Una postal de la Loma de la Cruz

Foto: Rolando Pujol

Foto: Rolando Pujol

 

Hay dos maneras populares de subirlo: por una vía de asfalto o tomando la escalinata. También existe una tercera, que es trepando a campo traviesa, viendo crecer las espigas de yarey y vadeando arbustos compactos hasta que, jadeantes, lleguemos a la cumbre donde una gigantesca cruz se empina hasta hacerse visible. Pero, las estrategias más recurridas, repito, son dos.

La carretera atraviesa instituciones deportivas, casas de variados tintes y formas donde uno encuentra familias en los portales, chicas que observan al paseante y sin camisa para espantar el calor hombres que juegan domino; abuelas y niños hablándose frente a frente. Y caballos y máquinas estacionadas ante viviendas de hasta tres pisos encima de las cuales han crecido unos tablados decrépitos donde las palomas esperan a ser liberadas en las tardes; y un perro ladra, y un claxon suena.

En la medida en que se remonta el camino, la vegetación desértica domina los extremos de la vía zigzagueante mientras el motor del auto ruje porque la cuesta es adversa. No era aeronave el vehículo, sino un viejo auto americano con motor transformado para que funcionase con diésel. El paisaje se torna composición de arbustos y lejanas techumbres hasta que salta un mirador, y disminuye la nube de humo negro fumigada por el escape. Y hemos llegado.

El mirador ha tenido sus altibajos; en los años ochenta fue popular, cualquiera podía darse el gusto de almorzar o comer allí no más embullarse. Había un transporte que cubría la ruta, eran tiempos en que las ofertas podían llamarse populares. Ahora se piensa un poco. Desde hace mucho, un lado ofrece servicios en divisa y otro en moneda nacional. ¿Cómo identificarlos? Es fácil: por los colores, el decorado y las ofertas.

Los alrededores son los mismos para el visitante: muro de piedras, jardines y asfalto. Desde hace años uno encuentra esculturas y carteles. Recuerdan el hecho y la persona que popularizó la cima de este cerro empinado unos doscientos sesenta metros por sobre el nivel del mar, cercano a otro, un poco más alto, cuyo nombre también quedó marcado por un religioso: la loma del fraile.

Subí por última vez un par de años atrás, cuando fungía de ocasional guía para una amiga antigua de la familia. Por lo menos veinte años llevaba ella sin ver la urbe desde esa perspectiva. La última vez había sucedido en los noventa, durante un viaje familiar desde Pembroke Pines, donde ha vivido. Habían pasado tantas cosas en nuestras vidas: muertes y nacimientos; amores y desamores, guerras lejanas y enfermedades tan próximas que nos tuvieron a punto de perdernos para siempre la escena que en ese minuto glorioso teníamos ante los ojos.

Una laguna de luces diminutas emergía en la negrura, una superficie parpadeante de la cual llegaban murmullos de canciones confundidas con ruidos domésticos, y risas y gritos de niños juguetones.

La ciudad se prolonga de manera inevitable, las casitas fabricadas con distinto material amenazan con tomar la pendiente como en los cerros de Venezuela y las favelas de Brasil. Alguna vez escuché decir a una funcionaria relacionada con el desarrollo de las ciudades que pronto habrían de taladrar el macizo para facilitar la comunicación de un lado al otro.

Subía yo con frecuencia esa loma. Es una costumbre de holguinero fiel a sus tradiciones ascender al menos una vez al mes. Y resulta buen ejercicio. Hay atletas amateurs que suben y bajan todos los días por su gradería de cientos de peldaños. En pantalones cortos o deportivos suben y bajan al trote mujeres y hombres de cualquier edad. La mayoría de los turistas, o quienes como yo lo hacían una vez acompañándose de amigos, familiares o con la novia delante, mirábamos el ir y venir de atletas.

La escalinata fue construida gracias a las donaciones de los pobladores, animados por el historiador Oscar Albanés durante la primera mitad del siglo pasado. En los descansos hay bancos para quien quiere darle respiro a su corazón. Tanto los bancos como los peldaños estuvieron en verdad arruinados por las personas y la naturaleza hasta que, para un aniversario de la ciudad, al fin, los repararon. Se vuelve la mirada en el trayecto y vemos que la ciudad plana empieza a expandirse con sus techos y arboledas.

Justo al inicio hay un cañón que le apunta sin representar peligro; es un trozo de hierro ubicado desde los tiempos en que las autoridades españolas comprendieran la importancia del lugar. Controlándole se dominaba el área, y tal fue lo que hicieron los militares: fortificar los alrededores de forma que pudiera contenerse un ataque del ejército independentista. En los predios se fusilaron enemigos políticos y una leyenda de amor insiste en la realidad de un túnel que lleva hasta el Museo Provincial de Historia, La Periquera, el edifico que antaño fuera Casa Consistorial.

En la cima nos espera una atalaya. Alguna vez acogió a un heliógrafo para comunicaciones con los pueblos del Sur. Un día encontré a un caricaturista dentro. El lugar que fuera construido para fines militares, y luego sirviera como baño público y hasta breve posada para amantes de paso, había sido higienizado, protegido y permitía al artista comercializar sus obras. Había sido colaborador del periódico ¡Ahora!, el semanario local, me contó; y su presencia tenía que ver con las Romerías de Mayo.

Esas fiestas, las Romerías, recuerdan a una celebración religiosa celebradas por el día de la cruz, el 3 de mayo. Para la fecha decenas de jóvenes suben un hacha aborigen a cuestas, pero de alguna manera la peregrinación conmemora la cruz de madera que se encuentra a un lateral de la escalinata.

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En los tiempos de Pío VI un franciscano de apellido Alegría cargó hasta allí la primera con el propósito de alejar las desgracias. Y, aunque el Papa Francisco sea jesuita, sabido es que al ser electo escogió ese nombre por San Francisco de Asís, el italiano que fundara la orden caracterizada por su amor por lo pobres y extrema sencillez. De manera que con su presencia en la popular elevación holguinera, donde habrá de bendecir a ese pueblo y sus habitantes, todo se relaciona en esta historia.

De la cruz, visible desde buena parte de la ciudad, han dado cuenta poetas y escritores; desde Reinaldo Arenas hasta Manuel García Verdecia, quien en su libro El día de la cruz le recordaba como “milagrosa”. Y es que en la ermita sobre la cual se sostiene recibe cada día ofrendas de los pobladores que en estricta soledad habrán pedido lo imposible, y al ver satisfechas sus plegarias ascendieron, a pie, descalzos, de rodillas, tal como habían prometido. Holguín ha sido un pueblo raro, y entre esas rarezas, está su apego a las religiones.

Mientras alguien enciende la cerilla bajo la cruz, otro besará a su chica recostada al muro que limita el vacío. La tarde cede a la noche y el sol a un se va tendiendo agotado de tanto azotar en el Caribe. En los bancos conversan los muchachos, beben, ven pasar a los turistas. Y una vez más la escalinata, que de apoco se irá alumbrando por bombillas amarillas, parece autopista, ascensor humano por el que suben y bajan realidades y quimeras. Es la escena de la loma de la cruz. Una postal.

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