Fiestas populares

Madre mía, vengo de pronunciar tu nombre. Martha me habló de ti y me contó cosas que nunca has tenido tiempo de contarme. Me dijo que en los 90, cuando todos éramos más jóvenes, tú eras la amenaza de las crías de gallinas de los vecinos. Y que nunca me dejaste sin comer.

Yo apenas me acuerdo, para qué te voy a mentir. Pero hubiera pagado por ver, madre, cómo echabas maíz a los pollos de los otros y cerrabas la casa a la redonda a cualquier hora del día para plantar las cazuelas.

A Martha me la encontré en las fiestas populares. En las fiestas populares de Melena del Sur, el municipio en el que nací y he pasado la mayor parte de mi vida. Nada convoca más que la plaza municipal en tiempos de fiesta, aunque la dirección de Cultura nunca tenga dinero para contratar una orquesta que sirva. La gente se estrena ropa y lleva a los niños a montar cachivaches. La plaza municipal es de gravilla y siempre regreso a casa con los pies llenos de polvo.

Todos los años hay alguien a quien ver. Este año fue Martha. Martha me quiere y yo la quiero. En mi familia dicen que cree tener a Dios agarrado por las barbas porque ahora tiene dinero, pero para mí es la misma de siempre.

Martha habla de ti, madre, y te magnifica. Entonces me da por pensar que soy tan pequeño a tu lado que apenas me noto. Por eso mientras ella habla yo me pongo rojo, me avergüenzo, y me dan ganas de esconder la cabeza debajo de algo, donde nadie pueda verla. Pero en la plaza municipal no hay nada debajo de lo que ocultarse y entonces tengo que escuchar a Martha decir con la cabeza desnuda.

Mientras escucho, dos broncas con botellas de ron picadas en pedazos ocurren. Pero las fiestas siguen. No se detienen por nada. La gente muere y no se detienen; la lluvia cae y no se detienen.

Emilio, el loco municipal, sube a la tarima y baila con la orquesta.

Madre, tú no viniste este año a las fiestas populares. Yo, en cambio, precisaba de ellas. No es que baile mucho ni me divierta mucho allí. Para ser sincero, con el tiempo he ido esperando su llegada cada vez menos entusiasmado. Pero hay cosas que uno sigue haciendo por costumbre, que uno sigue necesitando o amando por inercia, por algún extraño automatismo.

A las tres de la madrugada hablé de ti y confesé que no limpias debajo de las camas, que todo lo haces para salir del paso, para que te sobre más tiempo. Dije, mamá, que sufriste al lado de mi padre, de quien apenas me acuerdo, como sucede cuando un pariente muere mientras eres demasiado pequeño para recordarlo.

Dije que soy un flojo. Que me ha faltado coraje para tirarme a la espalda los fardos con los que has cargado tú, que era para que yo te mantuviera ahora que ya me he graduado y llegó el momento que estábamos esperando para que cogieras un diez mientras yo me hacía cargo.

Otras cosas me las callé porque no venían al caso. Tuve ganas de decir en la plaza municipal que estás orgullosa de tu vientre sin grietas después de dos embarazos, y que tu vientre no es bonito, pero es tan blanco y suave que dan ganas de comerlo. No lo dije porque no lo hubieran entendido, madre mía, no lo hubieran entendido. Pensé que tus arrugas son cauces hondos en los que ningún hombre ha merecido ahogarse y tampoco lo dije. Hay cosas que están mejor dentro, que son para pensarlas porque son sagradas.

Así lo creo yo, pero no te guíes por mí.

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