Rapsodia de por allá

Hoy, antes del alba, subí a las montañas, miré los cielos llenos de luminarias y le dije a mi espíritu: “Cuando conozcamos todos estos mundos y el placer y la sabiduría que contienen, ¿estaremos tranquilos y satisfechos?”

Y mi espíritu dijo: “No, ganaremos esas alturas sólo para seguir adelante”.

                                                                                                          Walt Whitman

Si ya estás allá arriba, trepado allá arriba, hay que andar entonces el Escambray. Subir y bajar una loma, descansar al borde de la carretera, tomar un poco de agua y seguir. Ver cómo el sol allí es tan sol, y el frío de las tres de la tarde tan frío, y agarrar la mochila y seguir. Preguntar dónde queda algo, probar el cacao de la montaña que sabe a mamoncillo, azorarte los mosquitos negrísimos y seguir andando. Si de paso te encuentras una niña, un hombre con muchos méritos y una pierna enferma, y te vas 270 metros bajo tierra, ya has andado una parte considerable. No te asombres, eso sí, de los méritos del hombre, de que la niña no conozca el mar, y de que alguien tuvo luz eléctrica a los sesenta y pico de años. Sube al Escambray si ya casi no te asombras de la vida.

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La niña es Yiliana Gálvez. Yo no sé ahora qué fue de ella, porque ha pasado poco menos de un año, aunque en el Escambray parezca que nada puede suceder en ese tiempo. Uno llega un día de un mes, y luego llega otro día de otro mes del año entrante, y siguen los árboles dando la misma sombra, y el café sembrándose de mayo a agosto, y la guagua de las seis y media de la tarde haciendo el recorrido de Santa Clara a Cumanayagua. Yo no sé ahora, después de los días, si Yiliana Gálvez fue a ver el mar.

Le pregunté que si conocía el teatro, y me dijo que no conocía el mar. Fue así. Yo debí suponer que no hacía caso a mi pregunta porque su respuesta era elemental. Si no conocía el mar, no tenía por qué conocer el teatro. Eso extraje de sus palabras. Ha ido, sin embargo, muchísimas veces al río. Si uno se pone a ver, la gente en la montaña no tiene por qué necesariamente conocer el mar, como las personas de poblados costeros no tienen por qué conocer el río. Están puestos en sus respectivos lugares para que aprendan mucho de esos sitios y los conozcan bien, para que el de la montaña sepa en qué lugar está la piedra principal de donde nace el arroyo, y el de la costa aprenda a desandar descalzo afilados arrecifes. De esta manera debiera ser si nos guiamos por destinos naturales. Pero no es así. Cuando se ha estado mucho tiempo en las lomas, hay que ir a oler el salitre de las rocas. A Yiliana Gálvez le han entrado muy pronto estas ganas, y si en la montaña una niña de nueve años te mira de cerca y te dice que no conoce el mar, que va a la iglesia los domingos  y que no conoce el mar, que su papá es borracho y que ella no conoce el mar, a uno no le queda de otra que olvidar el rostro de la niña para no sufrirlo un poco. Pero tampoco es fácil.

Yiliana Gálvez vive en El Rincón y cuando yo la conocí tenía las uñas largas. Muy largas para su edad. Me dijo que el padre se llama Carlitos La Rata. Nadie se llama así, pero eso no se lo digo. Es rubia y de ojos gritones, y le gusta acompañar a la madre a llenar bolsas de café que pagan a muy buen precio. Eso le gusta, pero hay cosas que no le gustan a Yiliana Gálvez: no le gusta a la hija que el padre sea borracho; no le gusta que la hayan cambiado de escuela; no le gusta vivir tan lejos de la playa.

Yiliana-Gálvez

No tengo muchas respuestas para ofrecer a las preguntas de Yiliana, una niña que encontré cerca de El Algarrobo, la finca de un productor de café. Se te aparece una niña en lo profundo del Escambray y uno no sabe qué hacer entonces. ¿Y quieres mucho a tu papá?, le pregunto y ella me dice que sí, que mucho. ¿Y por qué lo de la escuela, por qué te cambiaron? Y me dice que cerraron su escuela Fernando Cuesta Piloto porque había muy pocos niños, ella y dos o tres más, donde estaba primero, segundo, tercer y cuarto grado con una misma maestra, y entonces la mandaron a recibir clases a Mártires de Chile. ¿Y la playa? Me dice que nunca, que ha ido mucho al río pero jamás a la playa, nadie la ha llevado, que le encanta pescar y jugar bolas.

