Leonardo Valdés, un buscador de tesoros

Foto: Maykel González Vivero

Foto: Maykel González Vivero

Encontrar un tesoro ha sido uno de los sueños más apetecidos de la gente en todas las épocas. Por eso la creencia en los derroteros –el mapa que conduce a una botija, la indicación feliz de un fantasma que quiere ceder su botín– quizás sea el mito más perdurable de la imaginación insular. No hay otro que exprese con más belleza el optimismo perseverante del guajiro. El drama del pobre que no se conforma con su suerte. Es cierto que también remite, con cierta amargura, a la irresponsabilidad tan cubana de esperarlo todo de la Providencia. El drama del pobre que se conforma con la magia.

Conocí a Leonardo Valdés en el pueblo de Amaro, cerca de Santo Domingo, en el centro de Cuba. Yo quería hablar de otra cosa, pero Leonardo se entusiasmó ante la mención de los derroteros. Oyó “oro” y se le encendieron los ojos. Tiene ochenta años, y ha pasado la mayor parte hurgando en los montes.

–¿Cómo te iniciaste en el oficio de buscador de tesoros?

En un lugar que le dicen Yabusito. Había un señor ahí que tenía mucho dinero en oro, José Ramón Artiles. Mi papá le compraba bueyes a él. Papá tenía negocio de bueyes y carretas. Cuando iba a comprarle con billetes, ese hombre le decía: “Valdés, si usté no tiene oro, después me lo paga, más alante me lo paga…”. No aceptaba otra cosa. Todo el dinero lo tenía guardado.

Un buen día mandó a hacer un tubo de bronce de seis pulgadas y un metro de largo. Ahí echó el dinero y lo guardó. Cuando se estaba muriendo, el hermano vino a donde estaba él y le dijo: “Mira, tú estás muy enfermo, el fin es morirnos tú y yo, que ya estamos viejos, di dónde tienes el dinero”. Y él contestó: “Mi dinero no me lo chulea nadie”. Se murió y el dinero quedó enterrado. Yo fui a esa finca a buscar el dinero. Anduve y anduve, me pasé una semana abriendo huecos en distintos lugares y no encontré nada. Todo eso lo he llenado de huecos buscando dinero.

–¿Conoces muchos derroteros como ese?

Hay una versión de otro derrotero mental, que yo conocí por los cuentos de los viejos.

En El Indio había un conde que le decían “el conde del Indio” [José Eugenio Moré, conde de Casa Moré]. Al conde ese le avisaron que había una banda, unos bandoleros. Les decían “los guerrilleros”. Eso fue cuando las guerras anteriores. Donde quiera que había un terrateniente con mucho dinero, iban, lo asaltaban y lo mataban. Le quitaban el dinero. Otros nada más se llevaban un poco y decían que era para la guerra.

–¿Cómo supiste de esa historia, que parece tan antigua?

Conocí a un muchacho que su bisabuelo había trabajado con el conde. Y entonces por la familia se fue corriendo la versión: cuando le avisaron al conde que venían los guerrilleros, cargó un mulo de dinero y salió huyendo. Él tenía un amigo, otro adinerado dueño de la finca La Esperanza, y vino para allí. Enterró el oro y siguió huyendo. Lo cogieron en el río, brincando por donde está el puente. Lo cogieron los guerrilleros y lo mataron. Pero el dinero se quedó en la finca esa. Yo fui y abrí mucho hueco también, pero hay una piedra mineral ahí que los detectores marcan igual que el oro. Abrí varios huecos, y siempre encontraba la misma piedra, una piedra con unas vetas marrón. Quitaba la piedra y el equipo dejaba de funcionar. Y desistí. Dije: “No, no, así en esta forma no puedo encontrar na’, me voy a morir de hambre dando pico y pala aquí”.

Ruinas en el Escambray. Foto: Maykel González Vivero
Ruinas de la casa del conde de El Indio. Foto: Maykel González Vivero

–Parece un poco fantástica la anécdota del conde…

Lo del conde sí era verdadero. La casa de él estaba ahí a la orilla de la carretera de Mata. El muchacho que trabajaba conmigo, el que me hizo la historia, Caraballo, me acompañó a otra laguna a lo mismo. El bisabuelo de él no sé si fue esclavo, o qué cosa fue en esa época.

