 de septiembre del año 1960, día de La Caridad del Cobre, el Escambray era un lugar sumamente peligroso y se vivía con miedo. Miedo a que te colgaran de un árbol. Miedo, además, a que te quitaran la comida. Miedo a que se te metieran en la casa a la hora del baño. Así es que los campesinos del Escambray, para el 8 de septiembre de 1960, preferían vivir a puertas cerradas. No es fácil vivir así en el campo. Cualquier lugar es propicio para vivir con miedo y a puertas cerradas menos el campo, pero hubo, para esa fecha, muchos bandidos en el Escambray. Gente cautelosa en extremo. Los bandidos sabían, por ejemplo, que en el monte había que contener las ganas de fumar. No podían llevarse un cigarrillo a la boca porque el humo del cigarrillo, y el olor del cigarrillo, y la colilla de cigarrillo indican inevitablemente que alguien estuvo o está fumando, y es fácil sorprender o localizar a un bandido que fume. Era necesario, además, que los bandidos preferiblemente anduvieran solos los montes del Escambray. Caminar en grupos dejaba rastros, demasiadas pisadas eran siniestras pistas, así que el bandido debía ser una persona circunstancialmente solitaria. Y si una cosa aprendieron los bandidos al dedillo por aquellos años, fue que cuando llueve no se puede andar derecho. En el instante en que el cielo empieza a cubrirse de un azul fuerte casi grisáceo y el aire en el campo huele ya a tierra húmeda, hay que enseguida cambiar el paso y caminar de espaldas para que no parezca que fuiste a donde en verdad fuiste, sino en sentido contrario. Demasiada precaución.

Un año antes, o sea, 1959, había tomado el poder en Cuba el gobierno revolucionario y esto constituyó, para algunos cubanos, un fenómeno altamente frustrante. Algo así como el 1918 para muchísimos europeos, como 1970 para The Beatles y el mundo, como 1984 para Ethel Merman y Broadway. Llegó 1959 y ya los cubanos no podían tener la cifra de, por ejemplo, diez mil hectáreas de tierra, porque si tenías esa cifra formabas parte de la oligarquía burgués latifundista, y si había un lugar donde no se podía ser de la oligarquía burgués latifundista era este, pues para algo había triunfado la Revolución. Parte de aquellas personas que el nuevo gobierno les retiró las tierras, junto a otros integrados a las mismísimas milicias revolucionarias de Fidel Castro casi en los años cercanos al triunfo, y junto a colaboradores de la CIA enviados por Eisenhower- quien luego del despliegue de astucia y talento militar en la toma de Normandía creyó que era fácil ocupar el lugar que se le ocurriese, si lo había hecho en Francia fácilmente lo podía hacer en Cuba, así fuera en Trinidad-Casilda o en la Ciénaga de Zapata- se convirtieron para el año 1959 en los bandidos del Escambray.

Los bandidos del Escambray eran, lo que se llama, tipos aventureros. Forajidos quizás tan talentosos y comprometidos como Bonnie and Clyde. Hombres de estómago vacío. Les encantaba llegar a casa de los campesinos y exigirles el plato de comida a cambio de evitar un ahorcamiento, después iban, asaltaban las tiendas del pueblo, y luego les prendían fuego. Así hicieron en los poblados de Veguita, Guanayara y Charco Azul. Comían, se divertían un rato asustando campesinos, y de paso esperaban ver si por fin se caía o no el gobierno revolucionario.

Hubo muchos bandidos en el municipio de Manicaragua, el municipio más extenso de Villa Clara, y la mayor concentración fue en la zona de Güinía de Miranda. Preferían estos lugares del Escambray por lo boscoso y la cantidad de cuevas donde esconderse.

Pero el día de La Caridad del Cobre, fecha de algarabía y ofrendas, la gente subió al Escambray a hacerles frente a los bandidos. Subieron cientos de jovencitos, de 15 o 16, que recién aprendían a manejar ametralladoras y fusiles R-52, junto a la guerrilla revolucionaria, un total aproximadamente de 70.000 hombres. La lucha contra bandidos en el Escambray se extendió hasta marzo de 1965, cuando capturaron la última banda, conocida como la banda de Blas Tardío.

Hubo bandidos famosos en esos cinco años. Bandidos que la gente en el Escambray recuerda, recuerda sus nombres como si les vinieran a la mente protagonistas de excelentes películas de miedo. Charro Placetas es un alzado, pero su nombre parece de protagonista de una película de miedo. Y lo mismo sucede con Joaquín Bembibre, y con Tartabull, cuya banda asesinó al campesino Ricardo Díaz delante de sus hijos. Ya en el Escambray no retienen bien sus rostros, ni el tono de la voz de estas personas, pero no se olvidan de los nombres. Existen, sin embrago, dos excepciones. Dos célebres bandidos del Escambray de quienes recuerdan, al menos, la compostura: Plinio Prieto, flaco, y gordo Sinecio Walsh.

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Es cerca de las once y media, casi doce de la madrugada. No se puede empezar antes. No se puede empezar a las diez de la mañana. Demasiado temprano. Ni a las cinco de la tarde, ni a las ocho de la noche, porque sigue siendo aún demasiado temprano. Se espera que pasten las vacas, que callen los pájaros, que coman los críos, y que el último guajiro de la última loma apague el mechón y se acueste de una vez. Luego del juicio en la sala-teatro La Libertad, en la ciudad de Santa Clara, cinco hombres han sido condenados a pena de muerte.

