Trinidad: la villa de las agujas

El tiempo que Nielsis Ramírez dedica al tejido es sagrado. “Mi esposo y mi hijo lo saben. Llego del trabajo, planto la comida en el fogón y me pongo a deshilar hasta que empieza el Noticiero”.

Con casi medio siglo dedicado a las labores de la aguja, esta trinitaria raigal carente de abolengo afirma a pie juntillas que la historia de la villa que los españoles fundaron en el centro de Cuba hace más de 500 años también pudiera escribirse a partir de las saetas y la urdimbre, porque entre las finísimas hebras aprisionadas en el aro de bordar habita una de las tradiciones autóctonas de mayor prestancia en el terruño: la randa.

Al igual que otras habitantes de la ciudad, Nielsis aprendió de su abuela, quien se formó, a su vez, con la bisabuela, pues durante siglos la tradición oral resultó la única vía de aprendizaje de los quehaceres artesanales.

Estas prácticas provienen de España. Al principio estuvieron reservadas para las señoritas de la élite social; ya desde febrero de 1587 un comerciante llamado Cristóbal Martel incluía en sus ofertas hilos caseros y finas telas. El dato exacto, sin embargo, permanece como un hilo suelto, incapaz de hilvanarse.

En los salones de los palacetes decimonónicos se fraguó la que hoy constituye una de las principales credenciales de Trinidad. El momento de expandirla fuera de los espacios señoriales no llegó, paradójicamente, en la etapa de esplendor, sino al calor de la ruina económica que vivió la ciudad a mediados del siglo xix.

Por el instinto de supervivencia, necesidad y experimento para lidiar con la decadencia que imperó de la noche a la mañana, las mujeres que antes servían a la sacarocracia vieron en las agujas una fuente de subsistencia que, si bien no prodigaba grandes beneficios, al menos servía para garantizar el día a día de la economía familiar.

De tales cuestiones historiográficas poco conocen las miles de artesanas que hoy colorean las áreas comerciales del Centro Histórico de Trinidad y de Manaca Iznaga –un batey de ensueño erigido en el corazón del Valle de los Ingenios–, mas, gracias a ellas, la llamada Ciudad Museo del Caribe entreteje el rostro de su patrimonio inmaterial.

Si bien cada artífice erige su propio manual, todas coinciden en dos requisitos indispensables al “dibujar” con agujas: paciencia y buena memoria.

De la primera depende la calidad y maestría de las obras. La verdadera randa, insisten las autoras, es aquella que se realiza con el mismo hilo que se extrae de la tela donde se confecciona la pieza, aunque en la actualidad se hayan incorporado colores a las sábanas blancas.

Por eso cada creación constituye una obra de arte que, de acuerdo con el tamaño y la complejidad, puede demorar hasta 21 días en terminarse. Semejante trabajo, en cambio, a veces no es del todo retribuido económicamente; a veces, sí. Todo depende de las leyes dictadas por la temporada del turismo y las urgencias cotidianas.

La buena memoria, por su parte, garantiza aprender el nombre y el algoritmo para ejecutar más de 50 puntos de randa. Ojito de la perdiz, barahúnda, el avispero, el solecito, enrejado, entredós, jazmín con tela, caracolillo, serpentina… constituyen apenas una muestra de los prodigios que pueden nacer de los giros, mañas y procederes de la saeta en el bastidor.

El más buscado por los compradores, detallan las expertas, resulta la trinitaria, una puntada típica cuyo entramado reproduce figuraciones de las rejas coloniales, iniciativa de las bordadoras de la villa, escaño evolutivo con fecha extraviada en el tiempo.

Belén González de León, valenciana de visita en la localidad, acaba de adquirir un mantel con 10 servilletas en un punto de venta ubicado cerca de la Plaza Mayor. “Tenía algunas referencias de las maravillas que hacen aquí, pero constatarlo supera todas las expectativas. Este mantel, por ejemplo, me recuerda mucho lo que hacían las personas mayores de mi familia. Tiene una terminación exquisita, un diseño muy fino y elegante, pero, además, uno percibe la historia de siglos detrás del producto. Como turista, me considero afortunada viendo que esta tradición se mantiene viva. Eso venimos buscando: conocer lo típico de los lugares de Cuba”.

El paisaje de las agujas en Trinidad también ha recibido las bonanzas de la apertura de la Isla a las nuevas formas de gestión no estatal, en tanto hoy el centro histórico cuenta con espacios privados donde se exhiben piezas de altos valores estéticos para un público de mayores exigencias. Además, artesanas de renombre en el terruño han impulsado cursos y talleres para aprendices de la ciudad y de las comunidades rurales.

“De esto vive mucha gente, no te lo voy a negar, pero también se trata de una satisfacción espiritual –confiesa Nielsis Ramírez. No estás hablando con una experta ni mucho menos. Yo soy una mujer de barrio, una trinitaria como cualquiera, pero cuando me siento con el aro y empiezo a deshilar me aparto del mundo, me relajo, me siento como una señorona del tiempo de antes”, bromea.

En un gesto de disimulo, Nielsis mira el reloj. Afuera empieza a caer la tarde. Dice Nielsis que está a punto de plantar la comida; una forma sutil de recordarme que nuestra conversación termina porque luego de cocinar, entrará de nuevo al espacio sagrado de la urdimbre.

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