El carnaval de los viejos jóvenes

Compañía Tiempos. Foto: Otmaro Rodríguez.

Compañía Tiempos. Foto: Otmaro Rodríguez.

En la guagua ya empezaba el carnaval. El chofer saludaba a los otros choferes, sus contrincantes, y por una vez en la vida renunciaba a los desafíos. Nada de giros bruscos o acelerones. Un grupo de cinco o seis personas al fondo, auxiliados por un pequeño equipo de música, bailaban mientras duraban los semáforos rojos, y cantaban canciones que yo no reconocía. Llevaban despreocupadamente la misma ropa fresca de andar en la casa, como si de repente todo fuera una prolongación de los sitios conocidos, La Habana convertida en una fiesta familiar, sin formalidades ni espacios vedados. Ya no era la ciudad de bares y turistas, ni la de gente que va a conectarse a internet, La Habana era realmente pública. Salir a la calle por el deseo de salir, de encontrar gente, una tradición pueblerina rescatada ahora por el alma de las ciudades más grandes.

Todo el mundo sabe que los carnavales en La Habana están a siglos de distancia de los Rio, y puede que ni siquiera superen a los de Santiago de Cuba, pero aunque suene contradictorio, eso los acerca más al sentido primitivo del carnaval, que el progreso ha convertido en un agradable espectáculo con millones de dólares de presupuesto, un club nocturno sobre ruedas (cuyo mérito soy incapaz de cuestionar). Nuestros carnavales son una imitación casi improvisada de esos espectáculos, unas carrozas pequeñuelas, tractores de carga con bailarines encima y unas cuantas luces parpadeantes. Sin embargo el desfile es nada más una parte, el resto es el murmullo de fondo, los puestos de venta, los márgenes llenos de gente que se siente extrañamente liberada y feliz. Esa sensación festiva de pueblo pequeño, tan cercana al medioevo, y solo recuperada en apariencia por otras ciudades modernas, me parece en extremo significativa.

No quiero decir que los carnavales necesitan ser pueblerinos, solo trato de señalar un hecho curioso, que conduce a aquel que más me impresionó: va poca gente de menos de treinta años. Casi siempre niños, o jóvenes que acompañan a los padres. La causa no es solo el envejecimiento poblacional (que es indiscutible), hay otros factores que actúan en silencio.

Compañía juvenil Cubaneando. Foto: Otmaro Rodríguez.
Compañía juvenil Cubaneando. Foto: Otmaro Rodríguez.

En las noches, los jóvenes suelen contar con un poder adquisitivo promedio que con frecuencia rebasa el de los viejos. Para empezar, hace años, cuando se planeó el paso de miles de trabajadores del sector estatal para el privado, no se contó con la posibilidad de que la mayoría las empresas recién fundadas prefirieran manos jóvenes. Es decir, que el sector privado no recibió a los trabajadores de cuarenta años de una empresa estatal con números rojos, sino a los jóvenes recién graduados, con mejor disposición física para el sector de los servicios (que es donde se ubican casi todas las empresas privadas). En la práctica, muchos de estos jóvenes hoy ganan más dinero que sus padres, y han comenzado a entrar en un mundo que antes les resultaba ajeno.

El mundo de bares y restaurantes, de conciertos caros y de ropa de marca, es casi desconocido para el habanero promedio de cuarenta años. Sus hijos, incluso aunque no siempre pueden acceder a él, lo conocen bien y lo desean. Gran parte de las remesas se gasta en los pequeños lujos de una generación nacida en los 90, que no se reconoce ya en los carnavales a los que van sus padres.

Carnavales de La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.
Carnavales de La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.

Los carnavales de otras capitales del mundo han sabido atraer ese nuevo público, pero los nuestros no: en ese sentido quedan obsoletos. Salir a la calle pueblerinamente no es suficiente para los jóvenes habaneros, no les interesa hacer colas para tomar cerveza o comer en cajas de cartón, su ciudad es la ciudad moderna, global, o al menos la versión de La Habana que más se parece a ella. Incluso en los sectores de más bajo poder adquisitivo ya ha quedado establecida una jerarquía en la que ir a los carnavales es lo que uno hace cuando no tiene dinero para ir a otra parte.

Lejos de toda esta compleja transformación social, los viejos van a los carnavales y se divierten como nunca. Son ellos los que bailan y beben y amanecen en la calle, los que observan deslumbrados los muslos tambaleantes de las bailarinas, los maquillajes exagerados y las ropas llenas de brillos. Curioso que en espectáculos de cabarets y carnavales los hombres solo sean un adorno anónimo del baile de la mujer, la verdadera protagonista en el sueño tropical. Formas y signos exagerados, una versión idealizada de la noche cubana, siempre femenina, cuerpos perfectos e incansables que contagian de felicidad a las gradas y las hacen sentir vivas y jóvenes y pertenecientes a un mismo sueño extravagante.

Carnavales de La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.
Carnavales de La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.

Por una vez al año los viejos sienten que es su momento, que todo gira en torno a ellos, no importa si hay carnavales mejores o si sus problemas seguirán a la mañana siguiente, nadie puede arrebatarles esa felicidad. No tienen que actuar y verse maduros enfrente de sus hijos: están por su cuenta entre iguales, y la ciudad les pertenece. Hacen chistes y se comportan como muchachos. Los huecos en las dentaduras remedan la sonrisa de un niño que empieza a perder sus dientes de leche. Sus achaques no les estorban esta noche. Al final todos tienen las mismas arrugas. Están fuera del tiempo y no se van a ir hasta que pase la última carroza por el incendio de perlas del malecón.

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