El eco de otro canto

Cuando cumplí 25, mi padre ya no estaba entre nosotros. Desde ese momento hasta hoy, el vacío ha sido insondable.

Foto: Cortesía del autor, restaurada por Juan Carlos Cuba Marchán.

Varadero, 1976. Foto: Cortesía del autor, restaurada por Juan Carlos Cuba Marchán.

Volver a mi padre es volver a mí. Él estuvo en un tiempo esencial de mi vida. Contar mi infancia, mi adolescencia y mi juventud hasta los 24 años, sin su presencia, sería un acto de ingratitud. Ya, cuando cumplí 25, no estaba entre nosotros. Desde ese momento hasta hoy, el vacío ha sido insondable. A veces he necesitado compartir algo con él; tomarme un trago, por ejemplo, o recordar entre carcajadas algún suceso hilarante relacionado con la historia de nuestra familia.

Mi padre siempre fue cariñoso y halagüeño. Se enorgullecía de todo aquello en que me destacaba. Siempre elogiaba mis buenas acciones sin exageración ni ostentación, pues nunca lucía ni mostraba a nadie lo que él consideraba sobre mí. Le bastaba con hacérmelo saber, al igual que me criticaba lo mal hecho. De esta manera, junto a mi madre, me enseñó a discernir entre el bien y el mal, que es, en mi opinión, la esencia de cualquier patrón educativo. Esta educación también estuvo asociada a ciertas libertades, solo las necesarias para, por una parte, evitar cualquier descarrío y, por otra, aprender a defender mis preferencias.

Nunca me obligó a escoger el camino que él deseaba. Siempre aprobaba, con confianza y positividad, mis elecciones. No fue de esos que dicen: “Esta novia no te conviene; ese amigo tuyo no me gusta”, aun cuando velaba cuidadosamente mi mundo de relaciones para evitar malas influencias. Nunca fue de los que dicen: “Tienes que ser médico, tienes que ser abogado”. Para él era suficiente con que estudiara lo que me gustara, y si no quería estudiar, lo único importante era que fuera un hombre de bien, un hombre honrado.

Israel (padre) con Israel (hijo) en Placetas, 1974. Foto: Cortesía del autor.

Se habría alegrado mucho de que yo hubiera sido repentista. Él era un excelente improvisador. Lo recuerdo con su laúd y su voz muy afinada tejiendo décimas en el aire. Las canturías, y mi madre, fueron sus grandes amores.

Sin embargo, cuando leyó mi poema “Caballos”, me dijo: “Ya eres un poeta”, y vi en sus ojos con cuánta admiración lo decía. Desafortunadamente, no pudo disfrutar la publicación de mi primer poemario. Sólo alcanzó a celebrar algunos de mis primeros premios.

El día de su muerte escuché: “La sensación, hijo. / La sensación de los días y las noches”. Entonces escribí un poema. Una de sus estrofas dice:

Es verdad que los muertos llevan la luz
que los hombres esconden por temor,
lo que realmente se pierde
es solo memoria de familia.
Yo en cambio deseo regresar,
pues aunque esta paz
es inalcanzable en el reino de los vivos,
no hay nada como un trago de café,
los acordes del laúd
y mi décima irrumpiendo en el eco de otro canto.

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Bendita abuelidad, de Manuel García

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