Coge tu ruido aquí

Ilustración: Boyce. Tomado de La letra corta.

Ilustración: Boyce. Tomado de La letra corta.

Hace setenta y seis años, Secades –el mayor costumbrista cubano de las décadas 40 y 50– hizo notar que “los ruidos que son innecesarios para unos, resultan necesarios para otros”, y atribuía la avalancha de altos decibeles a la necesidad de vender: “Cuando llega la época de los mangos salen, yo no sé de dónde, centenares de barítonos que con el rostro congestionado por el esfuerzo, a grito limpio caminan grandes distancias aferrados a la carreta. En Cuba cuando llegan los mangos, se acaban las siestas”.

Mucho antes, en 1926, Mañach se refería también al “ritmo dislocado de nuestros pregones” en ese libro maravilloso llamado Estampas de San Cristóbal. O sea, que desde hace casi cien años padecemos de contaminación acústica. De gritería. De falta de consideración al prójimo.

Con los avances científicos, la Organización Munidal de la Salud (OMS) ha determinado las repercusiones que implican los ruidos en la salud humana y existen múltiples categorías para dichos males. Así, aparecen señalados efectos como dilatación de las pupilas, hipoacusia, disminución de la secreción gástrica, aumento de la presión arterial, insomnio, menor capacidad de aprendizaje en los niños, aumento del colesterol, alteración de la conducta, depresión y fatiga.

Todo un rosario calamitoso se deriva de la pésima costumbre de no respetar la paz ajena, en este caso a través de la bulla. A nivel internacional, se considera que España es el país de Europa que registra el mayor índice de ruido y el segundo del mundo, después de Japón. La influencia nipona no es fuerte entre nosotros, pero la huella española es profunda, como se sabe.

Al parecer, no se han llevado a cabo estudios similares en el continente americano, aunque cabe especular que Cuba ocupa uno de los primeros lugares en cuanto a contaminación acústica. Si solo fueran los pregoneros los responsables de dicho mal, no sufriríamos tanto. Después de todo, la idea de vivir como en medio de una escenografía montada para una obra de Héctor Quintero, sería hasta agradable.

Claro, el motivo del pregón ha variado, hasta alcanzar límites insospechados. Si antes se anunciaban mangos, mameyes, platanitos, maní con picante o bloques de hielo, ahora estamos condenados a un surrealismo verbal, a la anarquía del pregón: “Compro cualquier pomo de perfume”, “Pedacitos de oro, pedacitos de oro compro yo”, “Percheros-espaguetis-palitos-de-tendedera”,“Colchonero aquí, arreglo colchones”, “Salfumán-cubos plástico, jarros de aluminio”, “Leche sin intriga” y otras voces que salen de gargantas portentosas nos hacen creer que vivimos rodeados de mercachifles. No obstante, esto no es lo peor, sino otras formas de ruidos.

Por razones desconocidas, en Cuba se gritan los nombres de las personas que se pretenden visitar (como en todas partes donde no haya timbres), no una ni dos ni tres veces, sino repetidamente. La lógica indica que luego de la tercera vez que se pronuncia –pongamos por ejemplo– “¡Hilda María!”, sin obtener respuesta, las posibilidades son escasas:

1- Hilda María no está.
2- Hilda María está pero no puede asomarse.
3- Hilda María no quiere abrir la puerta.

No hay más chance. La lógica falla en estos casos. Vemos (oímos, sufrimos, nos baja la gastrina y nos suben los triglicéridos) a la conocida de Hilda, posada bajo su balcón en plan ametralladora: “¡Hilda María, Hilda María, Hilda María, Hilda María!”, sin respirar ni dejar que los demás lo hagamos.

Sucede que en muchos edificios cubanos no existe intercomunicador. Ni timbres. Ni sentido común, ni lógica, ni nada parecido; de manera que coinciden varios visitantes vociferando a la vez distintos nombres. Un verdadero enjambre vocal que raras veces obtiene la respuesta que espera, salvo la de los vecinos que dejamos escapar un Sió, coño, seguramente debido a la dilatación de las pupilas. Porque no es humano soportar a cualquier hora del día o la noche el conjunto de ¡Ricardo, Yumisleydis, Esperanza, Miosotis, Yaniskey! ad infinitum.

La música, por su parte, considerada el más agradable de los ruidos, resulta infernal cuando es impuesta. A la cañona nos atiborran de reguetón en el taxi, en la cafetería, en las guaguas, en espacios abiertos y cerrados. Un verdadero insulto.

Cada casa, cada carro, cada habitáculo, cada edificio, cada solar y cada quien, individualmente, deja escapar la melodía que prefiere, y eso no está mal, mientras seamos un país donde reine la armonía, la cadencia caribeña, y un alegre ir por la vida. Pero me temo que el resultado no es ese, sino más bien lo opuesto: Damos la impresión de ser un pueblo caótico, sin normas ni respeto. Y las generalizaciones son fatales, ya es sabido. Como diría Gabilondo Soler, el siempre recordado mexicano Cri-cri: “Nosotros no somos así”. Simplemente no se cumplen las leyes de convivencia social.

Quizás todos seamos responsables de no exigir dicho cumplimiento, porque entre tanta angustia cotidiana por la supervivencia, aducimos “no estar para eso” cuando nuestros oídos –y, según la OMS, el cuerpo entero– es maltratado con ponzoña. Por alguna razón, seguramente importante, se ha escogido el 12 de abril como “Día mundial contra la contaminación acústica”.

Qué lástima no haber escuchado a tiempo al amigo que trató de decirnos en la acera que ese día, al menos, debíamos conversar en voz baja. El se esforzó, lo recuerdo con las venas del cuello inflamadas y gesticulando, pero en ese momento pasaba una guagua que dejaba escapar “Coge tu ritmo aquí, mamacita linda”, de la cafetería de la esquina se escuchaba “Hasta que se seque el malecón”, cinco personas clamaban “¡José Manuel, Eladia, Jhosvanny, Melissa, Yanelys!”, y pasó un carro coronado con bocinas de donde se escuchaba “Todos al primero de mayo con entusiasmo y alegría y compromiso y seriedad, Oé, oé oé”.

Nos perdimos la oportunidad de pasar veinticuatro horas en tibetana meditación. Más que leyes y amenazas de multas, el tradicional método de lanzar un cubo de agua al vociferante, parece ser lo más efectivo. Pero claro, eso sería instar a la barbarie, y nos proyectamos contra toda manifestación de violencia. Mientras el palo va y viene, sugiero medidas como tapones de oído, ansiolíticos orales, antilipémicos, y bueno, el Sió, coño, tan cubano y tan de toda la vida nuestra.

Salir de la versión móvil