La botella: tipos y circunstancias

Mi padre tenía un carro cuyo motor rugía de una forma que yo conocía muy bien, y no precisamente por estar dotada de un oído aguzado. Por mucho tiempo en la vida –en una vida corta como la que tengo– uno va adonde lo lleve su papá si este tiene un carro, aun como era el del mío, aun cuando la salida o la diligencia no fuera iniciativa suya o, incluso, no lo incluyera a él. Aquel Lada amarillo –o azul metálico, o marrón, no importaba: era siempre “la vieja con colorete”– es el primer medio de transporte que recuerdo.

Se alternaba, claro, con las bicicletas –en tiempo, precedentes inmediatas del tema que me ocupa–. Era la época en que uno o ambos padres de mis amigos y míos tenían siempre dispuesto un asiento adaptado especialmente para nosotros en “el caballo” sobre todo, y parecía que ahí se podía llegar a cualquier parte. –Se llegó a casi cualquier parte–).

Pero a lo que iba: coger botella. Empecé a practicarlo sin conocer las palabras que daban algo de cuerpo a su concepto. Con mi madre, con una u otra de mis hermanas –ambas son lo suficientemente mayores que yo–, anduve algunas veces esperando en ciertas esquinas, siendo testigo de que preguntaran algo a lo que yo no le prestaba especial atención, justo antes de montarnos en el carro de un desconocido que, a partir de ese giro breve, lo era un poco menos. Pero no era yo protagonista: está mal que diga que lo practicaba, que ejercía el acto de coger botella (perífrasis a que nos condena la ausencia de una forma verbal con mínimos atributos).

Co-voiturage le dicen en francés. Me salió una vez en un examen que debí rendir en La Habana, en una escuela para cubanos. Co-voiturage era una entre varias respuestas ofrecidas a la pregunta: “Usted, como francés, ¿qué hábitos cotidianos podría modificar para disminuir el consumo y favorecer a los países tercermundistas?”. Esa pretendida “consciencia de primer mundo” no se ajusta a este trópico. En Cuba se coge botella porque el transporte está malo o no hay una ruta que coincida con el destino deseado. Simple.

Sugiero entonces el uso diferenciado de verbos según las distintas fases del proceso: coger botella implica el acto en su totalidad, desde la disposición hasta la consumación; pedir botella estará referido al momento en que se requiere de alguien el favor, dar botella es la acción de acceder a la petición; siempre pasando por alto el origen, que ignoro, del empleo de la palabra botella en este sentido. Asimismo, identifiquemos tipos según los roles que desempeñan en diferentes momentos del intercambio: solicitante, beneficiado, benefactor potencial y benefactor real o benefactor simplemente.

Así, pedir botella supone identificar un benefactor potencial, entablar la relación, dar la cara, la voz, la entonación, la dignidad ante la negación o el rechazo (algunos benefactores potenciales, ante la mera aproximación del solicitante, hacen el gesto no-gracias-lléveselo-no me-interesa, como a quien les ofrece una bandeja con algo), y la gratitud sincera cuando el requerido resulta solícito. Nadie que no se someta a todas y cada una de estas actividades y los riesgos que entrañan, tendrá derecho a decir que ha cogido una botella. (Cuando se haga en grupo, será pues este actor el que cargue todo el crédito).

Durante la adolescencia alguna que otra vez yo había cumplido con el protocolo establecido; pero no fue hasta la universidad que se convirtió en algo de extrema frecuencia. Había fracasado demasiadas veces intentando usar el transporte público, así que probé suerte con la botella. Y ya no fui nunca a la universidad de una manera distinta. Cinco años de práctica me permiten sistematizar y sentar en limpio algunos conocimientos básicos acerca de esta práctica; que tiene, como todas, múltiples niveles de especialización y refinamiento.

Primero hay que descartar el mito de que se precisan marcadas dotes histriónicas: un aspecto que inspire seguridad, un mínimo de cortesía, la identificación oportuna de palabras de uso vedado como chófer, bastan para aspirar a una probabilidad de éxito crítica.

Una parte importante es conocer al benefactor. Presentemos ciertos tipos (sin desconocer que la relación beneficiado-benefactor tiene tantos tipos como posibilidades de combinación existan):

Está el individuo que da botella porque necesita hablar. El solicitante, ya beneficiado, pasa a ser un pretexto perfecto. No importa si está interesado o no, no importan sus respuestas a las preguntas, ni siquiera si se responde o no. El beneficiado está, nomás, siendo para la otra persona garantía de que su incontinencia no es lo suficientemente desbordante como para conducirla a hablar consigo misma a solas (porque nadie dude que aun en presencia de otro, esta persona está hablando consigo misma). Aquí la función del beneficiado es casi terapéutica. Es importante señalar que la gente –oh sí– desea siempre que se le confirme su razón. No es bien visto que un beneficiado de botella contradiga a su benefactor en su propio carro.

No faltan, por otro lado, los silenciosos; que no solo no hablan, sino que emiten un silencio denso, un silencio que llena el carro y sale por las ventanillas dejando una estela. (Si estas están cerradas, el espacio se torna prácticamente irrespirable). El silencio oprime el pecho del beneficiado, y lo presiona con la sensación de que es responsable por esa atmosfera enrarecida. El silencioso conoce estos efectos, de modo que, apenado, no pocas veces los atenúa poniendo algo de radio, bajito.

