Los colores del Caribe en Baraguá

Fotos de la autora

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Alrededor del mástil se entretejen las cintas de colores como la vida misma. Una sobre otra  ─las cintas─ y uno detrás de otro ─ las mujeres y los hombres─ arropan la desnudez del enhiesto acero y, para cuando terminan, no puede quien observa sino preguntarse cómo en desenfrenada danza han trenzado tan rápido y tan bien, pero, sobre todo, cómo no han errado el orden lógico de los acontecimientos.

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Ni el calor sofocante de agosto ni el sol implacable de las dos de la tarde han podido, en 40 años de danzas y cantos, doblegar el espíritu de aquellos braceros antillanos asentados en Baraguá, comenzando el siglo XX, y que hoy toma cuerpo en los hijos, nietos y bisnietos que les nacieron con el tiempo.

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El tiempo, ¡ah! roñoso compañero de viaje, ha sido, sin embargo, despiadado, no solo heredándoles canas, achaques y arrugas. También venciendo sus humildes casas y acechando lo poco que pudieron traer de Barbados, Jamaica, Granada, Trinidad y Tobago…: su identidad.

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De las oleadas de emigrantes provenientes del Caribe anglófono que se sucedieron en las primeras décadas del siglo pasado, es la que se residenció en Baraguá, al Este de Ciego de Ávila, la que ha mantenido mejor cuidadas y recreadas las expresiones culturales de sus naciones de origen. Tanto así, que todavía celebran el 1ro de agosto de cada año la liberación de los esclavos en las colonias británicas.

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Ya no sobrevive ninguno de los que dieron lugar al Barrio Jamaicano de Baraguá, nombrado de esa manera casi que injustamente, pues los barbadenses, por ejemplo, eran más en número. “Fueron los cubanos los que lo llamaron así”, explica James Willisthom Phillips, director del conjunto músico danzario La Cinta, “para ellos todos éramos iguales, todos jamaicanos”.

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El genérico jamaicano sirvió entonces para nombrar a todos los que, venidos del Caribe, hablaban inglés y cantaban en sus iglesias protestantes. De las Antillas trajeron el cricket, el calipso, danzas y comidas nunca vistas por aquellos lares, como un arroz con coco que, dicen, sabe a gloria. Las dos últimas matriarcas,expertas en hornear los black cakes y preparar el saril, fallecieron el año pasado, Mrs. Hunt y Celia Jones, centenarias ambas.

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A un lado del central Ecuador, centro económico de Baraguá, florecieron las casas estilo Balloon Frame, como en el sur de los Estados Unidos. Enormes, con portales amplísimos y protegidas, con mallas, de los mosquitos que en las tardes venían de la costa. Allí vivían los ricos.

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En el otro fueron creciendo, muy juntas, pared con pared, las casas de los trabajadores del central y las plantaciones de caña. Construidas sobre pilotes, como defensa ante las frecuentes inundaciones del lugar, los “jamaicanos” le aportaron una fisonomía sui géneris a aquel batey ubicado a 15 kilómetros de la recién estrenada Carretera Central.

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Hoy ya no viven allí norteamericanos ni millonarios. Al pueblo le ha caído, de golpe, todo el peso del tiempo y del fatalismo de no ser cabecera municipal, como se suponía fuera. Proliferan las iglesias y casas de culto, tal vez porque cuando falta lo material la gente se refugia en la fe. Se han desdibujado los rasgos que antes definieron la huella caribeña y, aunque todavía no se pierden apellidos como Parris, Jordan o Campbell, solo en agosto se les reconoce como albaceas de una historia que los trasciende.

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Es en el primer día del octavo mes del año cuando la música y el baile borran, durante 24 horas, los sinsabores del mundo real. En la mañana juegan cricket, preparan dulces típicos y en la tarde-noche se hace la magia de las cintas multicolores, heterogéneas, algunas despintadas o raídas, tejidas alrededor del mástil, como en la vida misma.

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