Papá en los años duros

Un día, de pronto, papá perdió la visión de un ojo. En el hospital le dijeron que estaba enfermo de neuritis óptica y que tenía que tomar mucho Polivit.

Manuel Ángel, mi padre; Elvira Serrano, mi madre, cargando a mi hermano Rodolfo, y mi hermana Marta el día que cumplía 5 años. Yo soy el “angelito” que sonríe. En nuestro apartamento de La Habana Vieja, 1968. Foto: Cortesía del autor.

Soy un padre del Período Especial, y los padres del Período Especial, como los de ahora, somos los padres de la supervivencia.

Un día de 1989 Ania me dijo: “Tengo una cosa que contarte”, y me llevó aparte, hasta el patiecito interior de nuestro apartamento de La Habana Vieja: “¡Estoy embarazada!”. Lo habíamos evitado por todos los medios, así que todavía no me explico por qué enseguida nos estábamos abrazando y llorando de contentos.

El mismo día me senté a hablar con papá. La crisis había empezado y yo estaba preocupado. Papá fue muy concreto: “A partir de ahora no puedes comer de un solo plato”. No lo entendí a la primera. Por entonces yo era guionista de dramatizados de radio y, para hacerle frente a lo que se avecinaba, me había hecho cargo de cuatro programas diferentes que me exigían teclear más de 30 cuartillas diarias en mi querida Olivetti.

Pero en la misma medida en que mi producción aumentaba, lo hacían mis tropiezos con la censura. Me empezó a quedar claro que mi carrera de guionista podía terminar en cualquier momento, y que el sustento de mi creciente familia no podía depender de eso. 

En febrero del 90 nació Laura, y apenas cuatro meses más tarde, Ania me repitió: “Tengo una cosa que contarte”. Debíamos estar locos, porque volvimos a abrazarnos con la misma alegría. Así fue como Juan Pablo llegó en marzo del 91. La tripulación estaba completa.

Mi madre nos ayudó mucho. Mis padres se habían separado y ella vivía con mis hermanos, pero la familia no se distanció en ningún momento. Papá era el oráculo. Escuchaba y luego nos decía algo que nos cambiaba la perspectiva. Tenía un don para eso que no lograba aplicar a su propia vida, pero así funcionábamos. Éramos una familia pequeña conformada por caracteres muy diversos que, a pesar del divorcio de mis padres, logró permanecer siempre unida. 

Mi relación con papá había tenido altas y bajas. Nunca fui de faltar el respeto, pero desde pequeño había sido rebelde, un pésimo estudiante y un verdadero dolor de cabeza. Papá no era de muchos cocotazos, pero me castigaba a cada rato con una semana sin poder ir a jugar pelota. Él también era guionista, un gran guionista. Yo sólo esperaba a verlo tecleando frente a su vieja Underwood, absorto en lo que estaba escribiendo, para decirle bajito: “Papi, me voy pa’ la calle”. Él asentía mecánicamente, y ahí mismo se acababa el castigo. Sería solo cuestión de tiempo que mis hijos hicieran lo mismo conmigo.

Aunque leía mucho, jamás mostré el menor interés por los estudios. Si fui a la universidad fue gracias a la exigencia de papá, pero cuando me gradué de Geografía decidí que no quería pasarme el resto de la vida marcando una tarjeta. Los negocios no se me daban mal y estaba decidido a seguir ese camino cuando papá me propuso que probara suerte con su oficio de guionista, ya que lo único que exigían para eso era ser graduado de alguna carrera.

Desde que éramos pequeños, el sonido de su máquina de escribir era la música con la que mis hermanos y yo despertábamos cada mañana. Todavía a veces creo que lo escucho. Nos acostumbramos a verlo trabajar en la casa, siendo su propio jefe y administrando su vida y su tiempo. Por otra parte, lo que pagaban no estaba mal para esa época, así que no perdía nada con intentarlo. 

A partir de ese momento, el oficio que papá y yo compartimos ayudó a que nuestra relación mejorara y a cambiar mi perspectiva sobre lo que podía ser mi futuro en Cuba. Si no me había ido en el 80 fue por él. Eran los meses del Mariel y yo creía que papá estaba ajeno a lo que tramaba con unos amigos, cuando vino y me dijo: “No te vayas a ir sin despedirte”. No me lo estaba cuestionando, pero a mis 18 años me colocó frente a la perspectiva de todo lo que significaba la familia para mí. Lo que vino después me confirmó la importancia de haber permanecido junto a ellos.   

Laura y Juan Pablo crecían, y nos preocupaba mucho su educación en medio de las estrecheces de esos años y la crisis con los maestros. Entonces entendí aquel afán de papá por que estudiáramos inglés, mecanografía, gramática y de cuanto hubiera. Me rebelé contra todo eso y no aprendí nada. Solo sé hablar en cubano, lo de guionista se me pegó con la lectura y he tecleado toda la vida con dos dedos. No quería que pasara lo mismo con mis hijos y papá pudo poner en práctica entonces lo que le había fallado conmigo. 

Una de las cosas que me hicieron rechazar la escuela fue el adoctrinamiento. Ahora llegaba la hora en la que mis hijos tendrían que saludar la bandera repitiendo “Pioneros por el comunismo…”,  confundiendo la bandera, la patria y el comunismo, cosas que no tienen nada que ver entre sí. Papá me insistió en el papel de la casa para contrarrestar todo eso, sin necesidad de ponerse a hablar de política con los niños. Del resto se ocuparon algunas increíbles maestras a las que dediqué la película Conducta y el personaje de Carmela. 

