Bendita abuelidad

Ser abuelos nos enseña a mirar a los niños con una actitud más comprensiva y generosa.

La familia en pleno. De izquierda a derecha, Manuel García Verdecia, Manuel García Meseguer, Maylin Santiesteban y Maricela Messeguer. En primera fila, los nietos. Foto: Cortesía del autor.

Por costumbre, cuando se quiere exaltar el amor filial siempre se habla de la madre. Se dice que es el amor más puro, el más sincero, el más desinteresado… Por supuesto, siento enorme estima por el amor maternal; pero no creo que sea el único así. Pienso que esta idea deriva de dos situaciones esenciales. En primer lugar, es la madre la puerta por donde el hijo sale a la vida. Y en segundo lugar, por el tradicional desempeño de roles, es la madre la que permanece en la casa, por lo que pasa más tiempo con el hijo; es, además, la que, empezando por su pecho, suple los alimentos, administra las medicinas, atiende las necesidades del niño todo el tiempo en que están juntos. Por tanto, es justo que se le reconozca esa función protectora y cercana fundamental.

Sin embargo, no creo que un padre sea menos importante. Claro que, como todo, hay padres y padres, pero un buen padre es una fuente de sustento, aliento espiritual y modelo conductual, y de desinteresado amor en una cualidad semejante a la de la madre. Es por eso muy merecido que se honre la paternidad con todo el rigor y la gratitud merecidos.

Algo semejante ocurre con los abuelos. Estos son seres muy cercanos a los nietos, que, cuando son auténticamente abuelos, llegan a desarrollar un amor genuino, noble y beneficioso hacia los nietos. Y no es que los abuelos sustituyan a los padres (aunque, en determinados contextos, cuando falta alguno o ambos, deben hacerlo), sino que auxilian, complementan y benefician la actuación de estos. 

Lo que diré surge, principalmente, de mi desempeño como abuelo, pero también de la observación de otros de esa condición cercanos. Todo abuelo es un padre (o madre, las abuelas) que atiende a un hijo en segunda generación, porque tal se siente la filiación.

La diferencia respecto a los padres radica en que ya uno ha transitado por la paternidad y ha acumulado la necesaria e insustituible experiencia adquirida en la práctica de criar un hijo, además de que, con la edad, uno ha ganado cierta sabiduría vital que nos permite enfrentarnos al cuidado del nieto con otros conceptos y maneras. Uno ha desarrollado una mayor sensibilidad a las necesidades de un niño, lo que nos asiste de una juiciosa tolerancia hacia sus deseos y empeños, con mayor discernimiento de lo que es imprescindible y lo que es accesorio en nuestras exigencias hacia él.

Pongo solo dos ejemplos. Cierta vez mi nieto jugaba con un caballito de porcelana que me habían regalado para mi colección. En sus manejos, la figurita resbaló de sus manos, cayó y se rompió. Él se quedó paralizado del temor, sobre todo por las reconvenciones de otros adultos. Yo me acerqué, le pasé la mano por la cabeza y le dije que era solo un accidente. La sonrisa de satisfacción que regaló no tiene precio.

Igual, la nieta comenzó a hacer sus primeros dibujos con el bullicioso expresionismo típico de los niños. Pero pasó a hacerlo en las paredes. Alguien me advirtió que no era correcto, que aquello afeaba la casa, sugiriendo que los borrara con una mano de pintura. Yo me negué y hasta el día de hoy están ahí, como una muestra de la insondable creatividad de la niña. Quizá alguno dirá que soy un consentidor. Y sí, lo soy, pero solo en aquello que no lacera la educación esencial del niño, pero le garantiza el libre desenvolvimiento de su inteligencia, imaginación y espontaneidad. Creo que permitir la felicidad de un niño no tiene precio, sí un alto valor que no merece impedimentos. Todo lo demás es canjeable y se puede postergar.

Maday y Manuel jugando en Tenerife, su tierra de adopción. Foto: Cortesía del autor.

