Un San Juan no tan santo

Foto: Leandro Pérez Pérez

Foto: Leandro Pérez Pérez

Siempre que alguien habla de carnaval recuerdo la letanía etimológica de mis tías pentecostales, cuando al borde de la adolescencia me disuadían las ansias de fiesta con sus traducciones del latín. Más menos entendible como “carne para Baal”, los carnavales son eso: verbenas mundanas originadas en el culto a dioses paganos, unos tipos muy chéveres que permitían a sus adoradores la bebedera, el bailoteo a cuerpo descubierto, las riñas y apuestas, la disipación sexual y otro tipo de excesos.

Pero aunque la versión actual del San Juan camagüeyano tenga muchos puntos de contacto con las cumbanchas de Baal, más de trescientos años de tradición, dos santos muy católicos y una serie de detalles singulares distancian a estas festividades de fines de junio de lo carnavalesco y hasta lo parrandero, que sí abunda en otras regiones de Cuba.

El sandungueo, por ejemplo, no coincide con el santo patrono de la villa, pues a la Virgen de la Candelaria se le recuerda, como Dios y el calendario mandan, cada 2 de febrero. Nada que ver tampoco con las llamadas Fiestas del Fuego que tanto abundan en España y algunos países de América Latina, donde se celebra con hogueras la llegada del verano y se bendicen las cosechas.

¿De dónde viene entonces esta tradición tan sui géneris que cada junio, del 24 al 29, moviliza a todos los barrios, comunidades y asentamientos de la ciudad en torno a carrozas, congas y comparsas, concursos de belleza y comidas compartidas entre vecinos?

La respuesta se ubica aproximadamente en 1725, tiempo en que comienzan a regularizarse las ferias anuales para la venta de ganado de los ricos hatos circundantes a Santa María del Puerto del Príncipe.

Se dice que siempre a fines de junio, los hacendados confluían en las afueras de la ciudad para intercambiar y comercializar sus reses y productos derivados de la ganadería. Aparcados en corrales improvisados para la ocasión, los peones y esclavos vivían días de aburrimiento, al coincidir las fechas con grandes temporales de lluvias. Entre las aguas y los calores del estío, rompió el brote de la tradición.

Los dueños de haciendas y sus trabajadores comenzaron a visitarse entre sí y a realizar comidas colectivas para matar el bochorno veraniego o el tedio de las tardes torrenciales. Juntos bebían, sancochaban viandas en grandes calderos con tasajo y osamentas de sus reses, tocaban música para amenizar e inventaban bailes. A poco, las mujeres se fueron sumando: en los coches o carretas adornadas para sorprender, iban con sus mejores galas y al darse cruce, se arrojaban dulces o agua, entre risas y canciones.

Hasta los negros esclavos tuvieron su chance. Aunque limitados inicialmente por sus dueños y por posteriores decretos del Ayuntamiento a permanecer en sus demarcaciones, ellos también hacían del San Juan fecha de repique para sus cueros, momento de armar la conga y sacar a relucir sonoridades ancestrales.

Foto: Leandro Pérez Pérez
Foto: Leandro Pérez Pérez

Eventualmente, las congas fueron liberadas de su confinación periférica y se mezclaron con los carruajes y doncellas e incluso con conjuntos musicales ambulantes encaramados sobre grandes carromatos. De esta comitiva de fanfarria emergieron los paseos, que aún hoy atraviesan las principales rutas citadinas.

En plena República, las sociedades, liceos y algunas academias sumaron a sus más distinguidas señoritas a dichos itinerarios, en los cuales se insertaban haciendo coreografías acompañados de orquestas. Así se originaron las llamadas comparsas, que todavía hoy anteceden o preceden a pie la llegada de las carrozas.

También evolucionaron los concursos de belleza, en los cuales se seleccionaba a una reina y sus damas de honor (hoy renombradas como estrellas y luceros), por su hermosura y talentos demostrados. Estas competencias llegaron a alcanzar tal realce que la joven vencedora viajaba a La Habana e incluso a los carnavales de Miami para participar en certámenes similares representando a su región.