Hay un sujeto que, no bien termina el beneficiado de sentarse en el asiento, comienza a ejecutar todo lo ejecutable dentro de su carro. Pantallas, reproductores con puertos de todo tipo, celulares, ruiditos electrónicos, inútiles controles remotos para comandos que tiene al alcance del brazo con el codo flexionado, se encargan de (pretender) demostrar al recién llegado que no, que no está en un carro cualquiera.

El diseño de la ruta es un tema tope. Aun cuando nadie como el solicitante sabe a dónde quiere llegar, cómo quiere hacerlo y cómo le conviene más, el hecho de que lo manifieste, ya beneficiado, puede resultarle al benefactor algo propio de una insolencia garrafal. -¿Para dónde tú vas? -Disculpe: ¿por dónde va usted? Pero insistirá de vuelta, hasta que el beneficiado no puede más que “ocupar su lugar”, confesar su destino para que el benefactor apadrine, realice su vocación de guiar e indique, oriente soberbiamente; y escucharlo con paciencia o hacer como si lo escuchara, antes de pedirle por fin que haga la parada realmente deseada e identificada desde el principio como la precisa. (No estamos exentos de las veces en que la asesoría del benefactor resulta provechosa, pero su propio número las descarta como dignas de mención).

Hay algunas preguntas de rutina: ¿Vas o regresas? ¿Estudias o trabajas? Ah, ¿periodista?

No puedo dar testimonio de otras profesiones. Cuando es periodismo, a la información le sigue en respuesta la instrucción de un manual teórico y práctico, perfectamente completo, cuya profundidad dependerá de la prolongación del camino compartido, y de la capacidad del (periodista) beneficiado de estimular o desestimular a su interlocutor. Hago la conjetura de que economistas y deportistas deben padecer parecido.

Por último, traemos a colación al de trato afable, la sonrisa en la cara, no, no es nada, pase buen día. Muchos devuelven cierta fe, dulce. Otros a veces ostentan una felicidad redonda que resulta sospechosa, particularmente en determinados momento del día.

En cuanto a los solicitantes/beneficiados los tipos suelen manifestar entre sí muchos más puntos en común, aunque podría hacerse una clasificación con vergüenza. Especial es la facultad que, a partir de su ejercicio sostenido como beneficiado, el solicitante adquiere para prestablecer los diferentes perfiles de benefactores potenciales o reales. Apenas el carro va frenando ante la luz, el rostro de quien maneja, la velocidad que dispone, son la elocuencia hecha materia. Es posible prever la respuesta, alcanzar a ver rasgos de la futura conversación. El solicitante se especializa y comienza a dominar el arte de leer la mentira, el nerviosismo infantil, la contrariedad, y entonces maneja sereno la situación. Así es como el solicitante de botella empieza con el tiempo a ser más eficaz: no porque haya más benefactores, sino porque cada vez irá reconociendo mejor las opciones más indicadas.

Dando cuenta de su naturaleza compleja, la botella es escenario lo mismo de encuentros fútiles, de esos que no hacen siquiera una traza que se corte con el cierre de la puerta, hasta de la marca profunda que permanece y que llama al reencuentro. La botella propicia una bronca y puede ser también semilla de casamiento.

Ahora, la cuestión de género merece ser abordada aparte. La mayoría de los solicitantes se compone de mujeres, de todas las edades, de todos los aspectos. A las viejitas las llevan por viejitas, a las muchachas por muchachas, obedeciendo a razones diferentes según no pocos beneficiados y benefactores. Es este –la connotación sexual– el posible motivo de la renuencia por parte de benefactores-potenciales-hombres a llevar a solicitantes hombres; y la animadversión de benefactores-potenciales-mujeres para con solicitantes en general, sean hombres o mujeres. Y, por supuesto, de la siempre variable actitud del benefactor potencial masculino si una mujer va a su lado; y de que no sea aconsejable pedir botella en esos casos. Aquellas solicitantes que superen tal prejuicio serán sancionadas con una mirada fulminante por parte de la mujer co-benefactora potencial, como si estuviera violando una norma ancestral fijada con hierro. Dada esta situación, muy raras ocasiones trascenderán su condición de solicitantes.

Por mucho tiempo los benefactores potenciales y reales eran mayoritariamente hombres, pero con creciente rapidez las mujeres se han aproximado en número; pero constituyen un tipo diferente:

Al punto de que las excepciones sorprendan, las mujeres que manejan suelen petrificar el rostro en un semáforo en rojo, dirigir la mirada a un punto vacío en el horizonte de su parabrisas (en el extraño caso de que no lleven gafas puestas, circunstancia en la que se verán obligadas a enfatizar cierta contención con los labios). Yo, hasta hoy siempre solicitante o beneficiada, admiradora de buenas y buenos benefactores, legendarios dadores de la sagrada botella, lo he dicho muchas veces: “Si manejo, en un semáforo no pondré nunca cara de pesada”.

Foto: Roberto Ruiz

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