Remedios: la balada del ruido

Para Héctor Pérez Casas, inerte bajo el fuego

La Nochebuena es un fastidio. El 24 la villa de Remedios se levanta hacendosa. Con ese esmero agreste que solo conocen las amas de casa. Las horas avanzan con una extraña celeridad. Para el turista, un tiempo que transcurre en la irrealidad: el tercer mundo, tierra de excesos, el exótico modo de la miseria, el último paraíso. ¿Pero qué puede hacer un turista sino vivir en su propia construcción de la fiesta? ¿Qué puede hacer un turista sino fotos, cientos de fotos? Para el lugareño la jornada toma una apariencia viscosa, deben ultimar todos los detalles antes de la contienda. Para mí, es solo el tiempo que no debería transcurrir.

Siempre he pensado que la parranda remediana es el equivalente rural de los deportes extremos. Lo confirmé mientras recorría una callejuela donde El Carmen desplegaba sus tableros a lo largo de doscientos metros. Avancé con el espanto de quien conoce bien el fuego de parrandas. Caía la tarde y los barrios preparaban la diana de las cinco. La calle de los tableros desprendía ese olor a madera recién picada. La pólvora comenzaba a pesarle al aire. A veces no se puede respirar en la parranda, ni siquiera abrir los párpados. Me escurrí entre el gentío. Odio lo populoso, pero Remedios me hacía trampa. Quisiera que aquel olor no me hubiera gustado tanto.

La diana fue solo una obertura. Con la noche llegó el “saludo”. Los barrios se presentaron ante el auditorio con una reverencia escandalosa. Remedios estalló el 24. Cada año lo hace. El espectáculo seduce en la misma medida que aterra. Como buena villa al interior, Remedios conserva su pacatería habitual durante el año. Pero la nochebuena es un pretexto perfecto para el alarido. La balada del ruido. El día en que no solo es lógico, sino que agradecemos que el otro pierda la compostura.

No quería estar allí. No quería que me gustase. La noche debía ser el montaje burlesco de siempre, el espacio de culto de borrachos, la inevitable arcada en el callejón de las fritangas, la ciudad como un pestilente mar de orina. Pero Remedios me dejaba traducirla. Me dejaba leerle en sus paredes, sus rostros, sus ruidos.

San Salvador reventó primero. El barrio que abría el “saludo de luces”. Como si alguien hubiese colgado una guirnalda al cielo de la noche. En un instante no hubo más chispas, la luz perdió su dispersión, ya no era bella la escena. San Salvador explotó con la naturalidad de un volcán. Fuego sostenido durante una hora. Debajo de la lluvia hirviente cualquier grito es sordo, cualquier paso demorado, cualquier refugio ridículo.

Desde el balcón del hotel Camino del Príncipe alcancé a ver una joven con la cara chamuscada. Donde debo decir “pena” digo “desconcierto”. Sentí desconcierto. La atmósfera fue blanca. Terriblemente hermosa. Debe ser por ello que cuando algunos corrían en cualquier dirección otros permanecían estáticos. Pareciera demencial, pero la parranda de Remedios es la expresión rural de los deportes extremos. Que a una muchacha se le calcine el rostro, puede formar parte de algún orden.

Me acerqué al balcón con la misma voluntad de un alpinista –me gustaría que el riesgo experimentado justifique la analogía− El Carmen marcaba, entonces, los compases de la música.

Lejos de mí parpadeaban los trabajos de plaza. El Carmen armó la fantasía infantil de Pinocho, sin embargo, su carroza lucía motivos egipcios. Algo desubicado pero inevitablemente tierno. Los carmelitas tienen su propio símbolo: el gavilán, y no quieren la sinuosidad y el cuidado de una pieza artística. Son el escuadrón kamikaze de cualquier ejército. Dueños del fuego bonito.

La carroza sansarí mostraba una escena romana. Este es el barrio del gallo. La porción de paisaje donde demorar la mirada. El momento de la noche destinado a la contemplación, al preciosismo.

La mañana del 25 Remedios recupera su condición de villa pacata. Regresa la compostura, como si nunca se hubiese escurrido. Los turistas parten sin entender la mitad de lo sucedido, sobre su historia atemporal, o en una temporalidad donde no quepo. La Nochebuena casi siempre es un fastidio, pero Remedios tiende su trampa callada. Quisiera no haber sido feliz allí.

Foto: Carlos Ernesto Escalona Martí (Kako)
Foto: Carlos Ernesto Escalona Martí (Kako)
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