Un día, de pronto, papá perdió la visión de un ojo. En el hospital le dijeron que estaba enfermo de neuritis óptica y que tenía que tomar mucho Polivit. Una noche me despertaron sus gritos. Se había levantado para ir al baño cuando todo se le puso negro de pronto. “Carajo, Ernesto, me he quedado ciego”. Solo entonces me di cuenta de que yo tampoco veía nada. “Coño, papi, yo creo que esto es un apagón”. Nos sentamos en su cama a llorar y a reírnos mientras los niños empezaron a dar la tángana en sus cunas. En la oscuridad de aquel manicomio entendí que aquello era un aviso de que se iba a quedar ciego en serio. Esa noche me quedó claro también que el sostén de la familia tenía que ser yo a partir de ese momento.  

A la mañana siguiente, le pedí unos dólares a un amigo y me fui en bicicleta a la diplofarmacia de 5ta y 42. Era el único lugar en el que se podía conseguir el Complejo Vitamínico B inyectable, que era lo que realmente papá necesitaba para su neuritis, además, por supuesto, de una dieta adecuada. Los cubanos no teníamos derecho a comprar allí, ni a entrar a nuestros hoteles, ni a tantas otras cosas a las que todavía no tenemos derecho.

Le dije a la empleada que, si no me vendía la medicina, igual yo saltaba el mostrador, cogía las vitaminas y le dejaba a ella el dinero. Me pidió que no me buscara ese problema, que la esperara en 7ma cuando cerraran la tienda, y se comprometió a venderme lo que necesitaba. Temí que fuera una trampa para mandarme a la policía, pero la empleada cumplió su palabra y no me aceptó la propina. Se lo agradecí mucho. De regreso a casa, pedaleando, recordé el consejo de papá el día en que Ania me dijo que estaba embarazada. Definitivamente, tenía que hacer algo radical para que en casa no faltara una cosa tan elemental como una medicina. 

En el Período Especial, La Habana Vieja era tal vez el único lugar de Cuba donde el gas de la calle no fallaba y donde casi no quitaban la corriente. Además de eso, al vivir en la zona más baja del barrio, en mi cuadra nunca ha faltado el agua. Eso me otorgaba un potencial estratégico para instalar una destiladora de azuquín que el mismo amigo que me prestó los dólares me estaba proponiendo desde hacía rato. Lo hablé con papá. Aquel era justo el tipo de cosas de las que él había intentado apartarme.

Convinimos que había llegado el momento de cambiar ciertas reglas, pero que eso no podía llevarnos al extremo de tener que lidiar con borrachos. Me lo tomé muy en serio y me estudié todo lo concerniente a la producción de ron.

Solo entonces le hice una contrapropuesta a mi amigo: “Nada de azuquín. Vamos a producir ron del bueno. Venderemos al por mayor y a clientes fijos”. En la película Sergio y Serguei cuento cómo fue el resto. De ese modo mis hijos comenzaron a amanecer con un padre guionista y se acostaban con otro que era maestro ronero. Alguna que otra tarde, papá y yo compartíamos una de aquellas botellas mientras nos enfrascábamos en unas tertulias eternas. Dios sabe cuánto extraño eso.  

En general, aquellos años tan duros fueron también muy felices y los niños tuvieron mucho que ver en eso. Mientras crecían, me ayudaron a mejorar mi relación con papá. No recuerdo si alguna vez llegué a agradecérselo, pero me tranquilizaba mucho la influencia que su sola presencia ejercía en sus nietos. 

Papá fumaba como una chimenea. Una vez, para dejar el vicio, empezó a chupar caramelos y eso lo llevó a descubrir que no había nada mejor que fumar con un caramelo en la boca. Mis hermanos y yo le peleábamos mucho por eso. Falleció en enero del 2000 a causa de un enfisema.

Había sido un romántico que regresó de Estados Unidos en el año 60 para hacerse maestro voluntario, y se marchaba con la decepción de ver en qué se había convertido todo. En su sepelio ocurrió algo que parecía sacado de la película Guantamera (en la que él había interpretado un pequeño personaje encargado de despedir un duelo): el carro fúnebre en que transportábamos su cuerpo se confundió de calle y casi termina en medio de una protesta por el regreso del niño Elián. Fue una gran ironía porque papá no quería saber nada de esas cosas. 

Uno nunca crece del todo y no hay un día en que no extrañe sus consejos. No tengo ese don, pero he tratado de suplirlo con cariño. Ania me ha ayudado mucho a ser padre y a luchar con mis demonios. Ella ha sido decisiva para mí y para los muchachos. Estamos muy orgullosos de nuestros hijos y nos conmueve la manera en la que todo el tiempo están pendientes de nosotros.

Como sucede con tantas familias cubanas, ellos ya no están en Cuba. Mi madre, mis hermanos y mis sobrinos también viven dispersos por el mundo. Ania, yo y las cenizas de papá seguimos aquí, en nuestro querido palomar de La Habana Vieja, mimando a una gata con cataratas. A pesar de todo y con el favor de Dios, la familia sigue unida.

Salir de la versión móvil