Salen del teatro, ocupan la parte trasera de un camión, y se dirigen a La Campana. Son cinco, los primeros cinco bandidos que se ejecutarán en las lomas del Escambray, lo cual aterra, al menos eso aparenta Sinecio Walsh. No pasa lo mismo con los otros. A Plinio Prieto se le ve calmado, apenas dice palabra alguna, y se muestra dócil, resignado. Los tres restantes se comportan obedientes, son menos notables, bandidos menos famosos que lo que fueron Plinio Prieto y Sinecio Walsh.

Plinio es alto, y bastante delgado, y es, además, el más viejo del grupo. Sinecio no. Sinecio debe tener unos cuarenta y pico de años, es gordo y fuerte, y es también el jefe de la banda.

Llegan al regimiento militar de La Campana. En La Campana hay un regimiento y una escuela militar de nombre Camilo Cienfuegos, donde adiestran en el manejo de armamento checo. Enseñan allí técnicas de difusión de mensajes como el “teléfono humano”, que sirve para transmitir encargos de boca en boca, imparten conocimientos prácticos sobre cómo hacer una emboscada, crear cercos, semicercos, siquitrillas, peines en forma circular o en forma de caracol, y claramente, en el arme, desarme y limpieza del arma. Todo se aprende en 60 días.

No resultó fácil atrapar a estos primeros bandidos. Fueron sorprendidos en una cueva de la loma La Cariblanca, de la cual no querían salir a las buenas, y hubo que explotar una granada cerca para que al fin se entregaran.

Ahora se encuentran en el regimiento militar de La Campana, y a Sinecio le han entrado ganas de orinar. Eso es fatal a la hora del ajusticiamiento. Al inculpado no le puede dar hambre, no le puede dar sueño, no le pueden dar deseos de ir al baño, ninguna de las necesidades básicas. Y más aún si se es el jefe de una banda. Así que Sinecio debe contenerse, no permitir que le traicionen los nervios y comportarse como jefe.

Plinio se mantiene callado. Esa facultad la brindan los años. Plinio es el más viejo de la banda y por eso el más callado, de una disciplina tenebrosa, como quien sabe que si en algo no hay nada absolutamente extraordinario, es en que un bandido hoy sea bandido, y mañana reo.

Y mientras se acercan las doce de la madrugada, y el último campesino hubo apagado el mechón, Chicho el Guardia presencia la muerte de los cinco primeros bandidos atrapados en el Escambray. No siente lástima. Lo dice con orgullo. Hubiera sentido lástima por cualquier otra persona pero no por los bandidos. Luego de los tiros, cuatro cayeron al piso muy muertos, si es que se puede estar muy muerto. Sin embargo otro, uno llamado Palomino, cayó casi muerto, y hubo que darle el último tiro de gracia. Todo esto sucedió el día 13 de octubre de 1960 en La Campana, cuando todavía no había una escuela primaria, ni parques donde sentarse, ni tantos edificios, solo un regimiento y una escuela militar.

Después que Chicho el Guardia hubo presenciado aquel fusilamiento, tuvo que cargar el cuerpo de Sinecio y llevarlo a una caja. Sinecio era fuerte y gordo, por lo que pienso seguramente que a Chicho el Guardia le costó trabajo trasladarlo, pero no fue así. Chicho el Guardia no siente lástima de los bandidos y le nacen fuerzas para meterlos en la caja. Además, alguna condición pierden siempre los cuerpos de los hombres muertos. Algo, súbitamente, se les escapa.

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Desde que entré a La Campana en la rastra, supe que allí la gente era seria y muy discreta. Lo supe por el chofer de la rastra que hizo el favor de dejarme en el pueblo, cuando sugirió que entrar a la fábrica era imposible, porque había lugares a los que ni ellos mismo habían entrado nunca.

La Campana parece un pueblo ordinario, como cualquier otro, pero es solo apariencia. Si un pueblo tiene un sitio al que está restringida la entrada, y si en el pueblo hay gente con muchos secretos dentro, deja de ser un pueblo ordinario.

Yo llegué aquí a preguntar lo mismo que he venido preguntando en otros pueblos del Escambray. Pero las cosas en estas lomas se predicen poco, y uno puede empezar a hablar con Alberto López del teatro, y luego saltar a la fábrica, y encontrarte después con que hubo alguien que cargó, sin lástima alguna, el cadáver de Sinecio Walsh. Puedes querer hablar del árbol y terminar haciéndolo del gorrión que está en la rama.  Pero es más, digo mentiras, desde el inicio yo sabía que en La Campana iba a encontrar algo parecido y por eso me llegué.

Definitivamente, no soy buena usando cámaras profesionales.  Salí del pueblo y quise hacer una panorámica, un encuadre perfecto, que incluyera los edificios de la entrada, el cartel que lleva inscrito el nombre José Centeno, porque el pueblo en realidad se llama José Centeno y no La Campana, dos o tres personas conversando en una esquina, y las lomas del Escambray silueteadas al fondo. Pero no pudo ser. A las cámaras profesionales, cuando son casi las cinco de la tarde, mucho sol aún y mucho día, hay que sujetarles bien el lente, saber aumentarles velocidad de obturación o cerrarles un poco el diafragma, y luego disparar. Si no es así, sale una mala foto, demasiado blanca por la cantidad de luz. Ninguna foto en La Campana tuvo calidad. Todo allí es en sumo discreto. Como si hubiera una ley subrepticia que dijera: en La Campana no se pregunta mucho, no se va a donde no se debe, y no se tiran fotos. Si insiste en tirar alguna, seguramente obtendrá un churro.

La Campana
La Campana

*El título de este artículo coincide con el título de una obra del escritor cubano Jesús Díaz sobre la lucha contra bandidos, adaptada y representada por Teatro Escambray. 

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