Aquí en la finca Flor de Cuba dicen que también hay un dinero. Mucha gente lo lucha y han hecho mil huecos. Yo también fui. A explorar, a buscar, a abrir huecos. A ver. Y no encontré nada. En dos ocasiones fui. Porque una vez vino una gente con un derrotero de La Habana. Se aparecieron aquí a verme a mí, a ver si yo lo conocía. Digo: “Sí, cómo no lo voy a conocer si ya he ido dos veces”. Y fui con ellos. Nada. No encontré nada tampoco.

–En este mundo de los tesoros ocultos hay mucho de sobrenatural, ¿no?

Oye esto: yo tenía una tía que era solterona, y ella a cada rato hacía la historia de un sueño donde le daban un dinero. Siempre estaba con esa lucha. Un día le dice mi hermano: “¿Tú te acuerdas bien cómo era el lugar en que te daban el dinero?” Y ella sin haber ido nunca le dijo: “Hay una laguna así, así, así… Hay una guásima, y entonces al lado de la guásima hay una piedra, abajo de la piedra es donde está el dinero.”

Mi hermano convidó a uno y fueron allá, a ese lugar que ella más o menos le describió. Y efectivamente encontraron la guásima, encontraron la piedra, y empezaron a escarbar. Bajo la piedra había un vacío. Metieron la mano y sacaron el hueso de una persona, la tibia. La llevaron a analizar a un veterinario. Pero cuando sacaron el hueso parece que cogieron miedo, y el hueco se les llenó de agua. Tenían que sacarla al borde de la laguna, para poder seguir trabajando allí. Parece que se acobardaron, porque no siguieron la búsqueda. Le cogieron miedo al esqueleto. Yo era muchacho cuando oía esa historia.

–¿Y no se te ocurrió probar con ese derrotero?

Hablando del problema del conde del Indio con Caraballo, le hago el cuento de mi tía y me dice: “Vamo’ allá, ¿tú no sabes dónde es?”

Buscamos un pico y una pala y una mandarria. Arrancamos en bicicleta y llegamos al lugar, pero la guásima ya no existía, y había varias piedras a la orilla de la laguna. Encontramos el lugar por lo que le oí a mi hermano en sus conversaciones. Allí hicimos varios huecos y qué va, no encontramos nada. Nos cansamos, se hacía de noche, y le dije a Caraballo: “Hemos perdío el viaje”.

–He oído que debes cumplir con ciertos requisitos para quedarte con el tesoro…

Cuando un muerto te da un dinero tienes que dejar un objeto tuyo. No puedes irte y virar la espalda. Porque si no después no encuentras el lugar. Si llevas espejuelos, dejar los espejuelos, o quitarte la camisa y dejarla ahí para poder regresar a ese lugar. Si no, no lo encuentras. Yo siempre lo tengo en mente. Si veo algo me quito los pantalones, los dejo si tengo que dejarlos.

–La gente también habla de dinero de esclavos…

Frente a casa de Amado Sánchez, en Las Nieves, hay unas matas grandes, unos árboles, no sé de qué son, si son de guásima. Eso era un cementerio de esclavos. Y yo quería ir, pero nunca tuve un acompañante. Porque dicen que los esclavos tenían sus ahorritos para comprar la libertad y cuando se morían los enterraban con ese dinero si no lograban el objetivo de ser libres.

–¿Nunca has tenido miedo en esas andanzas por ahí, con fantasmas involucrados?

–“Es posible que el oro expulse algún gas que refleje en la noche, pero eso de que salen luces, esas son historias… Yo estuve en todos los lugares donde decían que había luces, y nunca vi ninguna luz. Yo no tenía miedo. A mí me decían “en tal lugar sale una visión” y yo iba de noche a explorar allí. Ni tenía ni tengo miedo. Donde me digan a mí que sale una visión y yo crea que pueda haber dinero, voy allí de noche, a la hora que sea.”

Es vivaz la charla de Leonardo. Casi se palpa el oro. A la salida, sin embargo, me advierte su mujer: “Muchacho, no le hagas caso. Una vez, una sola, se encontró una monedita… y se le perdió.”

Foto: Maykel González Vivero
Nivia, la esposa de Leonardo. Foto: Maykel González Vivero
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