Marcos Keitel Matamoros

Tengo un amigo que murió hace poco en Costa Rica, con 101 años. Tenía ascendencia alemana y de ella había heredado, además del primer apellido, cierto refinamiento. También la tardía vocación aforística gracias a la cual construía frases insólitas e inolvidables. Se llamaba Marcos Keitel Matamoros.

Cuando la hora del almuerzo o la comida estaba cerca y el hambre le clavaba su cruz en el abdomen, mi amigo emitía, con percutir gutural y acento latino, la única frase que conocía en la lengua de sus antepasados: Ich habe hunger! y María le servía su ración.

Éramos vecinos en el batey del Central Carmita. Corrían los inicios de los sesenta y una de esas vidriosas mañanas de febrero –plena zafra– mientras la neblina hacía causa común con el mosto de la melaza, Marcos nos llevó a cazar rinocerontes. En la inédita expedición enroló a varios “colaboradores”: su hijo Marito el Jabao, Manolito Vaca Joca, Fernandito la Tortilla, Rafelito Palidez y yo: más conocido por Azulejo.

—Prepárense, que mañana partimos para la selva –nos dijo la noche anterior. Y nos sentimos personajes de algún muñequito de Tarzán, o de una de aquellas películas de escopeteros infalibles con las que, tarde por tarde, nos intoxicábamos viendo Cine del hogar, precisamente en su casa.

Aquel pichón de germano atesoraba en su saleta una utilería de inicios del siglo XX que parecía sacada de los estudios Keystone, de Mack Sennet. El más curioso de los objetos era un gramófono de cuerda donde pasábamos discos de 78 revoluciones por minuto. En la discoteca tenía sobre todo valses y tangos; entre ellos, aquella variante de “El Choclo” que Blanca Rosa Gil grabó con la letra de su versión centroamericana: “Besos de fuego”.

Marcos Keitel y su mujer, María Rolando, nos hacían demostraciones de baile con la pieza original: “Por tu milagro de notas agoreras / nacieron, sin pensarlo, las paicas y las grelas, / luna de charcos, canyengue en las caderas / y un ansia fiera en la manera de querer…”. Atornillaban y desenroscaban sus pantorrillas, marcaban el arco lumbar, ascendía el abrazo sicalíptico del muslo femenino, se sucedían los giros del cuello a contratiempo con los del torso, y quedábamos boquiabiertos. A decir verdad, no veíamos diferencia entre aquel performance y los de Carmencita Calderón y El Cachafaz, famosos porteños.

Un refrigerador de kerosene –en el batey decían “de aceite de carbón”–, el orticón donde nos asustamos con Nosferatu el vampiro, una Kódak de cajón, un reloj cuco, una ouija, un molinillo de café de porcelana, una muñeca llorona, una cajita de música y un automóvil Opel de los años cincuenta, eran objetos muy preciados en el stock de aquel representante de la Weimarer Republik.

Pero nada como su colección de escopetas. Para el safari, distribuyó el arsenal según su escala jerárquica. Para él: la de cartuchos; para su hijo Marito: el Marca U; para Manolito: la de pellets; para Fernandito: la de perdigones; y para el resto: tirapiedras de cabo de guayaba y ligas de cámara de bicicleta. Keitel era el único con atuendo de cazador: casco, polainas, canana, anteojos. Bella la comitiva. Éramos tan jóvenes y despeinados.

Lo que en realidad íbamos a cazar eran puercos jíbaros, porque a su pariente Herculano Matamoros –alias El Culano– unos cuantos cochinaticos le cogieron el monte y ni rastro de ellos en tres o cuatro meses.

Aunque éramos unos ingenuos adolescentes, no teníamos ni un pelo de comemierdas y enseguida supimos que aquello de los rinocerontes clasificaba como una de las tantas fantasías lúdicas del ario. Pero le seguimos la corriente y asumimos el operativo como si de verdad aquellos marranos huyuyos tuvieran un cuerno en la frente. Los cazamos, a puro perdigón y pedradas, a emboscada limpia.

