Que viva Celina señores…

La mala nueva encontró al grueso de la prensa cultural cubana, esa interesante fauna que somos, en plena conferencia de prensa de la inminente Feria del Libro. Ahí estábamos, copiando más números que un listero, ahumándonos en los vapores de una parrillada aledaña, cuando una amiga enterada me dijo, por lo bajo: “Se murió Celina. Esta mañana. Ahorita lo anunciarán”.

Confieso que la noticia me sorprendió: llevaba tanto tiempo sin saber de ella que a ratos sospechaba que ya había partido, y quizás el despistado era yo. Me ha pasado con otros, el Indio Naborí, por ejemplo. Pero superada la sorpresa, sentí sincera pena… Por su muerte, y por las generaciones de ahora, para quienes esta será otra muerte que no les dice nada, que no les afecta, que no sienten…

Yo, todos lo saben, nací en Santa Clara, y aunque por el Parque Vidal no pasan yuntas de bueyes ni se arman guateques en la glorieta, soy medio “guajiro”. Crecí en aquella época en que Cepero Brito conducía Palmas y Cañas, y Justo Vega y Adolfo Alfonso se enzarzaban en memorables broncas a puro decimazo. En esas entrañables noches de domingo, aprendí a querer a Celina González.

No la recuerdo con Reutilio, quien murió mucho antes de yo nacer. Pero a ella la recuerdo vital, con sus vestidos rojos de vuelos, enérgica, de carácter y voz, defendiendo sones, montunos y guarachas, y haciendo su aporte al imaginario nacional con aquello de “yo soy el punto cubano”, verso que la picardía popular endilgó tempranamente a una estrella del pop, los aeróbicos y la longevidad.

Conozco la zona donde nació Celina, batey a medio camino entre Jovellanos y Betancourt, donde ni los plátanos son machos, dicen las malas lenguas. A los cuatro años se fue a Santiago de Cuba, y en las noches de fiesta, sus hermanas tocaban el tres y el laúd, mientras ella era la reina de la canturía. A inicios de los años 1940 conoció al guantanamero Reutilio Domínguez, con quien armó el dúo más memorable del folclor campesino cubano.

En noviembre de 1948 se fueron a La Habana a buscar fortuna, y pocos días después Celina tuvo una epifanía: se le apareció Santa Bárbara y le aseguró que triunfaría en el arte si le dedicaba una canción. Celina compuso su canto a la Virgen Guerrera, y en unos ensayos la escuchó Laureano Suárez, director de la Radio Cadena Suaritos, y quedó impresionado con aquel fervoroso “¡Que viva Shangó!” que los catapultó al éxito.

Siguieron juntos hasta 1964, cuando la emblemática pareja se separó. Vino un bajón en su carrera, que comenzó a despegar poco después gracias al apoyo de Ramón Veloz, otro grande de la canción campesina en Cuba, quien la llevó a Palmas y Cañas, con el conjunto del mismo nombre. Hasta que la salud la alejó del escenario, Celina triunfó dondequiera que cantó, porque se mantuvo fiel a sus orígenes, a su alma, a la cubanía que la nutrió y acompañó hasta su último día, este 4 de febrero.

Celina repartía “aché” a diestra y siniestra cuando cantaba, quizás sin percatarse de que no podía darnos mejor bendición que su canto. Existen y vendrán nuevas voces que defiendan a capa y espada la tradición musical de los campos cubanos, pero no habrá otra Celina. La reina ha muerto… ¡Que viva Celina señores!

Salir de la versión móvil