Mi hijo es mío

Foto: Olga Elena Suárez Pérez.

Foto: Olga Elena Suárez Pérez.

“Mi hijo es mío” es una perogrullada que se escucha con frecuencia. La frase, que puede parecer inocente y hasta cariñosa, casi siempre es pronunciada con cierto nivel de superioridad e ímpetu, categorías que acentúan la esencia violenta de la idea.

La madre le grita a la maestra en la puerta de la escuela: “Mi hijo es mío y usted no es nadie para decirme lo que tengo que hacer con él”. Tiene la mirada encendida y el rostro descompuesto. Gesticula frente a la maestra, y luego, para demostrar su condición de propietaria del pequeño, le propina un empellón y le dice: “Vamos para la casa, coño”.

“¿Quién es usted para venir a mi casa a decirme cómo tengo que criar a mi hijo?”, le pregunta el padre a la trabajadora social que se ha atrevido a interceder ante un caso de violencia doméstica. El niño calla, ocultando debajo de la camisa los moretones de los cintarazos. “Mejor vaya a ocuparse de sus problemas. Salga de mi casa”. Y cuando la joven traspone el umbral, rumbo a la calle, escucha el bramido del hombre a todo pulmón: “Mi hijo es mío”.

Estas y otras escenas no nos sorprenden en la cotidianidad, a pesar de que cada día es más fuerte y ocupa más espacios la lucha contra la violencia doméstica. Sin embargo, otras maneras de violencia contra la infancia nos circundan y muchas veces pasan inadvertidas, camufladas bajo el elemental y terrible concepto de que “mi hijo es mío”.

La educación comienza con la vida y es el hogar la primera fragua del hombre o mujer del futuro, pero también es verdad que vivimos en medio de una crisis global de los principales valores humanos. Entonces, deben ser el padre y la madre los primeros en velar por “el desarrollo físico, mental y social” de su descendencia. Así lo prescribe la Declaración de los Derechos del Niño, aprobada el 20 de noviembre de 1959 de manera unánime por los 78 Estados miembros que componían entonces la Organización de Naciones Unidas.

Tan permeables a este fenómeno son los padres como los hijos, con la diferencia de que los mayores tienen capacidad de elección, algo que le está vedado al ser humano en sus primeros meses y años de vida. El niño y la niña están expuestos al bombardeo mediático que propaga la epidemia de la pérdida de valores (morales, éticos y estéticos) y deben ser los padres y las madres los que les protejan de esta agresión. Pero no siempre es así. Lo peor es que muchas veces son los progenitores los primeros portadores de tales virus.

Siempre se ha influido desde el hogar en la religión a profesar, el partido a pertenecer y el club deportivo para fanatizarse, pero es sabido que a la larga los niños toman sus propios rumbos religiosos, políticos y deportivos. Sin embargo, proteger a los menores de la agresividad y la violencia es algo que trasciende a los padres.

Hijos del maltrato

Recientemente he sido testigo, involuntario, de cumpleaños y festividades infantiles que superan lo chusco para convertirse en espectáculos groseros y deprimentes. Actividades que generalmente ocurren en espacios sociales: casas de fiestas, restaurantes, instituciones del Estado alquiladas para el evento. Han sido shows casi siempre montados por los padres para, hijo o hija mediante, exponer sus recursos económicos, fiestas que corroboran el teorema de que en la pirámide invertida casi siempre la capacidad económica de las personas es directamente proporcional a su mal gusto estético. (Es bueno recordar aquí las sabias palabras del maestro H. Zumbado: “El mal gusto es el buen gusto de la gente de mal gusto”).

Ocurre que en esas fiestas los mayores se celebran los unos a los otros las ropas que se encajan en el cuerpo y las cadenas que se cuelgan del cuello. Y lo lindos que se ven los niños de unos y otros con disfraces imitativos de los atavíos de sus progenitores. Lo peor no es que con esto se incumpla con ese derecho elemental del niño y la niña que plantea que “los menores de edad tienen derecho a ser consultados sobre las situaciones que les afecten y a que sus opiniones sean tenidas en cuenta”, sino que ese menor estará creciendo con una malformación estética que en lo adelante transmitirá “genéticamente”.

En la fiesta del niño, el protagonismo, fotos aparte, no es el suyo. Los mayores gastan el dinero y contratan servicios de bar y a ese nuevo tipo de animador de fiesta, híbrido de payaso, comediante y operador de audio.

Con derroche de efectos especiales y a un volumen que impide otra comunicación, comienza la fiesta de los niños. La música viene ya en los paquetes que la globalización propicia. Hay juegos de participación para los pequeños y pequeñas, competencias que pueden ir desde quién imita mejor a algún cantante de moda hasta una lid de “perreo” entre las niñas. Hay muchos globos, y una piñata. Se trata de un cumpleaños.

Terminada la fiesta de los menores viene la de los adultos. Pero sin excluir a la tropa menuda. Si ya nadie se ocupa de acostar a los chiquillos con la calabacita, mucho menos se van a poner en la ridiculez de sacarlos de la fiesta de los grandes. Con la presencia de nenes y nenas los padres se emborrachan y discuten en voz alta sobre fútbol o pelota. Las madres, que le meten a la cerveza y al chiringuito, discuten sobre a quién le ajusta más la licra o a quién le sienta mejor la queratina. Y como hay música todos bailan.

Frente a los niños y niñas se ejecutan, como si fuera una lección de educación sexual, algunos bailes que más que danza parecen una sesión, poco imaginativa pero bien vulgar, de sexo con ropa. Luego todos, incluyendo a los niños que todo lo imitan, corean la canción más pegada del momento, cantinela que puede ser esa que explicita el sexo oral y que canta una tal señorita nosequé acompañada de nosequienmás.

Y ahí están los padres con sus hijos. Todos se ven muy felices.

¿Se atrevería usted a criticarlos? ¿Asumiría el papel del aguafiestas de esa felicidad familiar?

Si alguien se atreviera a hacerlo, seguramente recibirá por respuesta: “Mi hermano, este es mi dinero. Y yo me lo gasto como me da la gana”. Y para que no queden dudas de quién manda en la feliz escena, le dirán en su cara con la mayor convicción del mundo: “Ese niño es mi hijo. Y para que lo sepas, mi hijo es mío”.

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