Keitel se desempeñaba como jefe de almacén del central, un puesto de cierto rango. Ni sé por qué lo consideraban burgués. Tampoco hallo lógico que cuando Girón, en 1961, lo tuvieran detenido hasta el cese de los combates.

Parte de la estrategia de defensa del país se basaba en cortar las bases de un posible apoyo interno, y por eso metieron en cana a todos los sospechosos de profesar filiaciones opositoras. Keitel nunca había dicho ni esta boca es mía, pero la requisa en el batey la dirigió Filiberto Estrada, el temible Agente Perchero, a quien su poca cultura lo llevó a pensar que la frase Ich habe hunger!, que suponía inglesa, podía implicar apoyo al enemigo, y… ¡Pa la jaula!

Mientras Girón ardía, Perchero se paseaba por el batey del central, orondo, en el Opel de Keitel, como si fuera suyo. Al finalizar la contienda, se lo devolvieron, pero las escopetas pasaron a nutrir el arsenal de las fuerzas afines a la Revolución. ¡Adiós rinocerontes!

A partir de aquella experiencia nuestro amigo, cuando el hambre le roía el cuerpo, reclamaba, como cualquiera de nosotros:

—¡La comida, que tengo hambre!

El pobre Marcos, que nunca marcó filiación política alguna, también perdió el puesto de jefe de almacén y, aunque lo reubicaron como pañolero, se aplanó bastante, abandonó sus dialectales extravagancias. Nunca se recuperó totalmente. Pero trabajó mucho, y bien, como sabía hacerlo. Y un buen día le dieron la responsabilidad de organizar y dirigir la brigada de prevención de incendios.

Asumió la tarea con todo el rigor a que lo conminaba su recia formación cívica, aunque se trataba de una labor voluntaria. Se informó con cuanto documento se puso a su alcance: sobre Química, sobre Física, sobre Biología, sobre cualquier ciencia o procedimiento relacionados con la combustión.

Terminó elaborando un manual sobre el orden en que se deben usar los aperos de la pizarra de prevención de incendios. También comenzó a dictar seminarios populares. Los emitía desde la garita de la puerta de la industria, sin que lo parara el estruendo fabril. Su único auxilio: el acatarrado micrófono y la bocina de trompeta de los actos patrióticos con que el Agente Perchero insistía aún –ya con menos poder– en “aplastar a la gusanera”.

Fue una época casi feliz para Keitel, pues dio rienda suelta a sus reflexiones teóricas. Estas tuvieron su colofón en los aforismos que, solo a Katy Lamas y a mí nos leía a la hora de la merienda vespertina, en el limpio y ordenado pañol de herramientas.

Transcribo unos pocos ejemplos de sus frases, para ilustrar:

“La potencia empleada por el hombre para obtener las flores de la conquista y los frutos de la victoria depende de la energía que este pueda utilizar”.

“Llamas: son las lengüetas rojas, verdes y amarillas, que valiéndose de un material combustible y la presencia del oxígeno se inflaman en el aire en forma de llama”.

“Fuego: es el fenómeno físico, químico y biológico derivado de la combustión de un ente sólido que termina transformado en gases y materia inútil”.

A nosotros nos gustaba que aquel señor, mucho más viejo que nosotros, nos diera sus recitales, aunque para ser sinceros, cierta voluntad burlesca nos lo facilitaba. Pero con toda seguridad, nuestra receptividad también pretendía resarcirlo, aunque fuera con la ilusión, de los injustos desafueros que enfrentó sin comerla ni beberla.

Keitel era un hombre bondadoso, por eso la noticia de su muerte, a tan avanzada edad, en el relajado ambiente familiar que cultivó siempre con esmero, aunque dolorosa, casi me hizo feliz. Al menos sobrevivió, con calidad y cariño, los abusos del implacable Perchero.

Antes de ir para Costa Rica el amigo se mudó a Cienfuegos. Ya no andaba muy claro, de ahí que el último axioma que nos regaló en la víspera de su partida fuera el más curioso de todos. Los incendios seguían ocupándole las neuronas. En su saleta mágica, mientras oíamos “Besos de fuego”, sentenció con un poco de desgano:

—Los besos desatan incendios eléctricos. Se apagan con CO2, nunca con espuma.

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