Los santos y el baro

Foto: Marcus Encel.

Foto: Marcus Encel.

Los años 90 marcaron en Cuba lo que se conoce como el reavivamiento religioso, una especie de boom después que la crisis reventó con sus inevitables correlatos sociales, culturales e identitarios. Estigmatizada antes y durante la época de la institucionalización, la religión comenzó a perder su carácter de tabú y se fue convirtiendo en un fenómeno “normal” una vez reafirmado el hecho de que formaba parte de la cultura, lo cual no pudo nunca suprimirse ni por manuales de filosofía ni por decretos ideológicos.

Pero ya en ese entonces había evidencias de que no se trataba, necesariamente, de un simple problema de espiritualidad o de dirigir los ojos al cielo cuando en la tierra las cosas no andaban bien, sino de un asunto más complejo en el que intervenían múltiples mediaciones.

En el campo del protestantismo histórico, por ejemplo, con frecuencia se produjeron abruptos cruces/tránsitos de una denominación a otra, una expresión de crisis y desconcierto que conspiraba contra la estabilidad de la feligresía y la pastoral de las iglesias. Ese reavivamiento iba escoltado eventualmente por lo que algunos llamaron “la jabonización de la evangelización” o la “teología de la bolsita,” etiquetas que designaban el repartimiento de jabas con productos de aseo personal y otros productos deficitarios en el vórtice mismo de la tormenta, en especial una vez oficializada la fractura del mercado interno y la existencia de dos monedas con la dolarización de la economía (1993).

Levantado el telón, varios protagonistas del medio artístico, y sobre todo del musical, empezaron a figurar en público con cruces cristianas y / o pulsos y collares de santería. Comenzaba así a manifestarse lo que un experto denominó “el impacto de los agentes de deslegitimación” al promoverse, de hecho, una moda que ponía a la vista una práctica hasta entonces tabú, manejada en todo caso sin su correspondiente espiritualidad, y que tenía como sustrato tanto un desconocimiento del significado y sentido profundo de los mitos como de la ética que portan.

Fue el inicio de un proceso, y consecuencia de la penetración de relaciones mercantiles en dominios inéditos o apenas antes visibles en el mundo de las religiones, un fenómeno de alcance universal del que Cuba tampoco escapaba.

En el caso de la santería, la crisis misma, unida al paulatino derrame del mercado, conduciría en efecto a nuevos desarrollos. La comercialización de los noventa fue una expresión de sobrevivencia protagonizada por babalawos procedentes básicamente de sectores/clases populares –el lugar por donde aquella se había movido de manera horizontal desde épocas lejanas– en clara desventaja respecto al ajuste económico que iba teniendo lugar en la sociedad, hecho del que, por cierto, algunos académicos y estudiosos daban fe sin esconder mucho la persistente oreja peluda del llamado “ateísmo científico”.

Lo cierto es que desde entonces emergió y luego se expandió la figura del popularmente llamado “diplobabalawo”, es decir, el oficiante que cobraba sus servicios en dólares/CUC, en especial a personas del exterior (no necesariamente cubanas) que deseaban iniciarse en “la misma mata”, y que los manuales de santería que empezaron a proliferar desde ese momento caracterizaban con la palabra absolutamente correcta: “clientes”.

Y con el andar del tiempo, conduciría a manifestaciones como esa que clasifica a los orishas en “fríos” y “calientes”, esto es, en baratos y caros en función del dinero a desembolsar por concepto de compras de animales, comida a los participantes, pago de sus servicios al babalawo, etc. Y a algo también nuevo: simplificar / acortar la ceremonia de iniciación debido a imperativos financieros –“matar y salar”, según se dice–, lo cual muchos religiosos perciben con ojeriza en la medida en que desafía el carácter comunitario que, históricamente, la había caracterizado. Al final de la jornada, no hay que olvidarlo: religión viene de religare, que en latín quiere decir “unir”.

Figuras del jet set empresarial cubano acuden a la santería por moda, boato y pompa, una movida de diferenciación y estatus social las más de las veces carente de espiritualidad o, cuando más, animada por un pragmatismo espurio encaminado a recibir la protección de los orishas para lograr cosas tales como robar o corromperse sin que los cojan en el brinco.

Por otra parte, cuando salen al exterior ciertos músicos urbanos, relacionados centralmente con la marginalidad, o resultados de ella misma, se sienten en la necesidad de proclamar ante la prensa su condición de hijos de Dios y de Changó, una operación ideológica según la cual lo que antes era patrimonio característico de un grupo social ahora se convierte en pertenencia / atributo de TODOS los cubanos, como si fuera la única expresión de religiosidad en Cuba, donde actúan varias religiones de idéntico nivel de legitimidad y donde se han producido fenómenos también nuevos como el crecimiento geométrico del neopentecostalismo, del que apenas se habla más allá de círculos de entendidos en el tema.

Quizás lo más dramático es que en los protagonistas aludidos acciona una mezcla letal de mercado, prepotencia e ignorancia que acaba retroalimentado en los Estados Unidos, más allá de Miami, un estereotipo reforzado por la globalización y por construcciones a lo Buena Vista Social Club o la tierra de las negras y mulatas más fogosas del Universo.

Esos músicos, encerrados durante mucho tiempo en su densa cáscara aldeana, y de espaldas a ciertos códigos, no conocen ni de lejos las culturas donde el empresario que los sacó del país los ha encaramado, pero lo verbalizan sin sospechar siquiera que allí se suele identificar a la santería con primitivismo, atraso y barbarie. Una práctica tan demoníaca como el vudú –en una palabra, arrastrando el estigma de todo lo africano. El obispo Berkeley lo escribió una vez: existir es ser percibido.

La mano invisible del mercado ha actuado –y la seguirá metiendo en la masa, y en el culto, hasta mucho más abajo.

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