La niña, no sé, tiene algo que da miedo. No se despega de mí. Ve cuando tiro una foto. Ve cuando saco la grabadora para entrevistar. Escucha si entrevisto. Camina si yo camino. A Yiliana Gálvez, seguramente, no la vuelvo a ver. El Escambray es grande y uno solo puede grabar los rostros. Raramente el visitante allá arriba repite el rostro de alguna persona. Puedes no ver más a quien te llenó el pomo de agua, ni al que te regaló las guayabas por algún camino, ni al que te indicó el lugar que estabas buscando. Si a Yiliana Gálvez no la vuelvo a ver nunca más, pues mejor. Me asustan los niños que se quedan quietos oyendo de punta a cabo una entrevista, y me asustan los niños de nueve años que quieran, por sobre todo, conocer el mar. Si volviera a ver al tiempo a Yiliana Gálvez, ya crecida, y entre otras cosas aún no supiera de las olas y la arena de la orilla, no sé. Eso, no sé.

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Cuando ya había pasado mucho tiempo, muchísimo, y cuando tenían sesenta y pico de años y el hijo era ya un hombre, al fin los padres tuvieron luz en el poblado de La Jutía. Nivaldo Pérez Suárez, planificador de mantenimiento de la hidroeléctrica Hanabanilla, me lo ha contado. Ya veía -como solo ven muy pocas personas- pasar el agua de los ríos a la turbina, y de aquí al generador, y convertirse entonces el agua en energía eléctrica cuando aún, dice, en su casa no tomaban agua fría.

El Escambray, mirado de refilón y en la distancia, es una sucesión de montañas, unas más altas, otras menos, tanto que llegas a imaginar que estás en cualquier lugar bajo de Cuba. Y en las montañas, árboles, campos de café y tabaco, y una carretera kilométrica a lo largo. Este es el primer Escambray, el Escambray del que llega con una mochila y se dispone a subirlo sin haberlo hecho nunca, y para esto se sitúa al comienzo de la carretera  y mira a lo lejos porque quiere ver a dónde es que se dirige. El Escambray, luego de ese vistazo, no parece contener mucho más. No parece contener nada que rompa con la perfección y la armonía del campo. Nada que se encaje entre las lomas muchos metros y esté formado por máquinas de diversa procedencia. Por ejemplo, una hidroeléctrica, un armatoste de este tipo situado en el vientre mismo de aquel paisaje. Pero allí está y antes, un par de horas antes de montar el ferrocarril y disponernos a bajar 270 metros bajo tierra, y saber también que el embalse de agua más grande del país está en el Escambray y que estaría encima de nosotros luego de un rato, Nivaldo Pérez Suárez, que trabaja hace ya 31 años en la empresa, contó que esa obra, comenzada a construir en 1952 por los norteamericanos, fue realmente inaugurada el 11 de enero de 1963 siendo el Che Ministro de Industria, cuando fue una vez al Escambray e impulsó su terminación y entonces nuestros técnicos, junto a técnicos checos, empezaron el montaje de las dos primeras máquinas.

El personal que trabaja en la hidroeléctrica Hanabanilla -un total de 72 personas- es gente que habla poco, que escucha poco también, y que labora mucho. No se puede hacer más 270 metros bajo tierra y entre el ruido de aquellas máquinas.  El descenso a la hidroeléctrica dura seis minutos por una inclinada pendiente de la cual desciende el ferrocarril. Es necesario protegerse, ponerse un casco, nadie sabe qué pueda suceder. Debajo está el personal de la empresa, y debajo también hay demasiado ruido, oyes poco lo que te habla el de al lado, cada uno atiende lo suyo, las paredes sudan y los teléfonos celulares pierden allí toda señal. Hay máquinas de origen checo, alemán e italiano. La hidroeléctrica genera 43 megawatts/ hora y es, verdaderamente, algo increíble. Se nutre del embalse Hanabanilla, formado a su vez por cuatro presas y con una capacidad de 285 millones de metros cúbicos. Según Nivaldo, “la planta consume 21 metros cúbicos de agua por segundo y lo mejor que tiene es que se encuentra en el centro de Cuba, o sea, lo mismo puede transmitir energía para Oriente que para Occidente y trabaja las 24 horas del día.  Además, es un gran ahorro para el país, pues solo necesita el agua suficiente y el petróleo que se utiliza para echarla a andar es ínfimo”.

Hidroelectrica

Allí está la empresa, bien escondida, como para que no se note mucho entre las lomas, con un lago inmenso encima, y encima además los árboles, y las siembras de tabaco y café cerca. No parece que hay, de refilón, una hidroeléctrica en el Escambray. No parece, si nos guiamos por los datos y las tablas, que haya, por ejemplo, 8382 viviendas, 38 consultorios médicos, que vivan allí 20.071 personas o que existan, además, kioscos de venta, transporte público, y salas de cine. De lejos, no parece haber nada de esto.

Nivaldo Pérez Suárez me ha contado que recuerda el día en que llegaron a electrificar, 14 años atrás, el poblado de La Jutía. Los trabajadores de la compañía eléctrica terminaron de instalar los postes y los cables tarde en la noche, pero a esa hora sus padres, y todos los vecinos de La Jutía, bailaron, y rieron, y fueron dichosos como nunca antes. Dice Nivaldo que cuando no tenían luz y su mamá cocinaba a leña, había menos problemas; que hoy, cuando falta la electricidad, su mamá pelea mucho porque no puede ponerse a cocinar. Así son las cosas. Nivaldo no había probado el agua fría de niño y ya conoce cómo es, pero dicen en el Escambray que el agua fresca del tiempo, el agua del pozo y el arroyo, es la que realmente quita la sed.

