Viaje a un día pasado

De cierta manera todos nos fuimos a algún lugar. Mis tíos y mi abuela a Estados Unidos, mi abuelo Caro emprendió viaje sin regreso a la muerte y yo vine a La Habana. En el barrio quedan pocos originales. Gente que ya no quiere irse. Parece que la vejez los detiene, que los años se imponen como un ancla.

Algunas cosas que se llevó consigo la emigración –irremediablemente– no las cambio por ciertos beneficios. Para esas mantengo aquel dicho de mi abuelo cuando se miraba al espejo con ropas finas pero extrañando tanto: “Cuando éramos pobres había más felicidad”.

Ahora queda viajar a un día pasado, y revivirlo en detalle. Escojo uno de carnaval de pueblo. Es viernes y comienza el espectáculo. Las fiestas populares tienen una gracia particular para mi madre y mi tía: durante cuatro días no tienen que cocinar. Todos comen en la calle o la comida de la casa se compra en los “timbiriches” previamente cocida.

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Durante la mañana y la tarde comienzan a llegar camiones de Agricultura y tractores con carretas desde las comunidades, que son muchas. La gente incluso se reconoce por el vestir; mientras más grande sea el sombrero y más ancho el pantalón será más lejano el sitio de regreso, y resistirán más alcohol. Dice mi abuelo que eso se debe a la alimentación. “Un guajiro acostumbrao a una dieta de jutía, venao y puerco jíbaro se bebe una pipa de cerveza y sigue bailando como si hubiese tomado agua”, decía.

El centro de Sandino está diseñado para carnavales. Como es una ciudad relativamente moderna se las ingeniaron para aprovechar el espacio con el espacio. Una cuadrícula enorme que puede medir un par de hectáreas es la que se utiliza durante las fiestas. Partes de un punto, recorres todos los kioskos y vuelves al punto de partida. La gente se queda con la mejor opción, cerca del termo de la cerveza más fría y menos aguachenta y con alcance adonde vendan buena comida. Nosotros preferíamos el puesto de la pesca, venían unas señoras de Cortés y se asentaban en una esquina donde ponían neveras llenas de biajaibas y rabirrubias, asaban pargos y vendían un enchilado picante de langostas, no de la cola, porque eso es para vender al turismo, lo que se aprovechaba eran los rejos y otras partes del crustáceo. Mi padre ya conocía a las señoras y eso le daba cierta ventaja sobre los demás, le encantaba la combinación que hacía la cerveza con aquella salsa entomatada. Tomaba un sorbo y luego engullía el aporreado sin que el picante le hiciera efecto aparentemente.

Entrada la tarde había que estar un rato con el viejo Caro en la peña campesina. Íbamos para disfrutar a nuestro viejo más que a los poetas. Mis primos querían montar los “aparatos”, lo más cercano que tenemos a un parque de diversiones sobre ruedas y puede encontrarse en cualquier carnaval de Cuba. Pero mi tía trataba de cumplir con la hora de la peña campesina, aunque los niños se tiraran al suelo en su reclamo. El viejo Caro tenía un don para la poesía. El improvisador en el estrado comenzaba dos versos y él daba su propia versión del final, pero de frente a la familia. Un día sucedió que sus versos y los del Poeta de la Mochila coincidieron por casualidad y ante el asombro todos le aplaudimos al viejo.

Luego todos a sus casas a bañarse y el punto de reunión era un parque de reuniones de CDR situado a la misma distancia de las cuatro casas familiares. Todos bañados y perfumados, listos para una larga noche. El viejo Caro se quedaba en casa, decía que ya o estaba para esos trajines, y le preocupaba que le entraran al patio de noche, las fiestas se prestaban para facilitarle las cosas a los ladrones de gallinas.

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Cuando casi todos los miembros llegaban al lugar indicado, mi tía decía: “Faltan los pepillos, como siempre”. Mi tío, el menor de los cuatro hermanos que dio al mundo mi abuela materna, acostumbraba a demorar un poco. Resulta que su novia adoraba maquillarse más de lo normal. En un rato llegaban y partíamos. Los nuevos debían sobrepasar los 14 años o les tocaba quedarse a dormir en casa de Caro. La noche prometía.

