Francisco, Messi y los superhéroes

Deberíamos entender de una vez y para siempre que no existen los superhéroes. Que por mucho que nuestras pasiones, tentaciones y sobre todo frustraciones nos convenzan de esa alucinación, no existen los superhéroes. Que hay seres humanos –sin dudas– diferentes. Hombres y mujeres capaces de lidiar con lo común, lo adverso, lo rocoso para acercar la realidad a las fronteras del milagro. Pero que, definitivamente, no existen superhéroes.

Deberíamos entender que nadie obra sólo los milagros. Sin usted, sin mí. Sin nosotros. Sin el brazo –o el pie– del compañero, sin la disensión equilibrista del que piensa al otro lado, sin el sacrificio de la manada, su heterogeneidad y su trabajo, muy a pesar de nuestras más infantiles afecciones, nadie obrará por –y para nosotros– los milagros.

En eso pienso cada vez que la Argentina de Lionel Messi se queda sin el título en un campeonato importante y todos ponen diana sobre la falta de patriotismo del genio de Rosario. En esto pensaba mientras seguía la cobertura periodística, las reacciones y algunas peticiones entorno a la visita del Papa Francisco a nuestro país.

Desde que se anunció la fecha de su llegada a Cuba, decenas de medios de prensa extranjeros, políticos, artistas, empresarios, como no pocos cubanos comenzaron a soñar con el milagro que obraría este Papa progresista, renovador, cercano al pueblo, en el futuro inmediato de la isla. Un sueño condimentado a la medida desde que el 17D los presidentes Barack Obama y Raúl Castro reconocieran su importante aporte al proceso de diálogo que desembocó en el restablecimiento  de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba y la apertura de embajadas.

Siendo así, antes de llegar a La Habana, Francisco fue envestido con un sinnúmero de ordenanzas que incluían además de la de Papa, Jefe de Estado y mediador de uno de los últimos conflictos que sobrevivieron a la Guerra Fría; la de vocero del regaño a las autoridades, estratega que indicaría el sendero más confortable e inmediato para el cambio, y finalmente, la mano que habría de multiplicar en tres días, los panes, los peces, y la leche. Como si Francisco fuese un superhéroe.  Más, como si él pretendiera serlo. Como si fuera Dios mismo, y no otro más –uno bien valioso– de sus siervos.

Así también a ratos se confunden los seguidores argentinos y olvidan que Lionel es un sublime pastor de la pasión, de la religión futbolística que oxigena –como obstruye– las venas argentinas, pero no es, ni podrá ser, al mismo tiempo delantero, lateral, volante, defensa, y portero. Que no puede ser toda la Argentina.

Mientras leía reportes de prensa, los análisis sobre lo que dijo y sobre todo lo que no, el Papa en La Habana, o repasaba las insistentes plegarias para que fuera motor de fuertes cambios –en su mayoría relacionados con la vida político–social, y no religiosa de la isla– tuve la sensación de que, a excepción de unos pocos, sólo Francisco sabía cuál era el oficio que debía ejercer por tres días en la isla. Que nadie como él entendió que su misión no era obrar las maravillas, sino hacernos ver que nadie puede, en solitario, obrar las maravillas. Más, que nadie debe individualizar, menos desde fuera, el placer de obrar las maravillas. Quizás sea ese el mejor legado que nos deja, que deja para todos, dentro y fuera, su visita. Ese, su bendición y el importantísimo llamado de atención para que en la búsqueda de esas nuevas maravillas, no hipotequemos las que sin dudas hoy todos disfrutamos. Esas que en su momento tantas plegarias y sudor costaron.

Admiro al actual Obispo de Roma, y sobre todo al Papa que estuvo en Cuba. Porque renunció a la tentación que le ofrecimos de vestirse al mismo tiempo de Papa, estadista, político, martillo, profeta, en fin, de superhéroe; y prefirió vestirse sólo de pastor. Porque dejó con hambre la banal aspiración de que a algunos castigase y dio de comer a millones en su llamado de reconciliación.

Me gusta el Papa que estuvo en Cuba. Porque en sus palabras, en la renunciación de ciertas exigencias, nos demostró que de nada vale la empecinada singularización, tantas veces enfermiza, de la responsabilidad por el presente y el futuro de la Patria.

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