Los orígenes pecuarios del San Juan cedieron poco a poco su terreno al ambiente urbano que se imponía, y la cuestión derivó en grandes fiestas barriales. Las familias se hacían jocosos asaltos entre sí, el jolgorio se vivía a puertas abiertas y cualquier desconocido era bienvenido a participar en los convites hogareños.

Una ingeniosa iniciativa llamada La Olla resolvió el financiamiento para aquellas cumbanchas tumultuarias y sin invitación: los anfitriones trazaban un círculo con tiza en el asfalto o empedrado de su calle y todo el que pasaba echaba monedas o alguna vianda para contribuir a la adquisición de la bebida o a la sazón del popular ajiaco, celebrado todavía cada noche del 23 de junio.

Foto: Leandro Pérez Pérez
Foto: Leandro Pérez Pérez

En algún momento, que nadie recuerda, un santo nuevo se sumó a la despedida del carnavaleo: San Pedro.

Patrón de pescadores y artesanos, Pedro no parece encajar en las motivaciones de la verbena, pero la cosa es que su muerte, señalada por el santoral un 29 de junio, coincide con el fin de las fiestas y sirvió de excelente pretexto para ser llorada por una panda de jodedores, un improvisado teatro popular de hombres disfrazados de negro, que encarnan a supuestas viudas del occiso.

A Pedro se lo simboliza como un muñeco de trapo cosido por los mismos “dolientes” y se lo pasea repetido desde plazas como Bedoya, La Merced y El Carmen, o desde demarcaciones como Méjico Chiquito, Tucunicú y Cinco Esquinas, hasta un punto común que en los últimos años ha sido la plaza de La Caridad. Allí no se le prende candela al finado (como en otros lares) sino que se cumbanchea en derredor suyo, se bebe, se toca conga y las plañideras viudas fingen sus mejores gritos y llantos, como para desmoronarse de la risa.

De estas historias va junio tras junio una festividad que ya ronda las tres centurias. En honor a la verdad, mucho de la tradición ha desteñido con el paso de los años, ya no hay ni asomo de las ferias ganaderas que inicialmente motivaron el asunto y la institucionalización de la juerga ha diluido su carácter otrora familiar y espontáneo.

Ya no se ve tanto la camaradería de vecinos de cuadra compartiendo olla y ajiaco en la cofradía del barrio, ni la belleza fina y cultivada de las señoritas del liceo en la cima de las carrozas. La imagen es más de termos de cerveza “bautizada”, de tarimas de reparto atrincheradas detrás de quioscos con fritangas y catres embutidos con pelucas, gafas, pitos, sombreros y todo tipo de chuche en venta.

Las aceras se llenan de aparatos mecánicos improvisados para el divertimento de los chicos, que cada año cuestan un peso más y dan una vuelta menos; de estrellas, carruseles, barcos oscilantes, ponis y motociclos de alquiler.

El ambiente además transpira un olor mestizo, mezcla de las orinas provenientes de los insalubres baños públicos con los aroma de las palomitas de maíz, el alcohol y el algodón de azúcar.

Del San Juan de los abuelos va quedando poco. Queda, eso sí, la lectura oficial del Bando para regular las conductas, que aún hoy se repite desde el balcón del antiguo Ayuntamiento.  También las congas marginales de las barriadas, muy eficientes en eso de ensayar un mes antes, justo a la hora de la novela. Trata de permanecer el intento de paseo, con sus monos viejos, zancudos, comparsas, chicas más o menos lindas (a saber si cultas)… y el entierro del San Pedro, que eso sí no falla.

Poco emparentado con su propia génesis y desentendido a ratos del orgullo gentilicio del que una vez fue vitrina, este San Juan tan poco santo va y me deja ante mis tías con pocos argumentos a la hora de ripostar que lo nuestro no es (o al menos no era) fiesta mundana, desbarajuste lascivo y llano, mera carne para Baal.

Pero con todo y eso, mucha gente lo goza, a las autoridades no se les ocurre suspenderlo ni ante la más eminente epidemia higiénico-sanitaria y a mi hermanita no hay quien le diga que no baja a montar en los aparatos o a comprar un vasito con uvas por cinco pesos.

Foto: Leandro Pérez Pérez
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