Leyenda de milagros de amor

Foto: Yailín Alfaro

Foto: Yailín Alfaro

Más allá del sincretismo necesario en los seres humanos, de la mano de la leyenda popular, santificada por la gente y su fe, la tumba de Amelia Goyri de la Hoz, “La Milagrosa”, es la única en la Necrópolis de Colón que diariamente está cubierta de flores.

Símbolo de la maternidad, del amor a los hijos, de la pasión eterna entre dos enamorados, el nicho se encuentra ubicado a pocos metros de la capilla del camposanto y hasta allí llega todos los días una procesión de fieles, la que se multiplica exponencialmente el segundo domingo de mayo (Día de las Madres).

Pero, ¿cómo y por qué Amelia se convirtió en el consuelo y la esperanza de tantos? La historia de la Milagrosa de Cuba ha trascendido en el tiempo con su ritual y el respeto de un pueblo –creyente y no creyente- a la grandeza espiritual de la tradición.

Cuentan que Amelia nació el 29 de enero de 1877, hija de Francisco Goyri y Magdalena de la Hoz, pero junto a sus tres hermanos vivió con su tía en el Palacio de los Marqueses de Balboa ubicado en Egido número 14. Creció en este lugar, donde también se forjó el amor por un primo segundo llamado José Vicente Adot Rabell.

Separados por los prejuicios sociales y la participación de José Vicente en la guerra de 1895, la pareja consolidó su sueño de estar juntos con la boda del 25 de junio de 1900.  Tiempo después rebosaban de felicidad porque la primera semilla de su amor crecía en el vientre de Amelia. Pero todo tendría un final trágico.

Al cumplir los ocho meses de embarazo, Amelia sufre una ataque de eclampsia y a pesar de los esfuerzos del amigo obstetra y ginecólogo Eusebio Hernández,  madre e hija fallecen. Para José Vicente este fue un golpe durísimo, y así lo demostró durante cuarenta años, hasta su muerte.

El enterramiento se efectuó en la bóveda de Gaspar Betancourt y de la Peza, amigo del viudo,  y a la difunta le colocaron a su hijita entre las piernas, como era costumbre de la época. A partir de ese momento, no faltó la visita diaria del desdichado esposo, quien no imaginaba que el ritual de amor que dedicaba a su adorada perduraría por más de un siglo.

José Vicente tocaba una de las cuatro argollas de la tapa de la cripta, la que se encontraba más cerca del corazón de Amelia, para que se despertara y escuchara las cosas que él tenía que decirle.

Posteriormente, el afamado escultor José Vilalta Saavedra regaló al sufriente una obra en mármol blanco que recreaba la imagen de Amelia cargando un niño en su brazo izquierdo y esta se colocó encima del osario.

Frente al conjunto escultórico, José Vicente sumó otras acciones al ritual diario, después de conversar con su amada, se quitaba el sombrero y lo colocaba en su pecho, daba la vuelta por detrás de la escultura y se retiraba sin darle la espalda. ¡A una dama no se le da la espalda y menos a mi amada Amelia!, así trascendieron sus palabras.

De esta forma, creció el clamor popular sobre tan ferviente amor, se le otorgaron poderes sobrenaturales, y resultaron vanos todos los esfuerzos que realizó José Vicente por mantener a Amelia solo para él. Un hecho habría de lanzar esta historia de amor al reino de lo real-maravilloso. Cuando en 1914 se abrió la sepultura y José Vicente quiso ver a su amada por última vez, dicen que ella estaba intacta y que llevaba la criatura en su brazo izquierdo,  como la había imaginado el escultor Vilalta al moldear la escultura.

La tumba de La Milagrosa sigue llena de flores a más de cien años de la muerte de Amelia Goyri de la Hoz. El encanto de esta fe radica en que no se rige por ninguna institución, ni política, ni religiosa, o sea, es el producto de la creencia de la gente, nació sobre un camino de flores, golpes de argollas, rezos y plegarias, y una retirada sin dar la espalda a la imagen amada.

 

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