Entonces se hacían las votaciones. La mayoría decidiría en qué lugar comer. Eso causaba una amorosa discusión entre hermanos. A mi vieja le encanta el pollo, y si es horneado mucho mejor, a mis tíos lo que les gusta es la carne de res, pero mi tía, cuyo liderazgo se notaba, adoraba el clásico lechón asado. Además, era tan locuaz que terminaba convenciendo a todos.

Casi siempre las empresas establecían áreas cerradas donde la cerveza era embotellada y barata, además, sentarse en una mesa bajo las estrellas no tiene comparación. Mi padre ponía el brazo sobre mi madre, mis tíos señalaban con el dedo a la luna y disentían si era un conejo o un Alien, tío Diego pedía otra ronda de cerveza y yo escuchaba el crujido de la piel de macho asado cuando la fina mujer de mi otro tío la pellizcaba con sus uñas exóticas.

Poco antes de la medianoche llegaban los fuegos artificiales. Hacíamos un abrazo gigante, uno al lado de otro, frente al edificio de organismos desde cuya azotea lanzaban el espectáculo pirotécnico. Solo se escuchaban las explosiones porque el pueblo entero estaba pendiente e impresionado. Los que caminaban se detenían, los que vendían hacían una pausa y mi familia, que tenía un buen lugar, parecía que hacía un rito anual.

Ese solo día, ese viernes de carnaval que no puedo revivir, sigo sin cambiarlo por todos estos años de silencio y lejanía.

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A la una de la mañana comenzaba lo que puede entenderse como “laterío”. Un grupo de poca fama y mucho movimiento llamado Sangre Caribeña comenzaba a hacer pruebas de sonido sobre el estrado principal. Entonces los hombres se encargaban de establecer un círculo para ubicar a todos los parientes. En medio de aquello varios pomos llenos de cerveza dentro de una nevera artesanal de poliespuma y cinta adhesiva.

“Dime si se oye, Valentín” decía el cantante frente al micro, “súbeme un poco el bajo… mira a ver, Niche, ¿Ta bien ahí?” Gummm gugugummm. “Déjalo ahí mismo mi socio”.

“Ilustres habitantes del pueblo de Sandino y sus alrededores, para ustedes ¡Saaaannngre Caribeññññññaaa! Y ese era el momento donde en realidad comenzaba la fiesta. Nunca vi a mis padres bailar tanto, ni a mis tíos…

En todo pueblo de campo es un clásico que las guajiras suban al estrado a remenearse y a cantar. Ahí está la parte cómica del concierto, a mis tíos les causaba tanta risa que se ponían la mano en la barriga como si tuviesen dolor. Enseguida se ponían a adivinar de qué parte eran las bailarinas. “Tú ves la de la esquina de acá -señalaba- con esa licra azul esa debe ser le La Jarreta, sin dudas. Y la otra del moño alto con la felpa rosada es imposible que no sea de Jovero Viejo”, dos pueblitos perdidos en el monte.

Y luego se escuchaba entre una canción y otra: “Por favor, al compañero Dieguito el Ñoño (mi tío) se le informa que el tractor de la Bajada está esperando por él para salir”. Otra vez un amigo le había hecho la broma, él que vivía orgulloso de ser de pueblo. Todos lo miraban y se doblaban sin poder aguantar las carcajadas.

“Y todo el que quiera salud con la mano pal cielo” tiraba el cantante, “ahora vamos a estrenar un tema aquí para ustedes que se llama A ella le gusta que le digan chula”, el mismo que habían “estrenado” los tres pasados carnavales. Lo curioso de este tipo de agrupaciones es que con un estribillo alcanza para toda la madrugada. Tanto lo repiten que terminan siendo pegajosas las melodías y uno hasta se divierte.

A las siete de la mañana nos íbamos coreando los estrenos de Sangre caribeña. El pelotón familiar iba dejando a todos en sus casas y los últimos en llegar eran los que vivían con Caro, ya levantado, echando maíz a sus gallinas finas.

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