De los niños se aprende mucho si uno tiene la debida actitud. Su inocencia, su desprejuiciada percepción, nos alecciona, y si estamos abiertos a lo distinto, podemos extraer útiles conocimientos sobre aspectos de la vida que nuestro condicionamiento por otras circunstancias no nos permite ver.

Con mis nietos he sido muy afortunado, no solo porque llegaron en el momento adecuado, cuando no era demasiado viejo ni muy joven. Por eso tuve las condiciones para relacionarme, atenderlos, aprender y disfrutar con ellos.

Mi relación fue más intensa con mi nieto, no solo porque fue el primero y yo debía atenderlo para que la abuela cumpliera otras labores de la casa. También porque (tal vez sea una convención aprendida) uno sabe tratar mejor con un varón. No quiere decir que no disfrute de mi nieta, que es muy pizpireta y conquistadora. Ella es la artista (cantante, bailarina, modelo…), perspicaz y creativa; en ella la inteligencia va hacia el arte; en él, hacia la ciencia. Es el científico, el inventor, mi compinche.

Con mi nieto aprendí muchas cosas, unas porque me las ensañaba él directamente (como los tipos de dinosaurios, una pasión suya, o ciertas maniobras en el tablet, algo que los niños saben hacer casi de forma innata mejor que los adultos), otras porque su curiosidad y perspicacia me obligaban a aprenderlas.

Un día recortábamos pájaros de papel y cuando recogíamos, no solo tomó las aves sino los restos de hojas. A mi asombro, respondió: ‟Son esqueletos de pájaros”, lo desechable para mí tenía sentido para él. En otra ocasión en qué hacíamos de magos, él debía vestir una capa que lo haría invisible, pero no supo acomodársela. Entonces se echó a llorar. Al reconvenirlo para que no llorara, que eso era de bobos, me rebatió contundentemente, ‟No, es cosa de niños”. ¡Qué lección de percepción humana!

Maday y Manuel con trajes típicos canarios. Foto: Cortesía del autor.

En otra ocasión, jugábamos con él y, en algún momento, nos dice que nos iba a decir una poesía suya: ‟Amo mucho a mi familia / con amor de corazón. / Los amo de mi corazón”. Su primer poema. Fue el 21 de marzo de 2017. Tenía 3 años. Era el Día Mundial de la Poesía… El azar concurrente, diría Lezama. El acrecentamiento de la sensibilidad, le llamo yo.

Hubo un período en que, por determinada situación, estuvo viviendo con los otros abuelos. Me sentí huérfano, derrumbado. Nada era sólido a mi alrededor. Esperé ansiosamente su regreso para poder escapar con él a todas horas. En mi diario anoté ‟…para que nos recuerde como sus lazarillos en el mundo”. Eso, creo, debemos ser los abuelos, lazarillos en un laberinto que ellos deben aprender a andar. 

Creo que ser abuelos nos enseña a mirar a los niños con una actitud más comprensiva y generosa. A la vez nos educa para ser mejores padres porque entendemos mejor nuestro rol y vemos a los hijos con menos posesividad y mayor indulgencia y desprendimiento. De igual modo, por cercanía, hará que nuestros hijos ganen en maneras más juiciosas de educar a sus hijos. También nos vuelve adultos menos huraños y desatentos. 

Ahora nuestros nietos no están con nosotros. Hijos de su tiempo, con sus padres han marchado a otras tierras. Y aunque no ha sido tal vez el golpe más terrible de nuestra existencia, algo que nos duele cada minuto, esto nos ha adaptado a disfrutarlos de otra manera, de estar más tiempo aun atentos a sus vidas, disfrutar de cada palabra, cada gesto, cada suceso que nos cuentan a distancia y a contentarnos cada vez más con verlos dichosos, sin dejar de soñar un solo instante con volverlos a abrazar y acompañarlos a hacer su vida. A fin de cuentas, la vida de uno es también las vidas de quienes nos han dado sentido.  

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Hijas e hijo, de Julio Antonio Fernández

El eco de otro canto, de Israel Domínguez

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