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Morffi sabe que esa historia no es como la cuentan. No, señor. Él es Alberto González Morffi y sabe que a Manuel Ascunce y Pedro Lantigua, maestro y alumno, no los guindaron de un árbol de Flamboyán sino de Bienvestido. Las cosas no tienen por qué seguirse confundiendo. El tronco del primero es liso y el del segundo rugoso, por lo que el primero pareciera ser siempre más joven que el segundo. El primero con hojas chiquitas y apretadas, el segundo con hojas medianas y dispersas. Más uniformes las ramas del primero; menos perfectas las ramas del segundo. El primero, distinguido y hasta hermoso; el segundo de poca gracia. Ambos, luego de los días en que las hojas han caído y las ramas son de una inaplazable desnudez, tienen cientos y cientos de flores. Flores naranjas y rojizas el Flamboyán; flores blancas y rosadas el Bienvestido. Cuando Morffi ayudó aquel día de noviembre de 1961 a bajar los cuerpos del árbol, los cuerpos colgados de Manuel Ascunce y Pedro Lantigua, se fijó en dos cosas importantes: una, que a Lantigua le hicieron un amarre en los genitales con una mata de espinas; otra, que habían pinchado los cuerpos con una bayoneta, que estaban terriblemente agujereados; y por último, que a estos hombres los ahorcaron de las ásperas y sinuosas ramas de un Bienvestido, y no de los gajos admirables del Flamboyán.

Cuando Morffi cumplió los quince años, se encontraba en una cama de hospital en la ciudad de Cienfuegos, con tres tiros en el pecho, uno en el brazo y otro en la pierna. Entre varias razones, Morffi estaba allí porque dos años antes, o sea, a los trece, se sintió tremendamente aburrido. Aburrido se puede estar a los veinte y tantos, y a cualquier edad que se suceda después, pero nadie a los trece años puede cargar con el peso del tedio. “El viejo mío me llevaba muy recio y para quitarme el yugo ese de arriba me fui a la Limpia del Escambray”. Así dijo Morffi, que luchó contra bandidos en las lomas, que tomó la guagua igual que yo, que se bajó donde yo, que conversó conmigo.

Morffi lleva la rudeza en el cuerpo. De manos grandes, de cuello ancho, de tronco grueso. De esta torpeza física solo lo salva, sin embargo, el contorno arqueado de sus ojos. Las personas casi siempre son como sus ojos dicen. Los ojos muy despiertos, de personas muy despiertas; los ojos escurridizos, de personas desconfiadas; los ojos marchitos, de personas tristes, y los que brillan, de gente feliz. Los ojos arqueados de Morffi, arqueados y fijos y un tanto afligidos, delatan ahora que Morffi quiere decir algo. Morffi vino haciendo cuentos en la guagua que salió de Santa Clara rumbo al Escambray, y luego siguió hablando cuando se bajó donde hay que quedarse para ir hasta el poblado de La Yaya, y después del rato supo que yo estaba haciendo entrevistas y me dijo que en La Yaya había gente importante: artistas del grupo Escambray, un bailarín que ha viajado a países extranjeros, y un pelotero del cual no recuerda el nombre pero que jugó en Series Nacionales.

Alberto-González-Morffi

Morffi vive en Jorobada, a seis kilómetros de La Yaya. Vive con su señora. Morffi, indudablemente, tiene ganas de hablar. Me ha contado de la lucha contra bandidos, y me ha contado de personas importantes, y al rato dice lo siguiente: “Vivo que se me están cayendo los pedazos de la casa arriba, con dos nietos y la señora mía”. Uno, después de esto, tiene vergüenza de llevar la grabadora en una mano, y la agenda en la otra, y el bolso al hombro, esas cosas por las que las personas piensan que uno las puede ayudar en algo, sacarlas del lío. Me dice que se le está cayendo la casa encima y ha hecho 130 donaciones de sangre; que se caen las tablas y ha trabajado en más de 10 zafras y por 40 años en la industria azucarera; que son pésimas sus condiciones y que tiene la medalla Jesús Suárez Gayol, quien murió en Bolivia con el Che; que vive en ese estado con su familia y que también tiene la Medalla al Valor, por un polvorín que fue a apagar a San Antonio de los Baños.

Sigo llevando la grabadora en una mano, la agenda en la otra y el bolso al hombro. Yo fui al Escambray a preguntar sobre artistas y me encuentro con Morffi. Casi cínica, solo puedo decirle: ¿Y le gusta el teatro?

Rio

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Fotos cortesía de la autora

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